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lunes, 26 de diciembre de 2016

Solo lo inútil es necesario

En el Reino Unido y otros países de influencia británica hoy se celebra el Boxing Day. En Cataluña conmemoran de manera especial el día de san Esteban. Las familias se reúnen en torno a la mesa. Para los cristianos, el 26 de diciembre está ligado a la fiesta del protomártir san Esteban, el diácono que fue lapidado por creer en Jesucristo. ¿Cómo es posible que ayer celebráramos con gozo el nacimiento de Jesús y hoy, sin ningún intervalo, celebremos la muerte de uno de sus seguidores? ¿Por qué la liturgia enlaza la vida y la muerte de esta manera tan extraña dentro del tiempo de Navidad? Más allá de las explicaciones teológicas y litúrgicas, no he encontrado reflexión más honda que la que Thomas S. Eliot pone en labios del arzobispo de Canterbury santo Tomás Beckett (1118-1170) en su famosa obra Asesinato en la catedral. Se trata del Sermón del día de Navidad. Hace bastantes años hice una traducción castellana de este famoso texto, pero no logro encontrarla entre mis archivos. A aquellos que entendéis el inglés, os recomiendo leer el texto original en el enlace que os he puesto. La manera de relacionar alegría y llanto me parece profunda y hermosa. Thomas S. Eliott ha sabido captar el sentido auténtico del martirio cristiano. Necesitamos esta luz para interpretar lo que está sucediendo con miles de cristianos hoy. El papa Francisco, en el Ángelus de este lunes 26 de diciembre, ha recordado que hoy se están produciendo más mártires que en los primeros siglos del cristianismo. Muchos no toleran al Cristo que rompe sus intereses egoístas y propone un mundo nuevo.

De todos modos, hoy quisiera escribir algo sobre una bellísima experiencia que tuve ayer por la tarde. Después de compartir la Eucaristía y la comida de Navidad con mi familia, una de mis hermanas, junto con otros regalos, me entregó un sobre violeta que me sorprendió. No tenía ni idea de su contenido. Cuando lo abrí, vi que escondía una entrada para el espectáculo navideño del Teatro Circo Price de Madrid. No recuerdo cuándo fue la última vez que fui a un circo, pero creo que se remonta a mi infancia. Hacía muchísimos años que no veía en directo un espectáculo de este tipo. El coliseo del Price es inmenso y magnífico. Desde el comienzo quedé subyugado por la fuerza del espacio y por la atmósfera creada por los juegos de luces y la música envolvente. Junto con otra de mis hermanas, rodeados por familias con muchos niños pequeños, disfrutamos de dos horas de belleza y magia. Yo miraba alternativamente a lo que sucedía en la pista central y a las caras de los niños que tenía alrededor. Algunos papás parecían disfrutar tanto o más que sus pequeños. Se estremecían con las proezas de los malabaristas, equilibristas y contorsionistas, batían palmas para acompañar el ritmo de la orquesta que actuaba magistralmente en vivo, reían con los números de los payasos y guardaban silencio cuando en algún momento –como se decía en los circos antiguos– “peligraba la vida del artista”. Esos papás, aburridos de su trabajo en la oficina, quizá demasiado lejanos de sus hijos pequeños, por unos momentos regresaban a su propia infancia y liberaban el niño que todos llevamos dentro. Soñaban e imaginaban cosas inútiles y perfectamente prescindibles. Porque ¿qué necesidad hay de que alguien se juegue la vida haciendo malabarismos a diez metros del suelo?

El circo es un monumento al lado inútil de la vida. Alguien con mentalidad productivista puede argüir que lo que necesitamos es comida, techo, salud y educación. ¿Para qué sirve un payaso? ¿Qué necesidad tenemos de la música? ¿Es preciso soñar que un hada desciende por una cuerda y con su varita mágica crea un mundo de ensueño? ¿No es una manera un poco estúpida de huir de la dura cotidianidad? ¡Menos circos y más talleres, más tiendas, más bancos! En una cultura tan materialista como la nuestra, necesitamos boquetes de trascendencia, claraboyas por las que se cuele otra luz, experiencias que nos ayuden a ir un poco más allá de la fatiga diaria. Es verdad que para muchos puede tratarse de una huida, de un refugio, casi de un “opio” como decía el barbudo Marx con respecto a la religión. Comprendo sus razones, pero lo único que me producen es una infinita tristeza. Quienes no saben contemplar el lado inútil de la vida, quienes han perdido la capacidad de disfrutar de la belleza, están anticipando la muerte. Están condenados al aburrimiento de la eficacia, que es probablemente el más homicida de todos.

¿Cómo se puede curar la enfermedad del utilitarismo? ¡De la mano de los niños, que son los maestros que nos introducen en el mundo de la verdadera realidad! Solo los niños tienen la capacidad virgen de trascender lo material para introducirse en el mundo invisible. Y también algunos ancianos que, tras una vida de experiencias y frustraciones, vuelven a ser como niños. ¿Es tan difícil entender por qué en Navidad celebramos que Dios se ha hecho niño? ¿Cuesta mucho acoger las palabras de Jesús que, en plena madurez, dijo: “Si no os hacéis como niños no podéis entrar en el reino de los cielos”? El circo es una de esas experiencias que nos ayudan a no ser demasiado adultos, a recuperar lo más noble de nosotros mismos, a soñar con el mundo más real, a poner de moda la belleza y la esperanza. Salí a la Ronda de Atocha con el corazón oxigenado. Los arbolitos fluorescentes de la plaza me parecieron más hermosos que otros años. 



2 comentarios:

  1. Me ha encantado tu reivindicación de lo aparentemente inútil, Gonzalo. Tal vez ya lo conozcas, pero te recomiendo leer el manifiesto de Nuccio Ordine "La utilidad de lo inútil". Un abrazo y Feliz Navidad,
    Iván.

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    1. Gracias, Iván, por tu sugerencia. No he leído el libro que me recomiendas, pero lo voy a intentar.

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