Estoy de nuevo en Roma. La semana en Inglaterra ha estado llena de
estímulos. Aquí me aguardan otras ocupaciones urgentes. Una de las muchas cosas
que me traigo en la mochila es el modo como algunos jóvenes de Inglaterra viven
el sacramento de la Confirmación. Habituados a pulsar la tecla “confirmed”
después de haber hecho una operación en internet (por ejemplo, sacar un billete
de avión o de tren) para “confirmar” que todo está correcto, muchos interpretan
que el sacramento de la la Confirmación significa, más o menos, lo mismo; es decir,
que se concluye un proceso de preparación y que ya no hay nada más que hacer
hasta el sacramento del Matrimonio… suponiendo que llegue algún día. No juzgo.
Me sorprendió esta interpretación tan informática que me comunicaron algunos de los que trabajan en este campo.
El confirmando, que hoy
tiene por lo general entre catorce y veinte años, antes de convertirse en
«ungido» ha seguido un camino catecumenal. A veces lo ha hecho porque sus
padres se han empeñado en que remate como Dios manda la obra empezada en el
bautismo. Otras, porque sus amigos han tirado de él o de ella. En algunos
casos, es el fruto de una decisión, o, por lo menos, de una luminosa intuición.
Si hubiera nacido en Grecia habría recibido el sacramento de niño juntamente
con el Bautismo y la Eucaristía. Aquí, en Europa, hace cincuenta años, el obispo
lo habría confirmado con mucha probabilidad y sin especiales preparaciones
antes de la primera comunión.
Pero hoy las cosas han cambiado. Su catequista le ha dicho que es el sacramento que sirve para «confirmar», con la libertad propia del joven, el bautismo recibido de pequeño. Y que por eso requiere tomárselo en serio y estar un par de años repasando la fe y, por supuesto, asistir todos los viernes a las reuniones. A él le parece que en el fondo se trata de una estrategia de la Iglesia para repescarlo en la difícil travesía de la adolescencia.
Pero hoy las cosas han cambiado. Su catequista le ha dicho que es el sacramento que sirve para «confirmar», con la libertad propia del joven, el bautismo recibido de pequeño. Y que por eso requiere tomárselo en serio y estar un par de años repasando la fe y, por supuesto, asistir todos los viernes a las reuniones. A él le parece que en el fondo se trata de una estrategia de la Iglesia para repescarlo en la difícil travesía de la adolescencia.
Llega el día. El
catecúmeno, en una ceremonia larga y llena de cantos pentecostales, es sellado
con el crisma que el obispo consagró el día de jueves santo. El gesto, unido a
la imposición de manos, se acompaña con estas misteriosas palabras: «Recibe por
esta señal el don del Espíritu Santo». Ungido para siempre.
Cuando llega a casa,
después de haber recibido un centenar de abrazos, se lleva las manos a la
frente para comprobar si la unción ha alterado la tersura de su piel. En los
días previos le han dicho hasta la saciedad que a ver qué pasa después, que
«son muchos los confirmados y pocos los decididos», que se van a convocar unas
reuniones y que habrá grupos de... Se agobia un poco. Sin saber por qué se
acuerda de Jesús. Se lo imagina de pie en la sinagoga de su pueblo. Y escucha
las palabras de Isaías que está leyendo en voz alta: «El Espíritu del Señor
está sobre mí; me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva». Otra
vez la palabrita.
El lunes, cuando llega al
instituto, vuelve a llevarse la mano a la frente. La ducha de la mañana ha
liquidado los últimos restos del crisma. Comienza la guerra. Por fuera todo
sigue como siempre. En alguna parte debe de esconderse el Espíritu recibido. Cada uno va a lo suyo. ¿Por dónde intercalar una buena nueva? Dedica la
mañana a repasar los rostros de la gente. En las comisuras de algunos labios
nota un rictus de tristeza. Y en las córneas de muchos ojos farolas apagadas
por la desilusión. No recuerda muy bien el texto, pero en la ceremonia de ayer
una compañera leyó algo, no sé, creo que de una carta de San Pablo, que decía
más o menos que donde hay Espíritu hay amor, alegría, paz, paciencia y un montón de cosas por el estilo. Empieza por poco. Se limita
a preguntar a uno de los más solitarios qué tal le ha ido el fin de semana.
Deja que le cuente.
Por la noche, en casa,
coge el Nuevo Testamento que le regalaron cuando empezó el catecumenado. Busca
en el índice temático. Sí, el texto era del capítulo quinto de la carta a los
Gálatas. ¿O sea que ungido quiere decir también vivir según el Espíritu? Repasa
los versículos anteriores y cae en la cuenta de que casi todos, empezando por
él, viven según la carne. Esto de la carne debe de significar «a su bola» poco
más o menos. Suerte que San Ambrosio viene en su ayuda: «Recuerda que Dios
Padre te ha marcado con su signo, Cristo Señor te ha confirmado y ha puesto en
tu corazón la prenda del Espíritu». No entiende del todo, pero se siente
confortado. Un misterio está en marcha.
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