De niño, recuerdo
haber visto la película Los
últimos de Filipinas, interpretada entre otros por los inolvidables
Fernando Rey y Toni Leblanc. Describe de forma dramatizada el sitio de Baler, que puso fin a casi cuatrocientos años
de presencia española en el archipiélago. Acabo de enterarme que dentro de unos
días se estrenará otra película con un título semejante: 1898:
Los últimos de Filipinas. Si tengo oportunidad, procuraré verla. Siempre
he sentido atracción por la huella hispánica en este país católico que debe su
nombre al rey Felipe II y que durante muchos años, hasta la independencia de
México, fue gobernado desde la Nueva España. El puerto mexicano de Acapulco era
la puerta de entrada y de salida de la comunicación con Filipinas. Eso explica
las muchas similitudes culturales entre los dos países. Alguna vez me han
preguntado qué
queda de España en Filipinas, si hay gente que todavía habla español y
si las generaciones actuales conocen su pasado, más allá del célebre Mi último adiós
de José Rizal, que
muchos filipinos saben de memoria. Es evidente que, aunque los norteamericanos
hicieron lo posible por borrar la huella española durante los casi 50 años que
estuvieron en Filipinas, hay muchas cosas que perviven. Quizá la más profunda,
la que distingue a Filipinas de cualquier otro país asiático, es la fuerza del
catolicismo. Pero yo no quiero entrar en valoraciones históricas que exceden mi
competencia y que siempre llevan aparejada una gran carga emocional. Quisiera limitarme
a mi propia experiencia.
Aparte de la
película que mencioné antes y de los estudios de historia universal, mi primer contacto
cercano con este maravilloso país me vino a través de Bobby Juaton, un claretiano
filipino con el que compartí dos años de estudios teológicos en Madrid a
finales de los años 70. Cuando nos faltaban menos de dos semanas para nuestra ordenación
diaconal falleció en un terrible accidente de tráfico en junio de 1981. Fue un
duro golpe. Dos años después, escribí mi primer opúsculo titulado Bobby
Juaton: Aprendiz de misionero. En realidad, más que una biografía,
era el testimonio de mi amistad con él. Algunos años después acompañé a sus padres
en su visita a España. En 1991 tuve la oportunidad de visitar Ayala, su pueblo
natal, junto a Zamboanga City, la
ciudad hermosa. Comprendí un poco mejor quién era conociendo el contexto
en el que se había criado.
Desde entonces he
vuelto a Filipinas en varias ocasiones. Siempre he encontrado una gran cordialidad
en las personas. Quizá hay cosas que sorprenden a un visitante occidental, pero
eso forma parte de los contrastes culturales. En Filipinas encuentro una
hermosa síntesis de Oriente y Occidente. Es verdad que muchos filipinos miran
más a América que al resto de Asia. Es verdad que el estilo de vida de Estados
Unidos marca la pauta, pero eso no elimina la profunda alma oriental de estas
gentes. Y todo ello está iluminado por la novedad de la fe cristiana que supone
una verdadera luz. En los años 40 y 50 del siglo pasado Filipinas llegó a ser
una potencia económica. Luego, debido sobre todo a la corrupción y al dominio
de unas cuantas familias y corporaciones, no ha conseguido traducir la riqueza
del país en bienestar para todos. La superación de la pobreza es el verdadero
reto de un país que tiene los recursos naturales y humanos suficientes para
ganar esta batalla.
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