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viernes, 16 de septiembre de 2016

No sabía que era tan feliz

Aprovechando los escasos ratos libres del encuentro, respondo los correos que van llegando y navego un poco por internet. Acabo de encontrar una noticia curiosa en el Corriere della Sera digital. Trata sobre Las diez profesiones que nos hacen más felices. Por lo leído, la fuente de la noticia es un estudio realizado por el gobierno de Gran Bretaña. Una de las conclusiones es que no hay una correlación estrecha entre felicidad y salario alto. Comenzando por el final, en la lista de más felices figuran los artesanos del metal y los electricistas con tareas de supervisión (10), los propietarios y gerentes de hoteles (9), los agricultores (8), los médicos (7), los responsables de la asistencia sanitaria (6), los controladores de calidad (5), los secretarios (4), los gerentes en el sector de la agricultura y horticultura (3), los dirigentes y altos funcionarios (2). Y, en el primer puesto, para mi sorpresa, las religiosas y los religiosos (1). 

Ya se sabe que internet está lleno de encuestas, estudios, tablas estadísticas, etc. No hay que conceder demasiada importancia a este subgénero que podríamos englobar en la sección ¿Sabía usted que…? Pero confieso que me agrada que un estudio avale la percepción que tengo en mi experiencia diaria: que los hombres y mujeres que han consagrado su vida a Dios en la vida religiosa son –salvo excepciones, que las hay– personas felices y alegres. En realidad, esto no tendría que sorprender demasiado si uno cree que Dios es el máximo tesoro, “mi heredad y mi lote”, como canta el salmo 16. Pero –seamos realistas– no resulta políticamente correcto. Lo que hoy se publicita por todas partes es que lo que uno necesita para ser feliz es tener mucho dinero, practicar sexo lo más posible y disfrutar de total autonomía para hacer lo que le venga en gana. Me parece que los votos de pobreza, castidad y obediencia no van precisamente en esa dirección, así que los religiosos somos herejes culturales, personas que no encajamos en el estereotipo de persona feliz. Para complicar las cosas, no faltan casos de religiosos desequilibrados, infelices y amargados, que parecen confirmar la sospecha de que este estilo de vida es castrante y hasta inhumano.

Antes usé la palabra estereotipo. Creo que es la correcta. A pesar de todos los clichés culturales, la experiencia nos muestra –y parece que también algunos estudios– que no hay una correlación directa entre dinero-sexo-autonomía y felicidad. Hace poco leí algo sobre el millonario que regaló todo y vive con 15 objetos. Y ayer leí que Bill Gates, el hombre más rico del mundo, ha declarado que el 95% del dinero que tiene no le hace falta a su familia, así que ha decidido ayudar a los demás. Jesús lo había dicho con otras palabras en un apotegma que se recoge en los Hechos de los Apóstoles: “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35). Y cuando uno no se limita a dar cosas sino que se da a sí mismo por completo, dentro de las normales fragilidades humanas, entonces la felicidad se multiplica. Creo que muchas personas que no conocen de cerca a los religiosos se los imaginan a veces como personas taciturnas, solitarias y –digámoslo sin tapujos– reprimidas y un tanto amargadas. ¿Cómo hacer transparente el tesoro que se nos ha concedido? Si la cara es el espejo del alma, un rostro sonriente es quizá el mejor indicador de la alegría que llevamos dentro. Desde que era novicio me ha encantado un versículo bíblico que dice así: “Has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino” (Sal 4,5). Pues, que se note esta alegría y que contagie a aquellos a quienes la vida ha situado en los márgenes de la felicidad. El lema de los claretianos para los próximos cinco años es precisamente Testigos-Mensajeros de la alegría del Evangelio.

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