La iglesia
de mi pueblo está abierta todos los días del año desde primera hora de
la mañana hasta el anochecer. Cualquiera puede entrar, orar en silencio o
contemplar la belleza que atesora. Yo mismo lo hago cuando tengo ocasión. Es un
lugar vivo, una casa de puertas abiertas en la que uno no necesita llamar al
timbre o pagar una entrada. Con regularidad suenan las
campanas, como signo de que es un edificio vivo. De niño se me hacía
imposible entender que hubiera iglesias cerradas. Pero, por desgracia, esta es
la realidad de muchas iglesias rurales en la vieja Europa y de un buen número
de iglesias urbanas.
A menudo abren unos minutos antes de la misa y enseguida
vuelven a cerrar. La imagen que transmiten es deplorable. La iglesia ya no se
ve como la casa de todos sino como una expendeduría de servicios religiosos que
se atiene a un horario preciso. Las razones que se aducen para tal práctica son
comprensibles, pero no justifican la situación. Se habla de problemas de
seguridad (sobre todo, en las ciudades), de gastos de mantenimiento (¿por qué
gastar luz inútilmente?), de inutilidad (¡total, nadie viene!), etc. El papa
Francisco ha hablado repetidamente contra esta práctica que se ha convertido en
costumbre, pero tengo la impresión de que no ha sido muy escuchado (como en
tantas otras cosas).
Algunas están
abiertas, pero parece que han cambiado su finalidad. Si hay algo que me produce
una infinita tristeza es comprobar cómo muchas iglesias que durante siglos han
sido el espacio donde los hombres y mujeres se encontraban para celebrar la fe,
para orar en silencio, para buscar consuelo, para respirar… se han transformado
en museos que albergan piezas valiosas del pasado. Cuando esto sucede, la
maldición está servida porque, en el fondo, se está transmitiendo un mensaje
subliminal: igual que este edifico se ha convertido en museo, la fe es algo que
pertenece también al pasado. Fin de ciclo. Pasemos página. No sé qué significa
esa lamparita que arde al fondo, pero alguien –con dotes de entendido– dice la
obviedad de que la iglesia parece románica, o gótica, o Dios sabe qué. De repente, los turistas, armados de pantalón
corto y calzado deportivo, se convierten en improvisados expertos en arte. No
importa si confunden a san Juan Bautista con san Juan Evangelista o si dan por
hecho que una talla es románica cuando ha sido esculpida hace un par de siglos.
La gente entra, da una vuelta por las naves, hace comentarios, dispara la cámara
de sus teléfonos móviles… y sale sin más. Cualquier detalle artístico parece más importante
que la presencia misteriosa de Jesús en el sagrario.
Hay una nueva
evangelización que comienza por algo tan sencillo como recuperar el espacio
simbólico de las iglesias. Hay que abrirlas de par en par todo el tiempo
posible, hacer que sean un “lugar de encuentro”, convertirlas en espacios verdes y silenciosos en medio de la contaminación y del ruido urbano. Hay muchas personas
jubiladas que podrían prestar un hermoso servicio de voluntariado dedicando algún
tiempo a cuidar las iglesias y, sobre todo, a ofrecer un servicio de acogida.
Lo que se hemos perdido por desidia o falta de colaboración se puede ganar por
la creatividad y la entrega. Nunca es demasiado tarde. Jesús no es una pieza de
museo sino una presencia viva: "El Maestro está aquí y te llama".
Comparto totalmente tus comentarios y tus propuestas.
ResponderEliminarPor aqui, las iglesias, suelen estar cerradas y además con el inconveniente de que sólo se abren en horarios que no son compatibles con los horarios laborables por lo que mucha gente no puede participar. Son horarios para jubilados.
Contemplar el arte y la arquitectura de muchas iglesias, nos puede llevar a intuir con que profundidad se vivía la espiritualidad en otros tiempos.