Este tiempo de
verano me está permitiendo conversar con muchas personas, incluyendo algunos jóvenes
millennials. Descubro a personas
inteligentes, sensibles, responsables y solidarias. El trato cercano desmiente algunas
de las caricaturas sobre ellos que a veces circulan por las redes. La mayoría
de las personas con quienes he hablado se consideran católicas. Aquí es donde
surgen las primeras sorpresas. Si uno espera que entre la actitud personal y
las conductas haya una línea lógica, enseguida se sentirá un poco confundido.
Lo que existe es, más bien, una brecha entre la fe personal y las obras que –
según la doctrina de la Iglesia – tendrían que expresarla. Voy a decirlo de
manera más clara. Para muchos de mis amigos más jóvenes, del hecho de creer en
Jesús y considerarse miembro de su comunidad no se deriva necesariamente que
uno tenga que participar todos los domingos en la misa, confesarse al menos una
vez al año, abstenerse de relaciones sexuales fuera del matrimonio, creer en la
resurrección de los muertos, pagar los impuestos o procurar seguir las
orientaciones pastorales del Papa. A este fenómeno lo denomino “cristianismo
subjetivo”. Para ellos, lo que importa es la sinceridad con la que el sujeto se adhiere a Dios, no tanto los
elementos objetivos que conforman y
expresan esa adhesión. Dicho de manera técnica, hay una gran brecha entre la fides qua (los motivos que nos impulsan
a creer) y la fides quae (los
contenidos que esa fe implica).
El problema no es
nuevo, pero hoy ha adquirido los rasgos de tendencia. Algunos abuelos y padres
de mi generación me lo han confesado con desconcierto: “Nosotros hemos
procurado educar a nuestros hijos en la fe católica, pero hoy no sabemos qué
decirles cuando nos dicen que están conviviendo con sus novias o novios, que no
quieren contraer matrimonio religioso o que no les parece bien bautizar a sus
hijos”. Comprendo que no es fácil mantener una postura serena, pero es
necesario hacerlo. En alguna ocasión he citado en este blog la distinción que la socióloga francesa Danièle Hervieu-Léger hizo entre cristianos practicantes, militantes y peregrinos. Creo que es útil volver sobre ella.
- Las personas que fueron educadas cristianamente antes del Concilio Vaticano II (y que hoy tienen más de 65 o 70 años) tienen muy claro que el cristiano tiene que practicar lo que dice creer, que debe haber coherencia entre lo que cree (doctrina), lo que practica (moral) y lo que celebra (liturgia). Creer en Jesús implica confesarlo como Hijo de Dios, atenerse a los preceptos morales que la Iglesia propone y participar activamente en la liturgia. Naturalmente, uno puede ser débil, pero tiene claro lo que debe hacer. Es el modelo del cristiano practicante, un modelo premoderno, si este término todavía significa algo.
- Muchos creyentes, a partir del Concilio Vaticano II, empezaron a considerar que el Evangelio no es una doctrina sino un modo de vida. Consideraban que lo importante no era la ortodoxia sino la ortopraxis. No faltaron numerosos eclesiásticos, armados de buena voluntad, que defendían aquello de que “creer es comprometerse”. Nunca olvido la frase que un antiguo profesor mío de teología pronunciaba con su pizca de ironía: “Si la resurrección de Jesús no conduce a la insurrección es falsa”. Lo que quería decir es que la verdadera fe se traduce en compromiso de cambio social. Los años 70 y 80 del siglo pasado estuvieron muy marcados por este enfoque militante. Uno podía acostarse con su novia o no confesarse nunca… con tal de que perteneciera a un grupo “comprometido”. Eso era lo que realmente contaba. Las demás cosas eran pamplinas eclesiásticas. Se trataba de un modelo rabiosamente moderno, que pretendía traducir el cristianismo según los ideales de racionalidad y compromiso social propios de la modernidad.
- El cambio de milenio alumbró un nuevo modelo claramente posmoderno. Es el modelo del cristiano peregrino. Ya no se trata de practicar todo lo que la Iglesia manda (practicante) o de ser muy activo socialmente (militante) sino de caminar tomando lo que en cada momento uno considere bueno para su crecimiento espiritual. Si me apetece, puedo ir un domingo a misa, o hacer el Camino de Santiago, o participar en una Jornada Mundial de la Juventud. Puedo también tener una experiencia de voluntariado en un barrio suburbial o en un país del Tercer Mundo. O puedo apuntarme a un cursillo de meditación trascendental o de yoga. Todo es fluido. No hay por qué ser rígidos. Ni ortodoxia ni ortopraxis, sino espiritualidad líquida. ¡Déjate llevar por el flujo de la vida, toma en cada momento lo que consideres hermoso y útil, no te ates a doctrinas, normas o instituciones!
Este resumen
tiene algo de caricatura, pero explica bastante de por qué estamos donde
estamos. La mayor parte de los millennials
se reconoce sin dificultad, casi por ósmosis cultural, en el tercer modelo. Es
como una necesidad casi biológica de no vincularse a nada que pueda suponer un
recorte de la libertad individual. Es un
modelo esencialmente subjetivo. ¿Cómo establecer un diálogo cordial e
inteligente con las personas que han crecido en este ambiente y que no
experimentan ninguna necesidad de cambiar porque les parece que lo que viven es
lo más natural y espontáneo? ¿Cómo
ayudarles a descubrir que la verdadera libertad es fruto de la verdad, no de la
mera apetencia subjetiva o de los influjos ambientales? Jesús lo ha
expresado nítidamente: “La verdad os hará
libres”. ¿Cómo descubrir que la adhesión a la persona de Jesús (la fe
subjetiva) es indisociable de la adhesión a su Evangelio (fe objetiva), que
comporta una serie de propuestas y exigencias? ¿Cómo caer en la cuenta de que
no debemos disociar lo que enriquece la experiencia de fe; o sea, que uno puede
ser – debe ser – un cristiano peregrino
(es decir, siempre en búsqueda, abierto), militante
(es decir, comprometido con la transformación de este mundo según los valores
del Evangelio) y practicante (es
decir, coherente con las exigencias doctrinales, morales y litúrgicas que la fe
implica)? Estoy convencido de que, cuando se plantean las cosas con apertura y
honradez, cuando nos escuchamos y respetamos, todos nos acercamos a la verdad
porque estamos hechos para ella, porque, a medida que vivimos en la verdad,
somos más libres y felices.
Sueño con una
nueva generación cristiana que no sea hereje
sino integral; es decir, que no
absolutice una parte de la verdad
sino que sea sensible al todo de la
experiencia cristiana, que no oponga el participar en la eucaristía dominical
con el hecho de ser honrado en la vida social, trabajar por los pobres o vivir
una sexualidad madura. No renuncio a proseguir un diálogo que a unos y a otros
puede cuestionarnos, enriquecernos, hacernos madurar, si procede desde el
respeto mutuo y desde la pasión por la verdad. El Espíritu de Jesús no puede
inspirar una cosa y su contraria. Donde hay Espíritu hay siempre verdad y
libertad.
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