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lunes, 14 de agosto de 2017

La "pingada" del mayo

El verbo pingar existe. Según el diccionario de la RAE, significa "apartar algo de su posición vertical o perpendicular, inclinar". Pues bien, hoy comienzan las fiestas patronales de Vinuesa con la tradicional pingada del mayo. Tecleo estas notas tres horas antes de que se produzca. En torno a mediodía, repicarán las campanas de la torre de la iglesia y, como afluentes que vierten sus aguas en un embalse, las calles que rodean la plaza mayor irán vertiendo gentes variopintas al rectángulo flanqueado por el ayuntamiento en el lado sur y el antiguo seminario de verano en el lado norte. El suelo, enlosado con piedras de granito, que resisten bien los calores del estío (más bien discretos) y los fríos y heladas del invierno (su verdadero ambiente natural), resistirá bien el embate de cientos de personas. Cuadrillas de jóvenes – las llamadas “peñas” –, ataviados con camisetas multicolores en las que exhiben nombres a cual más original o extravagante, se disponen para la faena. El pino silvestre, que ayer fue traído desde el monte hasta la plaza por una yunta de bueyes negros, espera su momento de gloria. Se trata de un ejemplar espléndido, derecho como una vela, de más de veinte metros de longitud, limpio de ramas innecesarias, con una especie de pequeño penacho de acículas coronando la picota, en la que ondean las banderas española y castellano-leonesa.

¿Cómo se consigue izar – es decir, pingar – un pino tan enhiesto sin utilizar medios mecánicos? La técnica viene de lejos. Creo que he visto algo parecido en algunos mosaicos romanos. Hay una colección de aspas formadas por dos cabrios de pino cruzados a modo de una cruz de san Andrés y enlazados por gruesas sogas que los mantienen unidos. En cada uno de los palos se apuestan varios jóvenes que, siguiendo órdenes del mayordomo, empujan el palo hacia dentro para que el aspa se cierre varios grados. Se comienza con un aspa pequeña que levanta un poco la picota del suelo; se sigue con otras aspas mayores que van pingando el pino hasta que forma un arco de algo menos de noventa grados con el suelo, que está en ligera pendiente. El procedimiento es arriesgado. Hay que equilibrar bien las fuerzas, actuar en perfecta coordinación y velar por la seguridad de empujadores y observadores, tanto locales como visitantes. Cuando se produce una ligera inclinación no deseada, se oyen gritos de asombro e incluso de miedo. La operación no se demora mucho. Todo depende de la pericia del mayordomo y de la habilidad de los jóvenes empujadores, que pueden estar más o menos lúcidos según el nivel de ingesta alcohólica que haya precedido a la pingada. Al pie del pino, convenientemente tallado para que encaje en el agujero de unos noventa centímetros horadado en el suelo de la plaza, hay varios hombres con palancas y mazas para acompañar la tarea y, en el momento oportuno, encajar algunas cuñas de madera que fijen bien el pino en su nueva sede. Cuando todo está rematado, se desatan las sogas que han ayudado a dirigir la operación. Se precipitan al suelo con sensación de victoria. La plaza entera estalla en un aplauso cerrado. Un año más, el rito se ha cumplido. ¡Que empiece la fiesta!

Historiadores y antropólogos han multiplicado las interpretaciones de este hecho, presente en otros muchos lugares y culturas. Se habla de ritos de fertilidad, símbolos fálicos, culto a los montes que son fuente de riqueza, etc. Más allá de su origen histórico, hoy la pingada del mayo es un símbolo de fiesta (necesaria en estos tiempos de vertiginoso ritmo laboral) y de unión (imprescindible en tiempos de rampante individualismo). Cuando veo cómo los jóvenes – con independencia de sus gustos, afectos y proveniencias – empujan con fuerza y entusiasmo y la gente aplaude, pienso en otros fenómenos semejantes (por ejemplo, los castellers de algunas zonas de Cataluña) y traslado esta imagen a otras esferas de la vida. ¿Qué pasaría si se produjera esta unión en el ámbito político, económico, social y religioso? Sería posible llevar adelante proyectos más ambiciosos, enriquecer la vida social, vivir la experiencia de pertenecer a una comunidad en la que “la unión hace la fuerza”. Aunque solo fuera por este poder evocador, merece la pena no perder un rito que se aleja mucho de los practicados por la sociedad de la información (aunque los cientos de móviles tomando fotos actúan de nexo), que hunde sus raíces en tradiciones centenarias, pero que, por eso mismo, conecta pasado y presente. Un pueblo sin raíces no sabe cómo iluminar su presente y abrirse al futuro.

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