En público, la
mayoría de las personas son amables y sonrientes. Procuran ofrecer su mejor
imagen para hacer más agradable la convivencia con los demás. En algunos casos,
hasta exhiben lo que no poseen. Hay un exceso de apariencia que no siempre se
corresponde con la verdad de las cosas. Las vacaciones de verano se prestan a
este tipo de exhibiciones. Es como si todo el mundo tuviera la obligación de
ser feliz, de hablar de viajes y encuentros, de comidas y espectáculos, de
visitas culturales y lecturas. Los medios de comunicación nos bombardean con
destinos turísticos paradisíacos. Las redes sociales se inundan de fotos
tomadas en aeropuertos, hoteles, playas, ciudades antiguas y monumentos. Si uno
no pasa de saludos fugaces, esta es la imagen predominante, pero si se detiene
a escuchar, si traspasa la barrera protectora de los convencionalismos, cae en
la cuenta de que, detrás de una sonrisa profidén,
se esconden, con más frecuencia de la imaginada, muchas historias de dolor. Son
la “cara B” de las vacaciones y del verano. En definitiva, que no es oro todo
lo que reluce.
Se trata de
historias normalísimas, pero no siempre fáciles de vivir. Padres que no saben
qué hacer con sus hijos difíciles: desde los niños hiperactivos hasta los
adolescentes que se procuran cortes con cuchillas o se internan en el mundo del
alcohol y la droga. Matrimonios que no logran superar la rutina y la
incomunicación, que sienten que se van distanciando cada vez más sin encontrar
una salida. Personas separadas que llevan con mucho dolor la custodia
compartida de los hijos y que almacenan un rencor insuperable hacia el otro
cónyuge. Hijos mayores que no encuentran una solución satisfactoria para el
cuidado de sus padres ancianos. Por una parte, les duele dejarlos en una residencia
geriátrica, pero ninguno quiere (o puede) dedicar su tiempo y dinero a hacerse
cargo de ellos. Se debaten entre el sentido realista de lo posible y un difuso
sentimiento de culpabilidad. Jóvenes que han terminado sus estudios y su única
ocupación consiste en enviar currículos a diestro y siniestro con la remota
esperanza de encontrar, en el mejor de los casos, un empleo precario. Adultos
que sobrepasan los treinta años y no tiene claro cómo orientar su vida en el
campo afectivo. No se sienten llamados a una vida célibe, pero temen los compromisos
duraderos. Parejas que retrasan mucho tiempo la paternidad y la maternidad por
diversas razones (laborales, económicas, etc.) y luego se sorprenden con pocas
energías para acometer la educación de sus hijos. Empresarios que se han
arriesgado a montar un negocio y al poco tiempo han tenido que cerrarlo porque
no es viable. Familias que no renuncian a un tren de vida elevado sabiendo que
andan endeudadas hasta las cejas. Personas a las que, en la flor de la vida,
les ha sorprendido un cáncer o un ictus y están batallando consigo mismas para
aceptar la nueva situación. La lista es interminable.
Mis vacaciones
significan también una aproximación directa y cordial a esta “cara B”. Quiero
convertirme en esponja que absorbe con atención y respeto las historias que
personas conocidas o amigas quieren confiarme. Renuncio a despachar recetas
como si todo problema tuviera una solución prêt-à-porter.
A menudo, me limito a escuchar. Si logro percibir algún punto de apoyo, algún
recurso en la propia persona, entonces trato de subrayarlo. Creo que, en la
mayor parte de los casos, no necesitamos que alguien nos resuelva la vida sino
que se haga cargo de nuestros problemas, que los viva a nuestro lado, que no se
avergüence de nuestra “cara B”, que nos quiera más todavía cuando comparte
nuestras fragilidades e inconsistencias. Hace semanas hablé del “sacramento de
la pizza”. Quizás hoy tendría que
completar aquel enfoque con otros dos “sacramentos” muy veraniegos: el de la
cerveza (en el caso de las personas más jóvenes) y el del café (en el caso de
muchos adultos y ancianos). Es increíble cómo un acto tan simple como compartir
una bebida puede generar un proceso de comunicación, un intercambio liberador de
confidencias. Yo, habituado a celebrar los sacramentos litúrgicos (sobre todo,
la penitencia y la eucaristía), doy gracias a Dios por estos “sacramentos
menores” en los que la vida se muestra en toda su espléndida contradicción. Estoy
tan convencido de que Dios se hace presente donde se abre paso la verdad de un
ser humano, que no escatimo tiempo en estas celebraciones
de la cotidianidad. Aunque a veces vuelva a casa apesadumbrado, sé que Dios
realiza su obra secreta en cada ser humano, aunque no siempre seamos capaces de
descifrarla. De cada encuentro brota siempre una plegaria de agradecimiento e
intercesión.
Un gusto leerte hoy, Gonzalo, cuando todos estamos noqueados por los últimos sucesos.
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