La noticia
recorre los periódicos de medio mundo. Los candidatos a la presidencia de los
Estados Unidos han participado juntos en una cena benéfica organizada por la archidiócesis de Nueva York. ¿Juntos? Bueno, en realidad el cardenal Timothy Dolan
se sentó en medio de ellos. Basta ver las fotos que ilustran el post de hoy.
Parece que es una tradición que cada vez que se celebran las elecciones
presidenciales en Estados Unidos (es decir, cada cuatro años), los candidatos
asistan a esta cena benéfica y hagan gala de su buen humor. Este año no fue una
excepción. Se lanzaron dardos envenenados, pero con ironía. Algunos fueron muy ingeniosos. Se ve que sus respectivos equipos prepararon bien la jugada. Aunque en el
último debate no se saludaron, en las fotos con el cardenal Dolan todos –incluido el propio cardenal– aparecen
muy sonrientes. Parece que están anunciando un dentífrico de última generación.
No sé qué pensar
ante fotos como éstas. Por una parte, casi me repugnan. Me parece una
ostentación de frivolidad y de filantropía “a la vieja usanza”. Pero, por otra,
teniendo en cuenta la idiosincrasia de los amigos estadounidenses (procuro no decir americanos cuando me refiero a los ciudadanos
de Estados Unidos), es un oasis de buen humor y cordialidad en medio de una
batalla agria y llena de despropósitos por ambas partes. Muchas encuestas y medios de comunicación
dan una clara ventaja a Hillary Clinton
sobre Donald Trump. Pero ya
se sabe que la realidad está para romper los pronósticos. Los casos del Brexit británico y del reciente referéndum
colombiano son clamorosos. Todo puede suceder. Trump, con bastante sorna y
arrogancia, ha dicho que él sólo aceptará los resultados… si vence. La América profunda puede ver en el empresario al líder que
les devuelva al viejo esplendor, al sueño americano.
La verdad es que no sé por qué hoy escribo sobre esto. Ni soy votante en Estados Unidos ni me siento atraído lo más mínimo por ninguno de los dos candidatos. Pero me sorprende el interés que estas elecciones suscitan en todo el mundo, lo cual demuestra –entre otras cosas– quién domina el mercado de las comunicaciones y hasta qué punto los resultados nos afectan a todos.
La verdad es que no sé por qué hoy escribo sobre esto. Ni soy votante en Estados Unidos ni me siento atraído lo más mínimo por ninguno de los dos candidatos. Pero me sorprende el interés que estas elecciones suscitan en todo el mundo, lo cual demuestra –entre otras cosas– quién domina el mercado de las comunicaciones y hasta qué punto los resultados nos afectan a todos.
Más allá de quién sea el ganador, todo este asunto me hace reflexionar sobre el significado de la
democracia en nuestras sociedades modernas. Ya sé que la democracia americana se presenta
como modélica en muchas partes, pero ¿es realmente así en la actualidad? ¿No se trata, más bien,
de una plutocracia? Las grandes corporaciones y los grupos de poder acaban
condicionando el voto de los llamados ciudadanos libres. Pero no carguemos las tintas sobre el país más poderoso del planeta. Esto mismo pasa en otras muchas naciones. Las reglas de juego
parecen limpias, pero hay jugadores con cartas bajo la manga que acaban dominando el
juego. No somos capaces de encontrar fórmulas imaginativas de participación y corresponsabilidad
que aseguren un gobierno justo y eficaz. Al final, hay que recurrir a un
espectáculo democrático (una verdadera performance) que nos parece un poco mejor que las viejas fórmulas autoritarias y que tiene sus propios rituales.
Lo único que se discute es quién será la estrella principal y quiénes actuarán
de teloneros. Mientras llega el momento, resulta muy fotogénico compartir una
cena benéfica con un cardenal. ¡Y hasta puede servir para arañar algún voto entre el electorado
católico!
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