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miércoles, 30 de agosto de 2017

Procrastinación

Tengo un amigo colombiano al que le encanta esta palabra. Y no solo le encanta sino que la practica en su sentido más preciso: “acción y efecto de procrastinar”. El susodicho verbo no es de fácil pronunciación, pero su significado es claro: diferir, aplazar. Bueno, pues yo he vivido casi tres días dedicado al noble deporte de la procrastinación, que todavía no goza de reconocimiento olímpico, pero todo se andará. Por diversos y confesables motivos, he diferido o aplazado mi cita con los lectores de este Rincón. Lo achaco a los viajes y a ese “síndrome postvacacional” que nos hace un poco remolones a la hora de retomar ciertos compromisos. No es fácil pasar de la vida placentera a un ritmo intenso de trabajo sin carril de aceleración. Pero, en fin, como las tentaciones están para ser vencidas, me he propuesto no abandonarme ni un día más a la procrastinación. ¡Qué palabro, madre mía! He cambiado los pinares sorianos por el asfalto madrileño y las conversaciones informales en torno a un café o una cerveza por las reuniones formales con bolígrafo en mano. No me gusta nada escribir notas con ordenador durante las reuniones. No hay nada como unos apuntes escritos a mano en los que uno vierte su interés, rabia o desdén para las generaciones futuras.

Estos días finales de agosto los periódicos revientan con el asunto catalán, las devastadoras consecuencias del huracán Harvey, los atrabiliarios lanzamientos de misiles norcoreanos y otras noticias pintorescas entre las que se encuentra una que me ha llamado la atención: solo una persona en el mundo ha llegado a 2.197 metros de profundidad bajando por una cueva. O sea, que somos poco profundos en general. Ya decía yo que la superficialidad es el deporte de moda. Tal como están las cosas, no es extraño, pues, que a uno le entren ganas de procrastinar; es decir, de no hacer nada, de retrasar indefinidamente los compromisos por aquello de que “mañana le abriremos, para lo mismo responder mañana”. Hay que reconocer que el maestro de este extraño arte es el presidente Mariano Rajoy, experto en dar tiempo al tiempo hasta que escampe la tormenta sin molestarse en abrir el paraguas. No sé cómo terminará el asunto catalán, pero no se puede permanecer sentado con un ejemplar de la Constitución en la mano derecha, un puro habano en la izquierda y el Marca sobre la mesa. Así que, para no ser acusado de procrastinizador – que suena francamente muy mal – me he propuesto componer un trabalenguas que me mantenga entretenido. Os invito a practicarlo en vuestros ratos libres: “El Rincón de Gundisalvus está procrastinizado. ¿Quién lo desprocrastinizará? El desprocrastinizador que lo desprocrastinice, buen desprocrastinizador será”.

Aprovechando que se pronostican lluvias para mañana, procrastino algunos temas de relieve en espera de mojarme lo suficiente como para recibir algunas bofetadas por la derecha y la izquierda. Uno de ellos será, sin duda, el asunto catalán, que sigo muy de cerca, porque quiero a Cataluña y la visito con frecuencia, porque tengo algunos amigos catalanes y porque – last but not least – es la tierra donde nació san Antonio María Claret y se fundó la congregación misionera a la que pertenezco. Para empezar, ya me he leído los 89 artículos y las tres disposiciones finales de la Llei de Transitorietat Jurídica i Fundacional de la República, cosa que dudo que haga la mayoría de los partidarios de la independencia, aunque nunca se sabe. Advierto que la lectura no es nada divertida y puede producir somnolencia. En el artículo 1 de esta Ley, que apenas va a ser debatida, se lee: “Catalunya es constitueix en una República de Dret, democràtica i social” (Cataluña se constituye en una República de Derecho, democrática y social”. Si no fuera porque estamos jugando con fuego, resultaría cómico que se pretenda construir una República de Derecho (así, con mayúscula inicial) saltándose las normas jurídicas fundamentales que regulan la situación presente y que, con todas sus imperfecciones, están garantizando los derechos y deberes de los ciudadanos. Las bases están puestas para que en la futura República catalana cualquiera pueda hacer lo mismo con respecto a las leyes tributarias, las normas de tráfico, los planes de educación o el sursum corda. En fin, todo debe de provenir del sacrosanto “derecho a decidir” (que está por encima de cualquier ordenamiento jurídico positivo) o de la todavía más sacrosanta “libertad de expresión”, que se invoca para abuchear al Rey de España, al presidente del gobierno o al himno nacional, y no tanto para criticar – siquiera levemente – unos planteamientos políticos que a mí me parecen respetables, pero inconsistentes y, sobre todo, que no reflejan la pluralidad de la sociedad catalana. Más que integradores (que es a lo que deben aspirar los proyectos políticos en las sociedades plurales), creo que son disgregadores. Fragmentarán todavía más a la ya dividida sociedad catalana y producirán heridas difíciles de cicatrizar.

La verdad es que para encontrarme en estado de procrastinación, he empezado con fuerza. Mejor es que lo dejemos aquí y esbocemos una sonrisa amable. Ninguna causa es tan solemne que se merezca una mala digestión.

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