Hoy, 23 de abril,
es el Día
Mundial del Libro. Algo tienen que ver en ello algunos de los grandes escritores: Miguel
de Cervantes, William Shakespeare y Garcilaso de la Vega. En muchos lugares es también la fiesta de san Jorge. Y,
en perfecta síntesis, la del libro y la rosa. Es también el Día de
Castilla y León, la región española en la que nací. En fin, que se
acumulan las celebraciones. Yo me quedo, sobre todo, con la del Segundo
Domingo de Pascua que, para añadir un motivo más a los muchos que este
año concurren, es también el Domingo in albis y el Domingo
de la Misericordia. Creo que lo más importante es acercarnos a las
lecturas que la liturgia nos propone y tratar de comprender su trasfondo. Lo
hacemos, como de costumbre, de la mano de Fernando
Armellini. Aunque este Segundo Domingo de Pascua coincide este año con
el Día del Libro, es bueno recordar que los cristianos no somos –como a los
musulmanes les gusta denominar a los monoteístas– una “religión del libro”. Somos, en
todo caso, el pueblo de la Palabra.
Y esta Palabra no es un libro sino una persona: Jesucristo, el Resucitado. Tomás,
uno de los apóstoles, no lo tenía muy claro, así que, sin pretenderlo, su experiencia
moderna (en el sentido de un poco escéptica)
nos sirve de plantilla para entender mejor la nuestra.
En realidad,
según los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), todos los apóstoles –y
no solo Tomás– dudaron de la resurrección de Jesús. A pesar de los anuncios
previos, no era fácil para ellos aceptar a pie juntillas que el Crucificado estaba
vivo. Pero, por alguna razón que ignoramos, el evangelio de Juan personifica la
duda en Tomás, de modo que el llamado Mellizo
se ha convertido en el icono de los que dudan o tienen dificultades para creer.
Cuando se escribe el evangelio de Juan, a finales del siglo I o comienzos del
II, han muerto ya todos los apóstoles y muchos de sus primeros seguidores. Estamos
en la tercera generación cristiana. ¿Cómo explicar a estos hombres y mujeres,
que no han conocido ni a Jesús ni a los testigos de primera hora, que pueden
encontrarse con el Maestro porque él está vivo en medio de ellos? La pregunta
es pertinente no solo para los destinatarios inmediatos del cuarto evangelio
sino para todos nosotros, que –por la acción del Espíritu–somos contemporáneos de Jesús, aunque no
hayamos vivido en la Palestina del primer tercio del siglo I. Si la pregunta es
clara, la respuesta no lo es menos: sabemos
que Jesús está vivo por la fe en su Palabra. De hecho, el texto del
evangelio no dice que Tomás metiera
su mano en el costado de Jesús, aunque él le invitó a hacerlo. Tomás no
cree porque haya tocado el cuerpo con sus dedos sino porque se fía de la
palabra del Maestro. Lo que queda claro es que, al escuchar la palabra de Jesús, prorrumpe en una confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”. No se trata
solo de un mero reconocimiento forense sino de una adhesión confiada.
Jesús se encarga
de alabar la fe de quienes en el futuro creeremos en él fiados de su Palabra,
hasta el punto de que “inventa” una novena
bienaventuranza, que se añade a los ocho del Evangelio de Mateo: “Bienaventurados los que crean sin haber
visto” (Jn 20,29). No es una invitación a la irracionalidad sino a la
confianza. Nosotros creemos que somos más racionales, más serios, si nos fiamos
solo de lo que podemos comprobar con nuestros métodos científicos, siempre
perfectibles. En algunos casos, admitimos también un ver emotivo, que no se puede medir empíricamente. Pero nos cuesta mucho
el abandono de la fe. Nos parece
absurdo cuando, en realidad, creer es la decisión más humana que un hombre o
una mujer pueden tomar. Todos, en el fondo, vivimos de la fe. No hay ser humano
que no crea. La fe forma parte de la dinámica de la vida. El desafío, pues, no
es tanto creer-no creer (sin fe no se puede vivir) sino saber en qué o en quién creemos. Hay personas que creen en la
naturaleza, en los
beneficios de la atención plena, en la
bondad, en la
inteligencia vital, etc. Jesús Resucitado nos invita a creer en él
mediante la acogida de su Palabra.
La escucha de la Palabra es precisamente
uno de los cuatro pilares sobre los que –según el relato de los Hechos de los Apóstoles
que se lee en la primera lectura de hoy– se asienta toda comunidad cristiana.
Los otros son la comunicación de bienes,
la fracción del pan (es decir, la Eucaristía)
y la oración en común. Es bien
sabido que este sumario no es tanto una descripción de la comunidad de
Jerusalén cuanto una idealización de toda comunidad cristiana auténtica. Me pregunto por
qué nos cuesta tanto poner en práctica estos cuatro dinamismos. La credibilidad
de la Iglesia depende en buena medida de ellos. Una comunidad que se base en la
escucha de la Palabra, la comunión fraterna, la Eucaristía y la oración es evangelizadora en sí misma, no por proselitismo sino por atracción. Experimenta lo mismo que vivieron los primeros,
que “eran bien vistos de todo el pueblo;
y día tras día el Señor iba agregando a los que se iban salvando” (Hch
2,47).
Muchísimas gracias Gonzalo por la riqueza que nos ofreces, no tan sólo con la reflexión que haces sino que también por todos los enlaces que nos llevan a más reflexión.
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