Tengo un amigo
llamado Miguel que es un optimista inmarcesible. Me corrijo. Es una persona
arraigada en la fe y en la esperanza. No le he visto nunca perder la sonrisa. Estar
a su lado es como recibir siempre una bocanada de aire fresco. Tiene una
capacidad extraordinaria para descubrir signos de vida donde otros solo ven señales
de muerte. Si contempla seis metros cuadrados de pared blanca uno está seguro de que no va a poner el
acento en la pequeña manchita que apenas se percibe en el ángulo superior
derecho. Aplíquese el ejemplo a la vida personal. No es ingenuo. Al contrario,
es inteligente y perspicaz. Las caza al vuelo. Tendría muchos motivos para cansarse,
tirar la toalla y desconfiar del ser humano porque, por su trabajo, está muy
acostumbrado a escuchar confidencias que vienen de las cloacas de la vida. Aunque
goza de buena salud y de un carácter ecuánime, no todo le va bien. Vive rodeado
de problemas, algunos muy graves. ¿Cómo consigue mantener izada la bandera de
la esperanza después de haber atravesado ya el ecuador de la vida, en un
momento en el que muchas personas enfilan la ruta de una vida a medio gas,
aburrida y sin alicientes?
Uno tiende a
pensar que las personas son más positivas cuanto más alejadas están del dolor,
cuanto mejor les va en la vida. En este terreno no se pueden establecer leyes
apodícticas, pero mi experiencia es la contraria. Las personas que, ante el
dolor de los demás, aceptan el suyo propio, ven la vida de otra manera.
Normalmente cuando huimos del sufrimiento ajeno es porque no sabemos cómo manejar
el nuestro, porque no hemos aprendido a enfrentarnos a nuestros vacíos ni
sabemos aceptar nuestras noches. He conocido a personas que evitan todo lo
posible visitar a enfermos en los hospitales e incluso participar en los
funerales de amigos y parientes. No es un problema de falta de cortesía sino de
temor puro y duro. La enfermedad y la muerte de los otros los colocan frente a
las cuerdas de sus propios límites. Como tienen miedo de caer enfermos o morir,
evitan a toda costa que las enfermedades y muertes de los demás se conviertan
en un recordatorio permanente y antipático. Huimos de lo que nos produce temor,
de lo que desajusta nuestra manera de entender la vida, de lo incierto e
inexplicable.
No es este el
caso de mi amigo. Él no busca el sufrimiento, pero tampoco lo rehúye. Acompaña
todo lo que puede a las personas que lo están pasando mal. El resultado no es
una contaminación anímica o un contagio de negatividad. Al contrario, tocar las
heridas de los otros le ayuda a valorar la vida, a disfrutar cada detalle, a
ver siempre la cara luminosa de las personas. En el fondo, quizá sin que lo
haya reflexionado, está siguiendo al pie de la letra lo que Jesús resucitado le
dice al incrédulo Tomás: “Acerca tu dedo
y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo
sino creyente” (Jn 20,27). La respuesta de Tomás es una descarada confesión
de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn
20,28). Tocar las heridas de Jesús es
precisamente lo que despierta la fe de Tomás. Las heridas son también el motivo
de la esperanza porque sirven de puente entre el crucificado y el resucitado. Son
como testigos mudos que le hacen ver a Tomás que Jesús no es un fantasma sino
el mismo que fue lanceado en la cruz. Las heridas son fuente de revelación.
Me pregunto si la razón fundamental por la que
no vivimos con alegría, por la que nos cuesta tanto ver lo mejor de la vida no
es precisamente nuestra tendencia a no tocar las heridas de Cristo que siguen
abiertas en las personas que sufren. Una vida entre algodones, placentera,
alejada de quienes cargan pesadas cruces, es lo que más nos roba la esperanza.
Por el contrario, tocar las heridas
despierta la fe y nos permite ver las cosas como las ve Dios. Si alguno de mis amigos
a los que les cuesta mucho creer me preguntara qué puede hacer para
descubrir a Dios, no pondría en sus manos ningún libro
de teología o de espiritualidad de los que yo he leído con fruición; por
ejemplo, Tú
eres mi amado de Henri Nouwen o Sabiduría
de un pobre de Eloi Lecrerc. No, no le entregaría de entrada un
libro ni le recomendaría una práctica devocional. Lo invitaría a dejarse despertar por el sufrimiento de
las personas, a tocarlas sin miedo. Le pediría que estuviera cerca de algunos sufrientes, que los escuchara con atención y respeto y que
aprendiera luego a explorar y aceptar sus propias heridas interiores. A
partir de ahí se podría iniciar un verdadero camino espiritual que no se pierde en
meras prácticas devocionales o en experiencias exóticas como algunas de las
que hoy se publicitan.
Para tocar las
heridas de los otros hemos tenido que aprender a conocer y aceptar nuestras
propias heridas. Algunas provienen de los lejanos años de la primera
infancia. Otras se van produciendo en las mil batallas de la vida a lo largo de los años. Siempre me ha llamado la atención cómo algunas personas guardan en su
bodega interior rencores hacia sus padres o hermanos por supuestos o reales
agravios que no consiguen superar; personas que se han sentido minusvaloradas,
excluidas, tratadas injustamente; personas que han disfrutado de bienestar
material pero que han carecido de afecto sincero… Aceptar y sanar nuestras
heridas solo se consigue con una vida interior rica, que nos permita conocerlas
y nos ayude a integrarlas. Solo integramos lo que aceptamos y amamos. Mi amigo
Miguel es un hombre con una extraordinaria vida interior. Todo el tiempo perdido en conocerse y aceptarse ha sido
tiempo ganado para dejarse querer por
Dios y para aprender a conocer y aceptar a todas las personas sin excepción, incluidas
las problemáticas y antipáticas. ¿Cómo se pueden tocar las heridas de los demás
sin repugnancia o temor cuando uno no ha experimentado que Dios ha vertido
sobre las propias el aceite de su ternura y compasión? Todo esto me da vueltas en un
hermoso día de abril, con la Pascua fresca y como de estreno.
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