Leo en el
evangelio de Lucas que “dos de los
discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús” (24,13). Un
poco más adelante, se dice que “uno de
ellos se llamaba Cleofás”. ¿Y el otro? Mi nombre no aparece en el relato lucano, pero
aquí, entre amigos, os puedo revelar el secreto: ese compañero anónimo soy yo. Comparto
con Cleofás una gran decepción, una
tristeza pegajosa. Después de algunos años de idas y vueltas, esto de la fe
comienza a cansarme. Hasta podría decir que me parece un timo. A uno le
prometen el oro y el moro por creer en Jesús y luego resulta que las cosas siguen
su curso normal como si él no existiera. Sí, estoy un poco quemado. Y no
digamos cuando echo un vistazo a la Iglesia. Un día sí y otro también saltan
casos de escándalos. No es que yo sea un mojigato, pero todo tiene un límite. Ya
sé que todos somos humanos y limitados, pero una cosa es predicar y otra dar
trigo. Y más que los escándalos me descorazona la mediocridad que observo en la
mayoría de los creyentes: gente gris y sin fuerza, gente anestesiada y
demasiado complaciente. No pienso apostatar como han hecho algunos radicales,
que hasta han pedido que su nombre sea borrado del registro parroquial de
bautismos. No, la mía es una apostasía silenciosa. Simplemente me retiro, me
vuelvo a casa. Me he cansado de ser un creyente de bulto.
Conversando con
Cleofás sobre estos asuntos, nos hemos preguntado por qué hemos llegado hasta
aquí, por qué hemos vivido esta decepción cuando de jóvenes nos habíamos hecho
tantas ilusiones. Incluso llegamos a participar en grupos de formación y de acción
social. No se puede decir que no sepamos de qué va este rollo. Tampoco ha
habido un acontecimiento negativo que nos haya marcado. Ha sido como una deserción
progresiva, un desenganche, una falta de sintonía. Cleofás es más crítico que
yo. Enseguida empieza a filosofar. Dice que la Iglesia tuvo su etapa, pero que
ya ha pasado. Ahora la humanidad sigue otros derroteros de mayor autonomía. Él siempre
quiere buscar tres pies al gato. Es muy leído. Yo me limito a certificar mi
insatisfacción sin más explicaciones. No me dice nada. Basta. ¿Qué otro argumento necesito para
justificar mi crisis o, si se quiere, mi deserción?
Lo que vino luego
no sé cómo contarlo porque suena casi a novela de ficción. Nosotros, que
habíamos abandonado las prácticas de la Iglesia por aburrimiento crónico, fuimos invitados a una eucaristía.
Aceptamos a regañadientes, pero solo porque la invitación vino de un buen amigo. Es como si, a través de él, una presencia misteriosa se hubiera pegado
a nosotros y nos acompañara por el camino. La verdad es que fuimos muy bien
acogidos: sin críticas y sin empalagos de esos que tanto suelen usar algunos grupos cristianos para comerte el tarro. Y empezamos a hablar, a contar un poco la frustración que estábamos
viviendo. Nadie nos sermoneó. Enseguida nos dimos cuenta de que otros
participantes compartían parecidos sentimientos. No somos los únicos que se han sentido timados. ¿Quién se va a creer hoy que
la existencia depende de la fe? Los muy inteligentes andan devanándose los sesos con
el origen de la vida y del universo. Se inclinan por el lado de la ciencia. Los
más activos dicen que eso les da igual. Concentran sus fuerzas en mejorar un
poco este mundo conocido. Y la mayoría… la mayoría bastante tiene con buscar un trabajo e
ir tirando, que no están las cosas para muchas florituras. Algunos se hicieron lenguas del papa Francisco, pero me dio la
impresión de que era una admiración sin mayor compromiso. Resulta simpático
este anciano lenguaraz. Por lo menos, transmite una imagen de la Iglesia menos
fría y distante, aunque, al cabo de cuatro años, comienzan también a buscarle las sombras. No todo son halagos.
A base de darle a
la lengua se nos hicieron las tantas. Leímos algunos fragmentos de la Escritura que me gustaron.
Todos fuimos diciendo lo que nos parecía. Ya entonces noté que algo empezaba a
bullir dentro. Es como si de repente me ardiera el corazón. El cura que
presidía fue desgranando los textos. Yo noté que hablaba de mí sin mencionarme.
Es como si lo que estábamos leyendo fuera una carta personal dirigida a nosotros. No
creo en los milagros, pero sí en las conmociones. Es evidente que yo empecé a
conmoverme. La Eucaristía siguió su curso. El cura tomó el pan, lo bendijo y
empezó a repartirlo. La verdad es que no sabía cómo comportarme. ¿Era lógico
comulgar o necesitaba primero confesarme? ¿Qué sentido tenía recibir un trozo de
pan si horas antes yo me había comportado como un perfecto ateo? Pero, por otra
parte, ¿no había sido una verdadera confesión lo que conté al comienzo? Algo
dentro de mí me decía sí, tómalo.
Me llevé el pan a la boca con profundo sentimiento de humildad y gratitud. Entonces no sé lo que pasó. Es como si de repente me hubieran quitado las escamas de los ojos. Empecé a llorar como un crío. Comprendí de golpe que no comprendía nada. Me sentí como un adolescente soberbio que se viene abajo cuando tiene que afrontar la primera dificultad en solitario. Nadie se rio de mí. Dejé que fluyeran las lágrimas. Me di cuenta de que Jesús nos sale al encuentro cuando y donde menos lo pensamos. Empecé a entender muchas cosas. Me abracé a Cleofás y a los que tenía al lado. Fueron unos minutos o quizás solo unos segundos. No sé. Es como si se hubiera encendido una lucecita en medio de la noche. No sabría expresar bien lo que sentí. Me di cuenta de que Él estaba en medio de nosotros, de que la fe no es absurda, de que todo tiene un sentido. ¿Sabéis lo que significa una alegría profunda y serena? ¡Pues eso!
Me llevé el pan a la boca con profundo sentimiento de humildad y gratitud. Entonces no sé lo que pasó. Es como si de repente me hubieran quitado las escamas de los ojos. Empecé a llorar como un crío. Comprendí de golpe que no comprendía nada. Me sentí como un adolescente soberbio que se viene abajo cuando tiene que afrontar la primera dificultad en solitario. Nadie se rio de mí. Dejé que fluyeran las lágrimas. Me di cuenta de que Jesús nos sale al encuentro cuando y donde menos lo pensamos. Empecé a entender muchas cosas. Me abracé a Cleofás y a los que tenía al lado. Fueron unos minutos o quizás solo unos segundos. No sé. Es como si se hubiera encendido una lucecita en medio de la noche. No sabría expresar bien lo que sentí. Me di cuenta de que Él estaba en medio de nosotros, de que la fe no es absurda, de que todo tiene un sentido. ¿Sabéis lo que significa una alegría profunda y serena? ¡Pues eso!
Quise abrazarlo y retenerlo,
pero no supe cómo. La impresión se esfumó pronto. Todo seguía como antes, pero
por dentro sentía una paz que nunca había experimentado. No hace falta decir que
pronto regresé a la comunidad de la que algo altaneramente me había separado. Antes de contar mi experiencia de reconvertido valoré mucho el testimonio callado de quienes siguen al pie del cañón, viviendo una fe sencilla, sin alardear de crisis ni de entusiasmos, fieles en las distancias cortas y perseverantes en las largas. Ahora estoy lidiando con muchos asuntos
demasiado humanos, pero yo soy otro por dentro. Creo que Alguien me acompaña en
este nuevo camino. ¡Y pensar que todo comenzó con una Eucaristía en medio de mi
frustración!
A Cleofás lo veo
de vez en cuando. Nos cuesta hablar de lo que experimentamos juntos, pero yo sé
que los dos estamos marcados. De él se habla más porque ha escrito cosas y hasta aparece en televisión de vez en cuando. De mí nadie se acuerda. Eso me
protege de las indiscreciones. Me siento un afortunado.
Muchas gracias.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.
Muy bien expresados los sentimientos que tenemos dentro, tanto de duda como de alegría serena.