Aprovechando los escasos ratos libres del encuentro, respondo los correos que van llegando y navego
un poco por internet. Acabo de encontrar una noticia curiosa en el Corriere della Sera digital. Trata sobre
Las diez profesiones que nos hacen más felices. Por lo leído, la fuente de la noticia es un
estudio realizado por el gobierno de Gran Bretaña. Una de las conclusiones es
que no hay una correlación estrecha entre felicidad y salario alto. Comenzando
por el final, en la lista de más felices figuran los artesanos del metal y los
electricistas con tareas de supervisión (10), los propietarios y gerentes de
hoteles (9), los agricultores (8), los médicos (7), los responsables de la
asistencia sanitaria (6), los controladores de calidad (5), los secretarios
(4), los gerentes en el sector de la agricultura y horticultura (3), los
dirigentes y altos funcionarios (2). Y, en el primer puesto, para mi sorpresa,
las religiosas y los religiosos (1).
Ya se sabe que internet está lleno de
encuestas, estudios, tablas estadísticas, etc. No hay que conceder demasiada importancia
a este subgénero que podríamos englobar en la sección ¿Sabía usted que…? Pero confieso que me agrada que un estudio avale la percepción que tengo en
mi experiencia diaria: que los hombres y mujeres que han consagrado su vida a
Dios en la vida religiosa son –salvo excepciones, que las hay– personas felices
y alegres. En realidad, esto no tendría que sorprender demasiado si uno cree
que Dios es el máximo tesoro, “mi heredad
y mi lote”, como canta el salmo 16. Pero –seamos realistas– no resulta
políticamente correcto. Lo que hoy se publicita por todas partes es que lo que
uno necesita para ser feliz es tener mucho dinero, practicar sexo lo más
posible y disfrutar de total autonomía para hacer lo que le venga en gana. Me
parece que los votos de pobreza, castidad y obediencia no van precisamente en
esa dirección, así que los religiosos somos herejes
culturales, personas que no encajamos en el estereotipo de persona feliz. Para
complicar las cosas, no faltan casos de religiosos desequilibrados, infelices y
amargados, que parecen confirmar la sospecha de que este estilo de vida es castrante
y hasta inhumano.
Antes usé la
palabra estereotipo. Creo que es la correcta. A pesar de todos los clichés
culturales, la experiencia nos muestra –y parece que también algunos estudios– que
no hay una correlación directa entre dinero-sexo-autonomía y felicidad. Hace
poco leí algo sobre el millonario que regaló todo y vive con 15 objetos. Y ayer leí que Bill Gates, el
hombre más rico del mundo, ha declarado que el 95% del dinero que tiene no le
hace falta a su familia, así que ha decidido ayudar a los demás. Jesús lo había dicho con otras palabras
en un apotegma que se recoge en los Hechos de los Apóstoles: “Hay más alegría en dar que en recibir”
(Hch 20,35). Y cuando uno no se limita a dar cosas sino que se da a sí mismo
por completo, dentro de las normales fragilidades humanas, entonces la
felicidad se multiplica. Creo que muchas personas que no conocen de cerca a los
religiosos se los imaginan a veces como personas taciturnas, solitarias y
–digámoslo sin tapujos– reprimidas y un tanto amargadas. ¿Cómo hacer
transparente el tesoro que se nos ha concedido? Si la cara es el espejo del
alma, un rostro sonriente es quizá el mejor indicador de la alegría que
llevamos dentro. Desde que era novicio me ha encantado un versículo bíblico que
dice así: “Has puesto en mi corazón más
alegría que si abundara en trigo y en vino” (Sal 4,5). Pues, que se note esta
alegría y que contagie a aquellos a quienes la vida ha situado en los márgenes
de la felicidad. El lema de los claretianos para los próximos cinco años es
precisamente Testigos-Mensajeros de la alegría del Evangelio.
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