Hay una frase en
el evangelio de hoy que se ha convertido en un eslogan. La conocen incluso
aquellos que nunca leen la Biblia. El evangelista Juan la pone en labios de
Jesús: “La verdad os hará libres” (Jn
8,32). La frase se presta a todo tipo de elucubraciones filosóficas porque los
conceptos de verdad y libertad resultan atractivos. Yo prefiero atarme a
experiencias de la vida cotidiana. Se suele decir que todos mentimos en mayor o
menor grado. A veces, nuestras falsedades son distorsiones voluntarias de la
realidad por defensa propia o para obtener beneficios. Otras, las más de las
veces, se trata de mentiras piadosas
para no provocar sufrimiento a los demás o no complicar las cosas más allá de
lo razonable. Sin embargo, no creo que Jesús hable de la verdad en un sentido
moral. No se refiere tanto a la adecuación entre nuestras palabras y la
realidad sino a algo más profundo: el hecho de ser auténticos (sin doblez) y
fieles (cumplidores de una promesa). Consiste, pues, en quitarnos la máscara,
reconocer lo que somos (incluyendo nuestras limitaciones), ser humildes y no
considerarnos por encima de los demás. Esta forma de entender la vida nos libra
de las apariencias, los engaños, las presiones sociales, las modas, el miedo al
ridículo; en definitiva, nos hace libres.
En la vida
cotidiana las cosas no son siempre así. La mayoría de las personas aspiran a
tener un yo fuerte, a cumplir sus objetivos en la vida, porque les parece que
esta es la condición para ser felices. Basta leer algunas entrevistas a
personajes famosos (científicos, deportistas, actores, etc.) para descubrir un
denominador común: todos subrayan que hay que esforzarse por buscar el éxito en la vida, que quienes
persisten lo consiguen, que todos tenemos que realizar nuestro sueño, etc. Es el
ideal del self-made man or woman (del
hombre o la mujer hechos a sí mismos).
Nos pasamos la primera mitad de la vida equipándonos para ese sueño: estudios, idiomas,
viajes, relaciones, trabajos, responsabilidades… Albergamos la idea –bastante ingenua– de que
cuanto más preparados estemos más dinero vamos a ganar y, en consecuencia, más
libres vamos a ser, menos vamos a depender de los demás. El dinero nos
garantiza la imprescindible independencia a la que aspiramos.
Este sueño suele
entrar en crisis hacia la mitad de la vida (40-50 años). Uno va cayendo en la
cuenta de que la libertad no es sinónimo de independencia: es un fruto de la
verdad. Muchos han tenido que sacrificar la verdad para triunfar. Tarde o
temprano pagan el precio de esa transacción bastarda. La libertad no se compra
con fingimientos, mentiras y apariencias. La libertad nunca puede ser el fruto
de un soborno de la verdad. Solo es libre quien es auténtico. Esta crisis les
lleva a algunos a esconder la cabeza bajo tierra para no tener que desmontar
todo su andamiaje falso. Se esfuerzan por seguir como si no hubiera pasado nada, prolongan su mentira existencial. Enfilan de por vida la senda del
disimulo. A otros los sume en una profunda depresión que puede arruinar su proyecto
vital (matrimonio, vida religiosa, etc.) y llevarlos a tomar opciones
rompedoras: divorcio, etc. Solo unos pocos aprovechan la crisis para edificar
la segunda parte de la vida sobre cimientos sólidos: aprenden a ser auténticos
para ser de verdad libres.
Quienes afrontan
esta reconstrucción se ven retados por una nueva llamada. La libertad se nos da
no tanto para construir un nuevo yo fuerte, cerrado en sí mismo, al abrigo de
cualquier intemperie, sino para donar la vida. Es libre quien sirve. En la primera mitad de la vida queremos ser
libres para no depender de nadie, para sentirnos protagonistas de la existencia. En la segunda descubrimos que la libertad solo
madura cuando nos permite entregarnos con generosidad. Como canta el himno litúrgico:
Solo desde el amor
la libertad germina,
solo desde la fe
van creciéndole alas.
A poco maduros que
seamos, nos damos cuenta de que el dinero y el prestigio acumulados sirven para
poco, no cruzan la frontera de la muerte. El
amor, sin embargo, nos construye por dentro. Cuanto más se da, más crece. He
encontrado a personas de 50, 60, 70, 80 años que son felices por haber descubierto esto. Emplean su tiempo en hacer felices a los demás. A estas alturas de la vida les interesa poco su propio bienestar porque éste es fruto
del bienestar que procuran a los otros. Son
libres para servir. Esto es precisamente lo que quiso revelarnos el joven
Jesús (murió con poco más de 30 años), pero con frecuencia necesitamos toda una
vida para caer en la cuenta. Tendrá que ser así. Nadie puede sustituirnos en el
camino. Aunque dispongamos de un mapa preciso, solo aprendemos lo que experimentamos. ¡Ojalá que no se demore
demasiado la experiencia de la verdad, la libertad y el amor! Es la triada que
da sentido a la vida y nos hace felices.
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