Empiezo
septiembre subyugado por la fuerza poética del himno que he recitado hoy en la
oración de la mañana. Se fueron las lluvias, volvió el último sol del verano y
muchos trabajadores comienzan hoy sus tareas tras el receso de las
vacaciones. En Filipinas se aprestan ya a comenzar la preparación de la
Navidad. Ya se sabe que este tiempo dura los cuatro meses que acaban en “ber”:
September, October, November y December. No quiero ni imaginarme lo mal que
lo pasaría yo si en Europa se les ocurriera montar los arbolitos y adornos
navideños tras las rebajas de agosto. Espero que no haya ninguna cadena
comercial que caiga en la tentación. Faltan pocos días para un nuevo aniversario
del 11-S y para la exaltación
patriótica de la Diada. Septiembre se promete un mes caliente en todos
los sentidos. Habrá que ponerse a salvo. Mientras tanto, me dejo llevar por la
carnalidad del himno litúrgico que acabo de recitar. Es como una medicina
contra la espiritualidad new age, que,
a modo de nuevo gnosticismo, tiende a evaporar todo en la nube de los
sentimientos y las emociones. La fe cristiana es pura carne: “Verbum caro
factum est”. No me resisto a transcribir la letra del himno:
de carne y hueso.
Te atisba el alma en el ciclón de estrellas,
tumulto y sinfonía de los cielos;
y, a zaga del arcano de la vida,
perfora el caos y sojuzga el tiempo,
y da contigo, Padre de las causas,
Motor primero.
Más el frío conturba en los abismos,
y en los días de Dios amaga el vértigo.
¡Y un fuego vivo necesita el alma
y un asidero!
Hombre quisiste hacerme, no desnuda
inmaterialidad de pensamiento.
Soy una encarnación diminutiva;
el arte, resplandor que toma cuerpo:
la palabra es la carne de la idea:
¡Encarnación es todo el universo!
¡Y el que puso esta ley en nuestra nada
hizo carne su verbo!
Así: tangible, humano,
fraterno.
Ungir tus pies, que buscan mi camino,
sentir tus manos en mis ojos ciegos,
hundirme, como Juan, en tu regazo,
y, -Judas sin traición- darte mi beso.
Carne soy, y de carne te quiero.
¡Caridad que viniste a mi indigencia,
qué bien sabes hablar en mi dialecto!
Así, sufriente, corporal, amigo,
¡Cómo te entiendo!
¡Dulce locura de misericordia:
los dos de carne y hueso!
Soy una encarnación diminutiva
El desarrollo de
la inteligencia artificial nos va a poner a prueba. La humanidad aspira a ser
transhumanidad, a dejar la losa corporal para reducirse a un conjunto de
microchips que pueden activarse a distancia. La técnica tiene sus proyectos.
Nosotros tenemos nuestros relatos. La Biblia insiste en que fuimos hechos de la
tierra, una forma concreta y bella de afirmar que – como canta el himno litúrgico
– “hombre quisiste hacerme, no desnuda /
inmaterialidad de pensamiento”. La fe cristiana, en contra de ciertas
corrientes maniqueas, valora mucho el cuerpo. En el Credo protesta la resurrección de la carne, no la inmortalidad del alma. Cada ser humano es como una maqueta del Cristo
total encarnado, hecho tierra, hecho carne. Por eso, contra todo
espiritualismo, uno puede gritar: ¡Soy
una encarnación diminutiva! Mi carne es
algo más que circuitos neuronales
bien conectados, algo más que los veinte euros que costaría adquirir en una
droguería los productos químicos de que consta mi cuerpo, algo más que fuerzas electromagnéticas
gravitando!
¡Encarnación es todo el universo!
En realidad, todo
el universo es una gigantesca encarnación de energía. El hágase del Génesis significa el paso de la idea a la acción. Es
verdad que la física actual ha corregido nuestras ideas simplistas sobre la
materia, pero eso no resta un ápice a la fe cristiana en la creación como gran proceso encarnatorio. Es verdad que la Tierra es un granito casi insignificante en
este Universo en expansión. Es verdad que cada vez con más frecuencia se habla
de la posibilidad de vida extraterrestre. Es verdad que muchos cuestionan el principio antrópico como una fantasía sin fundamento. Es verdad que a muchos les resulta
absurdo – quizás hasta molesto – creer en la existencia de un Dios que es el
origen y meta de todo, pero en este escándalo
consiste nuestra fe.
¡Qué bien sabes hablar en mi dialecto!
El Cristo que se
hace hombre es la cumbre del proceso de encarnación. En él la divinidad se hace
carne y la humanidad alcanza su cumbre. En este descenso crístico, Dios se hace
uno de nosotros, pero no como uno de esos extraterrestres que aparecen en las películas
de ciencia ficción, sino como un ser humano que llora, ríe, habla arameo y vive
todas las experiencias de búsqueda, dolor, angustia, gozo y esperanza que
vivimos los humanos. El Cristo ha aprendido el dialecto de la humanidad, no se ha convertido en un oráculo que
habla desde la distancia o desde el anonimato de un microchip. Le entienden todos: los niños y los ancianos, los letrados y los analfabetos, los ricos y los pobres... Solo los autosuficientes le miran por encima del hombro.
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