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sábado, 12 de agosto de 2017

Santos de todos los colores

Me había prometido no escribir todos los días, pero el hecho de estar conectado varias horas a un aparatito de magnetoterapia, me permite sentarme ante el ordenador y teclear las entradas del blog. A lo largo de esta semana se han encadenado las memorias y fiestas de varios santos que han marcado la vida de la Iglesia. No quisiera pasarlos por alto. Se trata de dos hombres y dos mujeres. Pertenecen a siglos diversos. Representan diferentes formas de vivir el seguimiento de Jesús. El martes 8 recordamos a santo Domingo de Guzmán; el miércoles 9, a santa Teresa Benedicta de la Cruz; el jueves 10, al diácono san Lorenzo; y el viernes 11, a santa Clara de Asís. ¿Alguien da más? Con este equipo de lujo, uno podría ir al fin del mundo. Cada vez me gusta menos leer libros de pura reflexión y más historias concretas de hombres y mujeres que han vivido a fondo. La reflexión se pierde a menudo en especulaciones vacías. Las vidas auténticas permanecen, iluminan, motivan. Creo que, en buena medida, el desconcierto actual se debe a un déficit de memoria. El mundo no ha comenzado con nosotros. Muchas generaciones anteriores se han enfrentado a los mismos grandes desafíos y han alumbrado respuestas originales. No se trata de repetirlas mecánicamente, pero sí de conocerlas para extraer inspiración. Los santos son siempre los mejores centinelas del Absoluto y los más acendrados expertos en humanidad; por eso, pueden ser nuestros compañeros de camino.

Domingo de Guzmán nació en Caleruega (Burgos), a pocos kilómetros de mi pueblo natal. Pertenecía a mi diócesis de Osma, de cuya catedral llegó a ser canónigo. Fue el fundador de la Orden de Predicadores, conocidos popularmente como frailes dominicos. Junto con Francisco de Asís, representó un nuevo ideal de vida religiosa en el siglo XIII. Él no quería ser monje encerrado en un monasterio sino predicador itinerante de la Palabra de Dios. Hay dos cosas que admiro de él: su pasión por la Escritura (se dice que se sabía el Nuevo Testamento casi de memoria) y su ecuanimidad, nacida de una profunda experiencia de Dios. Creo que hoy podríamos renovar nuestra vida personal si nos alimentáramos más de la Palabra de Dios y menos de la palabrería humana que se difunde por las redes sociales, la radio y la televisión. Por otra parte, en medio de tantos conflictos y tensiones (familiares, políticas religiosas), ¡cuánto bien nos hacen las personas que mantienen un ánimo firme, que no se dejan llevar por reacciones viscerales, que saben proponer sin imponer, que pronuncian síes y noes claros!

Teresa Benedicta de la Cruz es, en sí misma, un epítome del complejo siglo XX. Edith Stein (éste era su nombre civil) nació en Breslavia (la actual Wroclaw) en 1891, en el seno de una familia judía muy numerosa. Se educó en la fe de Abrahán. Su inteligencia despierta le permitió estudiar sin dificultad, hasta llegar a obtener el doctorado en filosofía. Fue la primera mujer que lo consiguió en Alemania. En su juventud atravesó una etapa de ateísmo. Pocos intelectuales del siglo XX se han librado de este desierto. Atraída por la fenomenología de Edmund Husserl, de quien fue discípula, acabó separándose de él porque en su pensamiento no dejaba espacio para Dios. Feminista convencida, luchó por el voto de las mujeres. Militó en formaciones políticas de centroizquierda, estuvo muy presente en los círculos intelectuales, dio clases y conferencias, publicó libros, fue una mujer reconocida. Su vida dio un giro cuando se convirtió al cristianismo y se bautizó en la Iglesia católica a la edad de 31 años. De todos los influjos que la condujeron a esta nueva forma de vida, ella destacó el testimonio de la esposa de un amigo suyo, la manera como esta mujer afrontó la muerte de su joven esposo, su fe luminosa en la resurrección. Diez años más tarde, ingresó en el Carmelo. Las lecturas de santa Teresa de Jesús fueron un fuerte acicate. El triunfo del nazismo y la persecución contra los judíos condujeron a esta mujer fuerte al campo de concentración de Auschwitz, donde murió, mártir de la fe, en la cámara de gas el 9 de agosto de 1942, a la edad de 51 años. Juan Pablo II la canonizó en 1999 y posteriormente la nombro patrona de Europa junto a otras dos mujeres: Brígida de Suecia y Catalina de Siena. No se puede hacer justicia a una vida tan rica en pocas líneas. De Teresa Benedicta de la Cruz he aprendido a valorar, sobre todo, la “ciencia de la cruz”, el verdadero conocimiento que conduce a la sabiduría. Solo quien entrega su vida, la salva.

Lorenzo, de probable origen oscense, es un santo muy popular, a pesar de que vivió en el lejanísimo siglo III. He visitado varias veces la hermosa basílica de san Lorenzo, en el Campo Verano de Roma, que contiene sus restos. Fue martirizado en tiempos del emperador Valeriano. Abundan las anécdotas y leyendas sobre el modo de su martirio. Es el famoso “santo de la parrilla”. Pero lo que de verdad interesa es que vivió las dos grandes pasiones de todo diácono: el amor por la Palabra de Dios y por los pobres. Cuando le pidieron que entregara las riquezas de la Iglesia, él se despachó con unas palabras que han pasado a la historia: “Los verdaderos tesoros de la Iglesia son los pobres”. Si la frase se malinterpreta, se convierte en una especie de justificación del pauperismo. Si se la entiende en su verdadero significado, nos lleva al corazón del Evangelio. Han pasado casi 18 siglos desde su muerte, pero el pueblo cristiano no lo ha olvidado. Son muchos los pueblos y ciudades que lo tienen como patrono. Ahora me vienen a la memoria dos: Covaleda (que dista 15 kilómetros de mi pueblo) y, el más conocido, San Lorenzo de El Escorial.

Clara de Asís no necesita muchas presentaciones. Es el epígono femenino de Francisco. Ambos son dos luminarias del siglo XIII. No sé cuántas veces he visitado la encantadora ciudad de Asís, en la Umbría italiana. Siempre he procurado acercarme al convento de san Damián y a la basílica de Santa Clara em cuya cripta se custodia el cuerpo incorrupto de la santa. No puedo olvidar el impacto que me causó su figura en la película Hermano Sol, Hermana Luna, que vi en noviembre de 1975 en un cine de Castro Urdiales, en Cantabria. ¡Aunque tal vez lo que entonces me impactó fue la belleza encantadora de la joven actriz, Judi Bowker, que interpretaba a santa Clara! Hay varias cosas que me atraen de esta mujer. Destaco dos: su audacia e intrepidez para abrazar el estilo de vida pobre de Francisco de Asís (con lo que esto supuso de ruptura familiar y social) y su apasionado amor por la Eucaristía. Las Clarisas fundadas por ella siguen manteniendo vivo este espíritu ocho siglos más tarde. Ayer precisamente comenzó un Año Santo en el convento de las Clarisas de Soria, a quienes me siento muy unido por varios motivos.

En fin, que vale la pena estudiar la vida humana en los “libros vivos” de los hombres y mujeres que la han vivido en plenitud. 

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