Es conocida la
reacción del apóstol Bartolomé cuando su compañero Felipe le dijo que había encontrado a
Jesús el Nazareno, el hijo de José: “¿Puede
salir algo bueno de Nazaret?” (Jn 1,46). En aquella época Nazaret era un villorrio galileo de entre 120-150 habitantes del que nadie hablaba. Su nombre no aparece en el Antiguo Testamento. Hoy es una ciudad de unos
80.000 habitantes. Pero mucho más importante que el crecimiento poblacional es el
significado que ha adquirido en la historia. A Jesús no lo conocemos como Jesús el Betlemita o Jesús el Jerosolimitano. Lo conocemos como Jesús Nazareno o Jesús de
Nazaret. La aldea en la que creció se ha convertido en el sobrenombre del Maestro.
Pues bien, ayer, después
de visitar Caná de Galilea (en donde oré por todos mis familiares y amigos casados)
y Haifa (la tercera ciudad de Israel), pasé toda la tarde recorriendo algunos
lugares significativos de Nazaret: la basílica
de la Anunciación, la iglesia de san
José y la iglesia
ortodoxa griega de la Anunciación. Os ahorro los detalles de cada lugar
porque, si os interesan, podéis encontrarlos en los correspondientes enlaces. Lo
que hoy quiero compartir es el runrún que me acompañó durante toda la tarde. Recordaba
la famosa reacción del apóstol Bartolomé al anuncio de su compañero Felipe.
Dentro de mí tenía una respuesta: “Sí, de Nazaret ha salido lo mejor que la
humanidad ha producido”. Jesús de Nazaret ha sido tan profundamente humano que
solo Dios puede llegar a serlo de esta manera.
Después de celebrar la
Eucaristía en la hermosa Basílica de la Anunciación (concretamente en la
capilla de santa Ana y san Joaquín) sentí un impulso irrefrenable a
arrodillarme ante la cueva en la que la tradición sitúa la casa de María y la
experiencia de la anunciación de su maternidad. Sentí como pocas veces la
desproporción absoluta entre aquel lugar minúsculo e insignificante y el
misterio que se desencadenó en el vientre de una muchacha palestina, entre su
microhistoria y la macrohistoria de la humanidad y de la creación entera. Recordé
las palabras escritas con letras enormes en la fachada del templo, el más
grande de Oriente Medio: “Verbum caro
factum est et habitavit in nobis” (El Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros). ¿Cómo es posible que todo el proceso evolutivo del universo, que
toda la historia humana, pase a través de algo tan escandalosamente concreto y
pequeño como el embarazo de una adolescente? ¿No se trata de algo absurdo,
mítico, ridículo? Se me saltaron las lágrimas. Es como si se hubiera producido
un cortocircuito en mi cerebro. Me tapé la cara con las manos para no dar la
nota. Pero por dentro sentía que soy yo el que vivo en otro mundo, el que no
entiende nada del Misterio de Dios, el que quiere tamizar todo con el cedazo
grosero de su cerebro diminuto. No me sentí humillado ni derrotado sino
consolado con una alegría serena.
Si Dios ha
elegido esas mediaciones tan humanas y minúsculas, entonces hasta la más pequeña
realidad puede adquirir un significado infinito cuando refleja el amor de Dios.
Se trata de un ejercicio de fe y confianza en medio de las dudas. En otras
palabras, se trata de ser como la muchacha Myriam/María. El gran sí de la joven María es el sí sobre el que se aupan todos nuestros pequeños síes de cada día. Salí a la calle como
perdido. Contemplaba los enormes mosaicos de las Vírgenes de medio mundo colgados en las paredes laterales, incapaz de apreciar su belleza. Veía que mis compañeros disparaban sus cámaras
a diestro y siniestro y todo me parecía superfluo, como una evasión del
misterio simbolizado en esa cueva mariana. Todavía no me he repuesto del susto.
¡Y eso que creía que a estas alturas de la película no cabían ya muchas sorpresas!
La explicación
del evangelio de este XXXII
Domingo del Tiempo Ordinario se la cedo entera al amigo Fernando
Armellini:
Muchas gracias Gonzalo por tu experiencia compartida... Un abrazo
ResponderEliminar