Estamos en el
corazón de agosto. En los países de la Europa meridional el tiempo se detiene.
Es como si, pasado el ecuador del verano, fuera necesario apurar su fuerza
antes de adentrarnos en el otoño. Dentro de unas horas, en el pueblo que me vio
nacer, repicarán las campanas, pingarán
el mayo, echará a andar la fiesta. Esta noche todo el pueblo correrá a la iglesia
para ofrecer a la Virgen del Pino la vela que simboliza la vida de todos sus
hijos.
Este año el 14 de
agosto es domingo, un domingo de fuego. No solo por el calor estivo ni por los
varios incendios que asolan la Península Ibérica sino, sobre todo, por el
evangelio de este XX Domingo del Tiempo Ordinario. Jesús, el llamado Príncipe
de la paz, el que nos invita a poner la otra mejilla y perdonar a nuestros
enemigos, nos sorprende con una frase inquietante: “He venido a encender fuego
en el mundo, ¡y cómo querría que ya estuviera ardiendo!”. Este Jesús piróforo (portador del fuego) relaciona el fuego con el sufrimiento:
“Tengo que pasar por una terrible prueba, ¡y cómo he de sufrir hasta que haya
terminado!”. Estar cerca de Jesús es
estar cerca del fuego que purifica. Jesús quema. Su persona divide este mundo en dos:
seguidores y traidores. Lo que ocurre es que no es tan fácil saber a qué grupo
pertenecemos cada uno. Jesús mismo se ha encargado de desmontar las respuestas
simplistas.
- No basta una fe de boquilla: “No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21).
- No consiste en presumir de obras buenas: “El publicano bajò a su casa justificado” (Lc 18,14).
- Creer en él significa reconocerlo en los más necesitados: “¿Cuándo te hemos visto hambriento...” (Mt 25,38).
La paz que Jesús
promete no se parece al nirvana de
los budistas. No evade los conflictos sino que los asume. No evita el
sufrimiento sino que lo acepta. No vende tranquilidad sino que anuncia
persecuciones. Tal vez por eso el cristianismo no tiene hoy la buena prensa que
tiene el budismo (la doctrina de moda
entre muchos intelectuales) o el islam (la
religión fácil para millones de personas). Jesús, a diferencia de cualquier
publicista, no vende un producto para satisfacer los deseos de las personas,
sino que invita a un tipo de seguimiento que trasciende los deseos, que se
adentra en el misterio insondable de Dios. A primera vista, tiene todas las de
perder: “De esto te oiremos hablar otro
día” (Hch 17,32). A largo plazo, es la única propuesta que produce vida: “Señor, ¿a quién iremos? Solo tú tienes
palabras de vida eterna” (Jn 6,68).
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