Me cuesta digerir
tantos muertos. No hay día en que no comencemos la jornada con noticias de
muertos que merecen vivir. La lista se agranda cada minuto que pasa. Cinco agentes muertos en Dallas, nigeriano asesinado en Roma por defender a su esposa,
joven norteamericano lanzado al Tíber, emigrantes ahogados en el Mediterráneo,
muertos por atentado terrorista en Bagdad, Estambul… Nosotros, que hemos sido
creados por Dios, amigo de la vida, que creemos en Jesús, que ha venido para
que tengamos vida en abundancia, nos topamos, a cada paso, con la
muerte inesperada e injusta. ¿Cuántas muertes podemos digerir cada día sin que acabemos
odiando a la humanidad, sin que nos preguntemos qué sentido tiene esta aventura que llamamos la vida humana? También en este terreno hay un umbral de resistencia.
Cuando se nos acaban las explicaciones, cuando cualquier palabra suena inoportuna, cuando nos nace dentro una rabia insuperable, cuando quisiéramos huir, permanecer en silencio, llorar, gritar, no tenemos más remedio que contemplar todas las muertes unidas a la del Crucificado. Solo en él se redime tanta injusticia. Solo él ha cargado sobre sus hombros con todas las muertes absurdas e injustas. La paloma de una paz duradera nunca muere porque la cruz de Jesús, a pesar de los pesares, exuda vida y esperanza.
La paloma permanece enhiesta y contemplativa, con su plumaje blanco inmaculado, sobre los tejados negros de la ciudad humana mientras la mujer, arrodillada, contempla el cadáver de su hijo sobre un charco rojo de sangre. Y Él, el Crucificado, se cierne victorioso -frescas las heridas- sobre este mundo violento y triste.
Cuando se nos acaban las explicaciones, cuando cualquier palabra suena inoportuna, cuando nos nace dentro una rabia insuperable, cuando quisiéramos huir, permanecer en silencio, llorar, gritar, no tenemos más remedio que contemplar todas las muertes unidas a la del Crucificado. Solo en él se redime tanta injusticia. Solo él ha cargado sobre sus hombros con todas las muertes absurdas e injustas. La paloma de una paz duradera nunca muere porque la cruz de Jesús, a pesar de los pesares, exuda vida y esperanza.
La paloma permanece enhiesta y contemplativa, con su plumaje blanco inmaculado, sobre los tejados negros de la ciudad humana mientras la mujer, arrodillada, contempla el cadáver de su hijo sobre un charco rojo de sangre. Y Él, el Crucificado, se cierne victorioso -frescas las heridas- sobre este mundo violento y triste.
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