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martes, 25 de abril de 2017

Han pasado 25 años

Llegué a Sevilla ayer a primera hora. En compañía de un viejo amigo, pasé buena parte de la mañana visitando el Parque del Alamillo y el recinto de la isla de la Cartuja donde se celebró la famosa Expo de Sevilla hace 25 años. Entonces la visitaron más de 40 millones de personas, entre las que me cuento. Tuve la suerte de recorrerla un par de veces en aquel emblemático 1992 en compañía de varios amigos bajo el implacable sol sevillano. En contra de lo que había leído en algún periódico, casi todas las instalaciones de la Expo han sido reconvertidas en oficinas, centros tecnológicos, universitarios y clínicos, hoteles, teatros, etc. Paseando por sus calles, llenas de árboles reventones de primavera, no tuve la impresión de hallarme ante un espacio decadente. Al contrario, observé movimiento, vida, edificios audaces, armonía de volúmenes y colores. Es verdad que hay alguna zona que todavía tiene que reciclarse, pero representa la mínima parte del amplio recinto. Es probable que algo quede tal cual como testigo silente de lo que fue.

Puede resultar un poco forzado, pero me pareció un símbolo de la vida humana. En algunas etapas –quizás en la juventud– vivimos momentos de esplendor físico, intelectual y emocional. Nos parece que vamos a comernos el mundo. Todo es futuro. Las cosas nos van bien. Somos admirados. ¡Hasta ganamos dinero! Pero la vida no se detiene, sigue su curso inexorable. El esplendor pasa, el reconocimiento disminuye. Comienzan a aparecer los primeros achaques. Muchas personas viven con angustia la crisis de la mitad de la vida. Algunas mujeres se vienen abajo con la menopausia y el síndrome del nido vacío. Muchos varones se acomplejan, pierden la alegría de vivir y entran en una especie de pereza crónica. Lo más fácil es dejarse llevar, abandonarse a un deterioro que, casi sin darnos cuenta, nos sume en la depresión. Es como si alguien hubiera metido en nuestra mente este mensaje deletéreo: “Tu tiempo ha pasado. Es mejor que no intentes cambiar. Acepta las cosas como son. El final está cerca”. Este sonsonete actúa como una termita que devora cualquier sueño o proyecto. Ante las dificultades del presente y los temores del futuro, uno puede caer en la tentación de refugiarse en las añoranzas de un pasado glorioso, inventándose una juventud postiza y ridícula. Pero ese camino es de corto recorrido. Alimenta la nostalgia, desentierra vanas ilusiones y no crea futuro alguno.

Si algo aprendí ayer recorriendo los pabellones de la antigua Expo sevillana es que la vida es cambio, desarrollo, innovación. De poco hubiera servido haber conservado las instalaciones tal como se construyeron en 1992. El recinto, en el mejor de los casos, se hubiera convertido en un enorme museo difícil de mantener. El desafío consistió en aprovechar lo construido, reciclarlo y usarlo para nuevos fines de acuerdo a las necesidades actuales. Se han conservado muchos de los edificios originales construidos hace 25 años, pero se los ha adecuado para actividades de investigación, administrativas y culturales. Hay una continuidad en la discontinuidad. Este es el reto al que nos enfrentamos en la vida personal y social: aprovechar las experiencias vividas para construir nuevos itinerarios. Cada etapa de la vida tiene sus propias luces y sombras. No existe un período complemente luminoso u oscuro. Siempre es posible realizar nuevas combinaciones, utilizar de distintos modos las experiencias acumuladas. Lo único que no tiene sentido es querer repetir. Donde hay vida nunca hay mera repetición. La vida es creatividad constante.

Del recinto de la Expo también aprendí que es muy difícil reciclar el 100% de lo que construimos en una determinada etapa. Igual que en la isla de la Cartuja queda algún edificio abandonado y alguna zona baldía, también en nuestras vidas hay rincones que parecen sobrantes, que no sabemos cómo aprovechar. No hay que obsesionarse con ellos. Si algo se aprende con el paso de los años es el arte de integrar la parte en el todo, lo negativo en lo positivo, las sombras en la luz. En un conjunto armonioso no pasa nada porque una pequeña parte desentone un poco. Es más, esa capacidad de aceptar con serenidad y humor “lo que desentona”, es precisamente lo que nos conduce a la madurez. El perfeccionismo es una enfermedad de jóvenes y de inmaduros, que creen posible la perfección sobre esta tierra y no están preparados para convivir serenamente con la humana imperfección. No sé si es verdad, pero recuerdo que, visitando hace años la gran mezquita de Roma, el guía musulmán nos dijo que en el arte islámico siempre se deja alguna pequeña imperfección para mostrar que solo Alá es perfecto, para que los hombres aprendan a aceptar sus límites sin desesperarse. Se non è vero, è ben trovato.

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