sábado, 18 de febrero de 2017

Creer es de locos

Hay una frase del católico británico G. K. Chesterton que siempre me ha sacudido: “Un ser humano que tiene fe ha de estar preparado, no solo a ser un mártir, sino a ser un loco”. Me viene a la mente porque en la primera lectura de la misa de este sábado, el autor de la carta los Hebreos habla de la fe como “fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve” (Hb 11,1). ¿De qué garantía estamos hablando?  ¿No es de locos fiarse de lo que no podemos comprobar? El polifacético alemán Ernest Bornemann  lo decía con rotundidad: “Yo no creo en nada. Para mí la fe es algo tan odioso como lo es el pecado para los creyentes. El que sabe, no puede creer. El que cree, no puede saber. Fe ciega es una tautología, pues la fe es siempre ciega”. Por el contrario, el literato ruso León Tolstoi, estaba convencido de que “no se vive sin la fe. La fe es el conocimiento del significado de la vida humana. La fe es la fuerza de la vida. Si el hombre vive es porque cree en algo”. ¿Con qué carta nos quedamos?


¿Cuántas veces hemos experimentado lo difícil –y, a la vez, sencillo– que es creer? ¿Cuántas veces, al menos en ciertos contextos, hemos sentido o pensado que tal vez tienen razón los que con cinismo anuncian que “probablemente Dios no existe” y que, por lo tanto, lo mejor es dejar de preocuparse y disfrutar de la vida? Todo creyente encierra dentro un ateo potencial o, por lo menos, un agnóstico. Es verdad que la fe, en cuanto don de Dios, es una luz que no conoce ocaso, porque Dios nunca retira sus dones (cf. Rm 11,29), aun cuando pueda someter al creyente a una purificación pasiva, tal como enseñan los místicos. Pero también es verdad que, en cuanto respuesta humana, la fe no está exenta de las vicisitudes y limitaciones que afectan al ser humano. De ahí que la fe se vea hostigada e impulsada a un tiempo, que se la experimente como cercanía y como lejanía, como certeza y como duda, como luz y como oscuridad. La fe, en definitiva, es un acto personal dinámico y participa del dinamismo de la inteligen­cia, de la afectividad y de la voluntad. Por eso todos nosotros, incluso en los momentos más luminosos, podemos reconocernos siempre en las palabras del padre del muchacho epiléptico: “Creo, ayuda a mi poca fe” (Mc 9,24).


Muchas de las dificultades que tenemos para vivir nuestra fe hoy no provienen solo del ambiente o de la falta de espíritu ascético sino de un desconocimiento de nuestro propio yo, de la instalación habi­tual en la superficialidad; es decir, en esa actitud que hace de lo que aparece lo real y que no es capaz de adentrarse en las pro­fundidades del ser. Y si Dios es “más íntimo a mí que yo mismo” (san Agustín), “lo que preocupa últimamente al hombre” (Paul Tillich), el que vive en la superficialidad no está humanamente preparado para acoger el don gratuito de su gracia. En el centro de una gran ciudad es muy difícil contemplar las estrellas durante la noche. La contaminación lumínica impide vislumbrar los puntitos de luz en el firmamento negro. Los que mejor ven las estrellas en las ciudades son los poceros, los que se asoman al cielo desde el subsuelo. Hay que descender abajo para ver bien lo de arriba. En la superficie uno se deja seducir por la luz (cercana, pero pobre) de los anuncios de neón y no logra ver la luz (lejana, pero rica) de las estrellas. La superficialidad es eso: contentarse con la luz que se percibe en la superficie.


En esta clave se sitúan muchas personas, sin que influya demasiado su nivel cultural o su extracción social. En buena medida, la superficialidad es el troquel que modela nuestra visión de la realidad. Somos capaces de ir muy lejos, tanto en el mundo microscópico como en el macroscópico, tanto en el nivel de las ideas conscientes como en el de los impulsos subconscien­tes. Pero nos resulta culturalmente arduo salirnos de la órbita de lo simplemente “problemático” para introducirnos en la órbita del “misterio”. Por eso nos resulta también difícil adentrarnos en el Misterio Dios. O mejor dicho: por eso estamos poco preparados para acoger su adveni­miento. Mientras derrochamos energías en enfrentarnos a Él como problema, estamos desatendiendo sus insinuaciones en cuanto Misterio. Los problemas (incluido el de Dios), por complicados que sean, son siempre superficiales. Se refieren solo a lo que controlamos, a lo que podemos tarde o temprano re-solver (o sea, “destruir”). Y Dios es el incontrolable, el indestructible, por naturaleza. Sin un profundo cambio de clave no hay, pues, posibilidad de encuentro con Él.


No se puede creer desde la superficialidad, a menos que se reduzca la fe a una forma penúltima o se la deforme haciendo de ella un simple conocimiento, una fugaz volición o un sentimiento banal. Esto significa que, con frecuencia, la languidez espiritual que padecemos no proviene tanto del olvido de algunas prácticas religiosas o devocionales cuanto de una infraestructura humana muy empobrecida. Si la cultura actual favorece la superficialidad, el predominio de la forma sobre el fondo, se comprenderá hasta qué punto es necesario el aprendizaje de la profundidad como camino hacia la experiencia religiosa. El activismo, el abuso de los estímulos que desarrollan la sensoriali­dad en detrimento de la creatividad, la incapacidad de retiro y de recogimiento son algunas actitudes y conductas actuales que frenan o retardan la entrada en esa profundidad donde Dios se descubre como el Tú Absoluto. A veces nos resulta incómodo desenmascarar estas añadiduras porque revisten formas socialmente relevantes: dedicación intensa al trabajo, uso continuo de Internet, búsqueda obsesiva de entretenimiento, etc. Pero es necesario hacerlo si queremos llegar al fondo.

Santa Teresa de Calcuta acuñó una frase que sintetiza bien un circuito que, partiendo del silencio, llega a la paz: “El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz”. ¿No estamos deseando vivir hoy un mundo en paz? El camino es arduo, pero claro. Os dejo con un poema de José Luis Martín Descalzo que me encanta: 
En medio de la sombra y de la herida
me preguntan si creo en Ti. Y digo
que tengo todo cuando estoy contigo:
el sol, la luz, la paz, el bien, la vida.

Sin Ti, el sol es luz descolorida.
Sin Ti, la paz es un cruel castigo.
Sin Ti, no hay bien ni corazón amigo.
Sin Ti, la vida es muerte repetida.

Contigo el sol es luz enamorada
y contigo la paz es paz florida.
Contigo el bien es casa reposada

y contigo la vida es sangre ardida.
Pues, si me faltas Tú, no tengo nada:
ni sol, ni luz, ni paz, ni bien, ni vida.


viernes, 17 de febrero de 2017

Del arcoíris a la cruz

En relación con el futuro de este blog, ayer varios de vosotros me sugeristeis que actuara con libertad, aunque erais partidarios de que continúe abierto con la periodicidad que estime oportuna. Al fin y al cabo, un blog no es un trabajo sujeto a contrato, sino una iniciativa libre. Aquí no hay cláusulas abusivas ni letra pequeña. Es cierto que no hay un contrato laboral entre el que escribe y una empresa periodística, pero la verdad es que uno asume un compromiso moral consigo mismo y con quienes tienen la paciencia y la bondad de leer lo que uno escribe. Este compromiso implica algunas obligaciones como, por ejemplo, estar atento a lo que hoy preocupa más a las personas del propio entorno, explorar las claves desde las que se abordan los temas, utilizar las palabras más comprensibles, no dejar de lado la belleza y la emoción, animar al empeño por hacer de este mundo un espacio habitable, dejar la puerta entreabierta para que siempre se cuele el misterio de Dios. No he firmado con nadie un contrato de este tipo, pero es algo que me sale de dentro. Muchas gracias por haberme ayudado a descubrirlo.

Quizá este asunto del contrato me viene a la mente porque en estos días estamos leyendo en la liturgia de la misa el libro del Génesis. Ayer, por ejemplo, la primera lectura terminaba con el contrato de nueva creación que Dios hace con la humanidad tras el diluvio: “Yo establezco mi alianza con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañan, aves, ganados y fieras, con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra. Establezco, pues, mi alianza con vosotros: el diluvio no volverá a destruir criatura alguna ni habrá otro diluvio que devaste la tierra” (Gn 9,11). En este contrato desigual, cada una de las partes se compromete a algo: Dios promete no destruir su creación y el hombre promete respetar la vida, incluida la de los animales. Es, pues, una alianza que podríamos llamar cósmica y ecológica. Este mundo y Dios no pueden darse la espalda. Están íntimamente vinculados. La preocupación ecológica es expresión genuina de espiritualidad. El signo de esta alianza es el arcoíris que vemos tras la lluvia o la tormenta: “Esta es la señal de la alianza que establezco con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las generaciones: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi alianza con la tierra” (Gn 9,12).

Más adelante, la alianza se irá concentrando en determinados pueblos. Con Abrahán, Dios renueva su promesa:  “Mira, éste es mi pacto contigo: serás padre de una multitud de pueblos. Ya no te llamarás Abrán, sino Abrahán, porque te hago padre de una multitud de pueblos. Te haré fecundo sin medida, sacando pueblos de ti, y reyes nacerán de ti. Mantendré mi pacto contigo y con tu descendencia en futuras generaciones, como pacto perpetuo. Seré tu Dios y el de tus descendientes futuros” (Gn 17,4-7). Esta promesa afecta a israelitas, ismaelitas, edomitas… a muchos pueblos del desierto. También ahora hay un signo de esta alianza. Ya no se trata de un signo cósmico sino humano, ligado al propio cuerpo, un recordatorio permanente de la pertenencia a Dios, del pacto firmado, la circuncisión: “Circuncidaréis el prepucio, y será una señal de mi pacto con vosotros” (Gn 17,11).

Con Moisés, la alianza se restringe aún más, se establece con el pueblo elegido, con Israel: “Vosotros habéis visto lo que hice a los egipcios, os llevé en alas de águila y los traje a mí; por tanto, si queréis obedecerme y guardar mi alianza, entre todos los pueblos seréis mi propiedad, porque es mía toda la tierra. Seréis un pueblo sagrado, un reino sacerdotal. Esto es lo que debes decir a los israelitas” (Ex 4,6). El gran signo de esta nueva alianza de Dios con el pueblo de Israel es el sábado: “Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el inmigrante que viva en tus ciudades, porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra y el mar y lo que hay en ellos, y el séptimo descansó; por eso el Señor bendijo el sábado y lo santificó” (Ex 20,8-11). En realidad, el sábado es como el Decálogo concentrado, como la afirmación solemne de que el Señor es solo uno y a él se le debe amar con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas (cf. Dt 6,4-9).

Con Jesús, llega la alianza definitiva. Por una parte, en él se alcanza el punto máximo de concentración. La creación, concentrada en la humanidad, concentrada en el pueblo de Israel, se concentra ahora a una sola persona: Jesús, el Cristo. Pero, a partir de él, esta nueva alianza se expande hasta alcanzar de nuevo a toda la humanidad y a toda la creación. El gran signo de esta nueva y definitiva alianza es la cruz, de la que la Eucaristía se convierte en sacramento: “Y tomando la copa, dio gracias y dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros. Os digo que en adelante no beberé del fruto de la vid hasta que no llegue el reinado de Dios. Tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Igualmente tomó la copa después de cenar y dijo: Ésta es la copa de la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros” (Lc 22,17-20).

El arcoíris (creación), la circuncisión (humanidad) y el sábado (Israel) son signos de una alianza antigua, superada por Jesús. El signo de la nueva alianza que une el cielo y la tierra es la cruz, actualizada en la Eucaristía: “En efecto, siempre que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (1 Cor 11,26).

Cada vez que celebro la Eucaristía caigo en la cuenta de que en este signo Jesús ha restaurado la alianza entre nosotros, con toda la humanidad, con la creación y con Dios. ¿Se puede prescindir de la Eucaristía como si fuera un rito sin importancia? Hay todo un universo por explorar.

jueves, 16 de febrero de 2017

No sé qué hacer

Dentro de cinco días este blog cumplirá un año. Lo comencé el sábado 20 de febrero de 2016 con una entrada titulada Gundisalvus no es un perro. Con la de hoy, habré escrito 366, que encontráis guardadas en el Archivo del Blog que figura en la columna de la izquierda. Empecé con tres de golpe para coger carrerilla. Durante todo este año he sido fiel a esta cita diaria, aunque a veces me ha costado Dios y ayuda. No siempre es fácil disponer de tiempo en medio de ocupaciones absorbentes ni contar con una buena conexión a internet en determinados lugares. He escrito desde la comodidad de mi casa de Roma, pero también desde otros puntos de Italia y desde España, Polonia, Portugal, Inglaterra, Alemania, Francia, Gabón, Congo, Kenia, Filipinas, Sri Lanka, Emiratos Árabes Unidos, Israel, Perú y Bolivia. El Rincón de Gundisalvus no tiene sede fija. Confieso que ha sido una experiencia exigente y sugestiva. Me ha obligado a practicar la atención plena. He procurado meterme en la piel de los lectores. A veces los temas saltaban solos. Otras he tenido que atraparlos con una red de mariposas porque eran volátiles y huidizos. Sentarse cada día ante el ordenador y escribir unas 650 palabras es un ejercicio saludable. Pero todo tiene un límite. Así que, mirando al futuro inmediato, estoy barajando tres posibilidades: 1) cerrar el blog cuando cumpla un año (es decir, el próximo 20 de febrero); 2) reducir las entradas a una semanal; o 3) continuar como hasta ahora. Espero ver con claridad cuál es la mejor. Mientras tanto… no sé qué hacer.

En la entradilla de presentación que figura en la columna derecha dejé esta nota: “Escribo este blog porque quiero compartir con mis amigos y quienes visiten El rincón de Gundisalvus algunas reflexiones sobre asuntos de la vida cotidiana: desde la emoción de un paisaje hasta un asunto cultural, político o religioso. Quisiera hacerlo desde mi fe en Jesús de Nazaret a quien he consagrado mi vida”. Al cabo de un año puedo hacer una rápida evaluación de los destinatarios y objetivos. El blog estaba pensado para mis amigos. Y a ellos –a vosotros– me he dirigido siempre. En ningún momento se me pasó por la cabeza la idea de darle una gran difusión o de alojarlo en una página web conocida. Mis interlocutores erais todos aquellos con los cuales me he cruzado en algunas etapas de mi vida, no el público anónimo en general. En el fondo, el blog ha querido ser una prolongación digital de las conversaciones que hemos ido teniendo por el camino de la vida sobre los temas más dispares. Algunos me habéis confesado que os gusta comenzar la jornada echando un vistazo a este rincón digital. Unos pocos os habéis atrevido a dejar algún comentario, que siempre refuerza la idea del rincón como espacio de diálogo. La verdad es que no han sido muchos, pero ahí están y son siempre bienvenidos: 386 a lo largo de todo el año.



En cuanto a los temas, hace un año escribía que mi intención era no ceñirme a un área específica sino tratar un poco de todo: desde “la emoción de un paisaje hasta un asunto cultural, político o religioso”. Ahora, con 366 entradas en la mochila, caigo en la cuenta de que el objetivo se ha cumplido. El Rincón de Gundisalvus parece un pequeño mercado persa. He hablado con el cuadro de Inocencio X, he comentado el impacto de canciones queridas, me he dejado seducir por algunas ciudades, he glosado paisajes de mi pueblo natal estimulado por las fotos de mis amigos, me he acercado al problema de los refugiados y he osado hablar en politiqués. Los temas han sido variados porque cada día viene con su propia banda sonora y hasta con un titular debajo del brazo. Basta abrir cualquier periódico digital para darse cuenta. Confieso que yo soy casi adicto a la prensa digital. Dar un repaso rápido por las principales cabeceras es una de las primeras cosas que hago cada día. 

Ya desde el principio señalé también con claridad mi perspectiva: “Quisiera hacerlo desde mi fe en Jesús de Nazaret a quien he consagrado mi vida”. Creo que siempre la he tenido en cuenta. A veces, de manera muy explícita; otras, como un suave murmullo o un paisaje de fondo. Le he preguntado a Jesús quién era, he escuchado su llamada a venir e ir. ¡Hasta me he atrevido a llamarlo aguafiestas! He querido mostrar que lo que llamamos experiencia de Dios no es algo que sucede fuera de la vida cotidiana, una especie de artículo de lujo del que uno puede prescindir para moverse con comodidad. Es algo que sucede dentro de la propia vida, de la vida de los demás, de la vida del mundo. Si hay alguna frase de Jesús que me gusta es ésta: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Estoy tan convencido de que Jesús da pleno sentido a la vida que a menudo me pregunto por qué tantas personas no lo perciben, qué hemos hecho para volver opaco su evangelio, qué podríamos hacer para compartir la alegría de la fe con todos los que buscan. Un blog es solo un grano de arena en la inmensa playa del mundo. Durante un año he querido compartir este granito con todos vosotros. Gracias de corazón. Os dejo con mi admirado Andrea Boccelli. 


miércoles, 15 de febrero de 2017

La paloma de la paz

Desde hace varios días estamos leyendo en la misa diaria los primeros capítulos del libro del Génesis. ¿Quién no recuerda la historia de la creación, de Adán y Eva, de la serpiente del jardín del Edén, de Caín y Abel, de Noé y el arca...? Desde niños nos hemos familiarizado con estas narraciones que han condicionado la historia de la humanidad, sobre todo en Occidente. La literatura, el arte, la filosofía y la teología las han explotado hasta la saciedad. No sé por qué este año, en la meditación diaria, me han parecido más verdaderas que nunca. Encuentro en ellas las grandes claves de interpretación para entender quiénes somos los seres humanos, por qué hay hombres y mujeres, cuál es nuestro puesto en el mundo, por qué existe el mal, qué sentido tiene la violencia, cómo se consigue la paz… y tantas otras cuestiones sobre las que seguimos debatiendo en nuestros días. Los relatos del Génesis son de una riqueza extraordinaria. Siento que no sepamos aprovecharla porque es la palabra que Dios nos regala para indicarnos el camino justo, la brújula en medio de un mar proceloso.

Lo que me produce tristeza es que para la mayoría de los cristianos –incluyendo muchas personas con un nivel de instrucción superior– son relatos de lo que realmente pasó al comienzo de la creación, como si fueran reportajes (lo cual es ingenuo) o meras historietas sin ninguna credibilidad (lo cual es superficial). ¿Cómo es posible que un científico que se apasiona con las teorías del big bang siga creyendo que los relatos bíblicos son respuestas científicas al origen del mundo? Eso significa desconocer por completo el sentido de los relatos mítico-simbólicos como suministradores de claves interpretativas y no como descripciones fácticas. ¡Cuántos problemas podríamos evitarnos en el famoso debate fe-ciencia si por parte de los biblistas y teólogos hubiera una mejor formación científica y por parte de los científicos se diera un mínimo de formación bíblico-teológica! Me he sorprendido más de una vez oyendo a algunos científicos decir que la Iglesia quiere vendernos el cuento de Eva y la manzana para oponerse a los avances científicos. Esto es pura ignorancia. No hay nada más peligroso que la ignorancia puesta al servicio de intereses viles.

En el fragmento del Génesis que se lee en la primera lectura de hoy se narran los dos famosos diluvios, pero formando un solo relato. Y, al final, como embajadora de los tiempos nuevos, aparece la famosa paloma con el ramito de olivo fresco en el pico. Esta paloma bíblica se ha convertido en el símbolo de la paz, hasta el punto de que es conocida como paloma de la paz. Muchos movimientos la usan como logo, sobre todo desde que Picasso la pintara después de la Segunda Guerra Mundial. Tras el diluvio, Dios promete no volver a destruir la tierra porque se ha dado cuenta de que “la tendencia del corazón humano es mala desde la juventud” (Gn 8,21). Resulta un poco descorazonador escuchar de labios de Dios una afirmación como ésta, pero los autores bíblicos quieren dar fe de un hecho que sigue siendo desconcertante: la tendencia del ser humano a hacer el mal desde que adquiere conciencia. Podemos hacer todos los planteamientos optimistas que se nos ocurran, podemos reconocer que en nosotros hay muchos gestos de bondad, podemos incluso afirmar que el mundo funciona mejor hoy que hace cien años… Nada de eso impide reconocer que en cada uno de nosotros existe esta tendencia desde la juventud. En el fondo, la paloma nos recuerda la permanente necesidad que todos tenemos de tomar conciencia de la maldad que anida en el corazón humano para no dejarnos dominar por ella, no proyectarla sobre los demás y, sobre todo, para abrirnos a la gracia de Dios, que es la única experiencia que puede liberarnos. 

martes, 14 de febrero de 2017

Las lenguas están para entendernos

Litúrgicamente, hoy, 14 de febrero, celebramos la fiesta de los santos Cirilo y Metodio, declarados por san Juan Pablo II patronos de Europa en 1980. Pero casi todo el mundo asocia esta fecha al recuerdo de san Valentín, que –por arte del comercio– se ha convertido en patrono de los enamorados, a pesar de que el amor romántico puede arruinar la salud del más pintado. En Italia hay un dicho bastante malicioso: “San Valentino, la festa di ogni cretino” (permítaseme traducirlo con un poco de libertad buscando la rima: “San Valentín, la fiesta de todo tontín”). Así que para evitar conflictos, no voy a hablar ni de los dos santos hermanos –a los que admiro por ser evangelizadores de los eslavos– ni del día de los enamorados –que me parece secuestrado por el comercio– sino del valor económico del español y, de paso, de la importancia de las lenguas en nuestra comunicación diaria.  Se calcula que hacia 2050 unos 750 millones de personas hablarán español con la rica variedad de acentos y expresiones que caracterizan a la lengua de Cervantes y Borges, de García Lorca y de García Márquez, de Lope de Vega y de Gabriela Mistral. Desde luego, bastantes menos que chino, pero representa un número muy significativo.

No voy a hacer una apología de mi lengua materna, porque no la necesita y porque tengo un gran respeto por todas las lenguas con independencia del número de hablantes. Para cada persona su lengua materna es su patria, el territorio en el que se siente en casa. Tampoco me parece muy sensato discutir qué lengua es la más hermosa, la más complicada, la más lógica o la más eufónica. ¡Ojalá todos pudiéramos hablar la lengua del lugar en el que hemos nacido, del país o estado al que pertenecemos y, al mismo tiempo, entendernos en una lengua universal! Hoy por hoy, hasta que el dominio chino se consolide, el inglés es la lingua franca que permite comunicarse en cualquier aeropuerto del mundo. Es la lengua del comercio y de los medios de comunicación, del cine y de las relaciones diplomáticas. Esto no quiere decir que sea mejor ni peor. Es –guste o no– el resultado del predominio británico y norteamericano en los últimos 150 años. Yo reconozco que el inglés me ha sido muy útil, pero este blog lo escribo en español porque me expreso mejor y conecto con muchos lectores de España y Latinoamérica. Me alegro de que el español sea una lengua hablada en más de 20 países y de que esto facilite los intercambios de todo tipo, incluyendo los informáticos y económicos.

Siempre me han aburrido las guerras lingüísticas o el uso ideológico de las lenguas. Y mucho más la imposición autoritaria. Siempre he creído que las lenguas están para entendernos, nunca para autoafirmarnos. Se trata de que unos y otros nos facilitemos al máximo la comunicación. En mi vida misionera nunca he olvidado el sabio consejo que me dio un viejo claretiano fallecido hace poco: “Es preferible que un misionero hable cuatro lenguas, aunque sea mal, antes que una sola, aunque la domine muy bien”. Cuantas más lenguas habla uno, más respetuoso se vuelve del rico patrimonio mundial, más ensancha su mente y su corazón… y más ama su lengua materna, pero sin idolatrarla y sin imponerla a otros. La lengua siempre debería ser puente, nunca barrera. Las cosas valiosas se defienden solas, no es necesario arrogarse el papel de guardaespaldas. Esto se puede aplicar a una lengua, un país, una ideología, una afición o una fe. No hay nada más satánico que convertir un valor (del tipo que sea) en un arma arrojadiza para atacar a los demás o en un escudo para defendernos de ellos. Aunque ya lo puse hace unos meses, creo que hoy nos viene bien este vídeo del colombiano Juan Andrés Ospina y su hermano para divertirnos un poco a propósito del español:


lunes, 13 de febrero de 2017

¿Formatear el disco duro?

Ayer, que tuve un poco más de tiempo libre, me puse a pensar sobre la cantidad de experiencias que vamos acumulando a lo largo de la vida. La verdad es que comencé haciéndome una pregunta que reaparece una y otra vez: ¿Por qué el ser y no la nada? Es una pregunta típica de un domingo por la tarde. Recuerdo que cuando era niño, a veces, antes de dormirme, iba sustrayendo objetos en mi imaginación para ver hasta dónde podía llegar. Imaginaba que de repente desaparecía el sol y todo se quedaba a oscuras. Imaginaba luego que desaparecían las personas que conocía y me quedaba solo en el mundo. Imaginaba que desaparecían el suelo sobre el que apoyaba los pies y el aire que respiraba… Y así, en sucesivas desapariciones, hasta llegar al vértigo de la nada, al vacío absoluto. En ese ejercicio de desnudamiento mental, me formulaba las preguntas que todos nos hacemos muchas veces: ¿Por qué empezó todo?  ¿Quién puso en marcha lo que existe? ¿Cuándo se produjo el comienzo? ¿Qué o quién existía en un inimaginable antes? ¿Cuándo será el final? A medida que uno se va haciendo mayor va aceptando que las cosas son como son y no suele romperse mucho la cabeza con preguntas semejantes. Los problemas del día a día ocupan casi todo el tiempo disponible. Pero cuando uno se para, las preguntas reaparecen porque no podemos prescindir de saber de dónde venimos y adónde vamos. Somos seres necesitados de identidad y sentido.

Sin llegar a estos extremos metafísicos –que hoy resultan casi insultantes para muchos que se contentan con practicar una especie de surf vital– basta concentrarse en la propia vida. ¿Cuántas experiencias hemos vivido a lo largo de los muchos o pocos años que tengamos? Si cada persona conocida, cada imagen vista, cada palabra escuchada o pronunciada, fuera un archivo informático, ¿cuánto espacio ocuparía en el disco duro de nuestra memoria? Pensemos solo en las personas con las que nos hemos encontrado fugaz o establemente a lo largo de nuestra vida. ¿Cómo almacenamos esos recuerdos? ¿Cómo siguen en nosotros aunque no seamos conscientes de ellos? ¿Por qué a veces se activan sin que sepamos cómo? En ocasiones basta un sonido, un olor, una imagen… para que salten al primer plano de nuestra mente recuerdos que parecían olvidados. Cada uno de nosotros somos un universo en continua expansión. Nada de lo vivido se pierde. Sigue ahí. Somos los que somos como resultado de todo lo vivido. Yo soy, en cierta medida, los libros que he leído, las personas a las que he querido, las canciones que he escuchado, los paisajes que he contemplado, las comidas que he saboreado, los cielos que he surcado, los silencios que he soportado o disfrutado… ¿Quién puede calcular las dimensiones de nuestro disco duro?

A veces, cuando el pasado nos remuerde o simplemente cuando la vida nos pesa demasiado, uno siente la tentación de formatear el disco duro, de borrar todo y empezar de nuevo. No quiere cargar para siempre con el peso de la culpa, la traición, el miedo, la envidia o el odio. Esto es imposible. Nada de lo vivido desaparece. Pero sí es posible darle una nueva significación. Algunas terapias psicológicas consisten precisamente en ayudar a las personas a revivir las experiencias no integradas, a volver a experimentar el dolor sufrido para darle el sentido que en su momento, por diversas razones, no se le pudo dar. Esta práctica es muy liberadora. No se formatea el disco duro, pero –siguiendo con la metáfora informática– se desfragmenta y se reordena de un modo más racional y eficaz, de manera que el pasado no se convierta en un tirano sino en un aliado. Hacer de las experiencias vividas –fueran dolorosas o placenteras– una oportunidad de aprendizaje y de crecimiento es el arte de las personas que saben vivir. Nuestro disco duro puede ser fuente de continuos resentimientos y tristezas o puede convertirse en un arsenal de posibilidades. No podemos cambiar lo vivido, pero podemos darle un nuevo y más liberador significado. ¡He aquí el desafío!

Como en Italia se acaba de celebrar la 67 edición del Festival de San Remo con un rotundo éxito de espectadores, os dejo con el vídeo de  la canción ganadora, que lleva un extraño título: Occidentali's Karma. Su autor e intérprete es Francesco Gabbani.




domingo, 12 de febrero de 2017

Sentido más que preceptos

Escribo todavía bajo el impacto de la película Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge es su título original), el reciente trabajo de Mel Gibson que vi anoche en nuestra habitual sesión sabatina de cine en comunidad. En varias ocasiones tuve que dejar de mirar a la pantalla porque no resistía tanta violencia. El metraje me pareció un poco excesivo. La película está basada en la historia real del sargento del Ejército de Estados Unidos Desmond Doss, un cristiano Adventista del Séptimo día que se negó a portar armas en el frente y que, sin embargo, fue condecorado por el presidente Harry S. Truman por haber salvado la vida a más de 75 hombres bajo el constante fuego japonés durante la brutal batalla de Okinawa, en la Segunda Guerra Mundial. La película es sencillamente impactante. Es probable que gane más de un Oscar. De hecho, tiene seis nominaciones. Lo sabremos el próximo 26 de febrero.

Este VI Domingo del Tiempo Ordinario viene sobrecargado. ¿Veo alguna relación entre la película de Mel Gibson y las lecturas de hoy? Sí. El soldado Desmond Doss, a pesar de convertirse en el hazmerreír de sus compañeros en el período de instrucción, no claudica de sus convicciones cristianas y se declara objetor de conciencia. Está dispuesto a servir a su pueblo, pero no a empuñar un arma. Se entrega como nadie para salvar vidas (incluyendo las de algunos japoneses), pero no quiere derramar ni una sola gota de sangre del enemigo. Opta por servir como asistente sanitario, no como soldado. Al final, el tiempo le dio la razón. Se tomó en serio lo que nos dice la primera lectura de hoy, extraída del libro del Eclesiástico: “Él te ha puesto delante fuego y agua, extiende tu mano a lo que quieras. Ante los hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará lo que prefiera” (Eclo 15,17-18). Desmond Doss eligió la vida en un contexto de muerte. Y naturalmente pagó un precio.

Para los que tengáis tiempo, os recomiendo leer con calma los sabrosos comentarios de Fernando Armellini que, en realidad, son como un curso bíblico por entregas semanales. Son necesarias algunas claves para comprender el largo y denso Evangelio de hoy. Yo –como cada semana– me detengo solo en un punto. Creo que la clave de todo se concentra en esta frase de Jesús:  “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud” (Mt 5,17). Jesús, como buen judío, ama la Torah, cree que, a través de ella, Dios ha ido mostrando a su pueblo la dirección del camino de la vida. Pero se da cuenta de que en muchos casos ha sido reducida a un conjunto de preceptos que a veces se utilizan para humillar, condenar y hacer la vida insoportable. Él se siente llamado a devolver a la Ley su sentido auténtico y a llevarla a su cumplimento. El juego Habéis oído que se dijo (en referencia a la Ley antigua) – pero yo os digo (en referencia a la novedad que él trae), además de ser una osada provocación, indica que lo más importante no es cumplir un precepto sino descubrir su sentido, ir a la raíz, colocar el amor como clave todo.

Hoy seguimos padeciendo la misma enfermedad que muchos judíos del tiempo de Jesús. Las personas con mentalidad legalista (que las hay) siguen creyendo que ser cristiano consiste en ser minucioso en el cumplimiento de normas, ritos, preceptos, etc. Identifican, sin más, cumplimiento de las leyes con fidelidad a Dios, como si fuera un proceso automático. Algunos llegan –aunque cada vez menos– hasta el escrúpulo. Me sorprenden los que critican al papa Francisco porque, según ellos, no dice claramente lo que hay que hacer sino que nos invita al discernimiento. ¡Como si eso fuera fácil, una especie de concesión a los flojos! Otros –quizá la mayoría– pasan olímpicamente de toda referencia objetiva y se guían por sus instintos, intuiciones o principios subjetivos.  Jesús no se alinea ni con unos ni con otros sino que nos confronta con la verdad de nosotros mismos. No va contra los preceptos (sin ellos no podríamos vivir) sino que nos invita a descubrir su verdadero sentido. En otras palabras, no nos pide que seamos rígidos sino que seamos radicales. No es lo mismo. El rígido confunde la fidelidad con el cumplimento material de los preceptos sin tener en cuenta su sentido y su contexto. El radical va siempre a las raíces: se pregunta qué significa un precepto y en qué dirección apunta. En fin, que tenemos un domingo entero para dar vueltas a este mensaje desconcertante y liberador a un tiempo. Creo que el soldado Desmond Doss, en medio de un contexto de extrema violencia, supo entenderlo a la perfección. Necesitamos historias de carne y hueso que nos hagan ver que es posible vivir como Jesús también en circunstancias adversas.