sábado, 26 de mayo de 2018

Somos uno, pero solo a veces

La entrevista que ayer tuve con el obispo de Jaffna me hizo ver que la tentación de dividir la comunidad cristiana según casta, lengua y cultura sigue siendo muy fuerte. En cualquier momento pueden surgir conflictos como los que han asolado a parte de la comunidad católica en el estado indio de Tamil Nadu. El obispo atribuye el problema del castismo al fuerte influjo hinduista. Para el hinduismo el sistema de castas es esencial. No se concibe de otro modo la organización de la sociedad. Para el cristianismo, sin embargo, “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). Esta visión de la esencial igualdad de todos los seres humanos fue revolucionaria en tiempos de Jesús y sigue siéndolo hoy. Es la gran novedad que el cristianismo introduce en la historia humana, marcada siempre por los conflictos entre los diversos. 

También hoy debería constituir una aportación decisiva en el camino hacia la unidad de la familia humana. Sin embargo, no siempre se traduce en actitudes y conductas coherentes. Cristianos son el papa Francisco, el ex primer ministro británico Tony Blair, el cantante irlandés Bono, el jugador del Real Madrid Luka Modrić, el presidente de Rusia Vladimir Putin y la canciller alemana Angela Merkel. A la hora de la verdad, si sentaran todos juntos en la misma mesa, ¿se verían como cristianos que reconocen en Jesús a su Señor o predominarían, más bien, los intereses de cada uno? ¿Se sentirían hermanos que comparten una misma fe o extraños que no acaban de reconocerse? Católicos fueron la Madre Teresa de Calcuta y Augusto Pinochet, el hermano Charles de Foucauld y Jacqueline Kennedy… y, sin embargo, ¡cuántas diferencias en sus actitudes y comportamientos! 

Paseando por las inmediaciones del Fuerte de Jaffna (construido por los portugueses, remodelado y ampliado por los holandeses y reutilizado por los británicos), contemplando el atardecer sobre un mar tranquilísimo, viendo pasear por el inmenso paseo marítimo a hindús, budistas, musulmanes y cristianos, me preguntaba qué nos une y qué nos separa, por qué los seres humanos introducimos tantas divisiones. Podría haber parafraseado el texto de Pablo con otras categorías más próximas a la situación que hoy vivimos: “No hay ni hindú ni musulmán, ni católico ni budista, todos somos hijos del mismo Dios, iguales en dignidad, hermanos entre nosotros”. Parece una pintada hippy de los años 60, pero creo que es una expresión de la fe que profesamos. No defiendo un cómodo irenismo ni desprecio el valor pedagógico de cada religión. Solo me pregunto cómo actuaría Jesús en un contexto tan diverso como el actual. 

Hace años, en tiempos de las marchas por la igualdad en los Estados Unidos, se hizo muy popular una canción que en su versión española decía así: “¿De qué color es la piel de Dios? Dije negra, amarilla, roja y blanca es: todos son iguales a los ojos de Dios”. Ese optimismo universalista se fue amortiguando en las décadas posteriores hasta llegar a las olas de xenofobia e intolerancia que vivimos hoy. Desde la vieja Italia hasta la España plural, pasando por otros muchos lugares del planeta, estamos viviendo luchas y exclusiones que parecen de otros tiempos, como si el reloj de la historia, en vez de seguir avanzando, hubiera empezado a girar hacia atrás. 

Creo que el cristianismo tiene que seguir extrayendo de su fe en Jesús todo el potencial unificador que encierra. Me hago cargo de los problemas que esta actitud conlleva. Es fácil ser hermano de todos hasta que hay que repartir la tarta de los beneficios. Entonces, la fraternidad pasa a un segundo plano y se impone la lucha por la supervivencia. La tensión siempre estará ahí. Jesús mismo la vivió. Para los judíos observantes, era “poco” judío; para los provenientes del paganismo, lo era “demasiado”. A pesar de la tensión, Jesús no se dejó doblegar. Sin renunciar a sus raíces, fue más allá de los límites de su pueblo, ensanchó su nacionalismo cerrado, puso las bases de la fe en un Dios “siempre mayor” que “hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Por decirlo con las palabras de la carta a los efesios, “Él unió a judíos y a gentiles en un solo pueblo cuando, por medio de su cuerpo en la cruz, derribó el muro de hostilidad que nos separaba” (Ef 2,14). 

Me parece que en esta línea tendríamos que caminar sus seguidores. Por eso, cuando oigo a hablar a algunos líderes políticos o sociales (que se consideran cristianos) sobre la defensa de patrias pequeñas, intereses de clase, casta o cultura, me sobreviene un gran pesimismo. Es como si la división de Babel fuera más fuerte que el poder unificador (sin anular las diferencias) de Pentecostés. La fe no acaba de ser un motor de unidad. Se defiende antes y con más energía la propia cultura, lengua o raza, que la común fraternidad humana. En fin, se ve que el calor húmedo de esta Jaffna asomada al océano Índico me altera un poco las neuronas.

viernes, 25 de mayo de 2018

Las cicatrices de la guerra

Ayer acabé agotado. El viaje desde la misión St. Francis Xavier-Thevakiraman en Aligambay hasta la ciudad norteña de Jaffna nos llevó casi doce horas en coche. Fuimos bordeando el mar hasta la ciudad-puerto de Triconomalee. A diferencia de la zona centro del país, que es muy montañosa, esta franja costera es llana, con abundantes campos de arroz y muchas lagunas en las que la gente pesca. A ratos nos acompañó una fuerte lluvia tropical. A medida que nos internábamos en la costa norte, empezaron a verse con claridad los restos de la cruenta guerra civil que asoló este país (y, de manera especial, la zona noreste) de 1983 a 2009. Casas destruidas o quemadas, numerosos campamentos militares y la sensación de que llevará tiempo reconstruir lo que la guerra destruyó. Desde el punto de vista material, se notan algunos progresos, como, por ejemplo, las nuevas carreteras y el renacimiento del turismo. Abundan los resorts a pie de playa y otros establecimientos más populares. Se ven algunos turistas extranjeros, aunque menos que en otras zonas del país. Lo difícil será restablecer la confianza entre la mayoría cingalesa y la minoría tamil. Hablé de este asunto con el obispo de Kandy. Él me insistió mucho en que todos los habitantes del país fueran bilingües para evitar que una cultura se imponga sobre la otra y de este modo facilitar la comunicación y el encuentro. 

La guerra de Sri Lanka es una más de las muchas que se han dado y se siguen dando en el mundo para encajar los diversos pueblos en un proyecto compartido. También en Europa hemos tenido fenómenos de este tipo que, con la aparente noble causa de la libertad, han causado un sufrimiento indescriptible. Estoy pensando en el IRA irlandés o en la ETA vasca, aunque se trata de fenómenos singulares. La tentación de las mayorías de imponer su modelo lingüístico, cultural y político y la tentación de las minorías de recurrir a la violencia y el terrorismo para defender el suyo es una constante en casi todos los lugares. Esto tendría que ayudarnos a comprender que solo hay futuro a través de una educación abierta que nos ayude a integrar la pluralidad. De hecho, hay países que, no sin tensiones, lo han logrado. Defender hoy, en este mundo globalizado, estados monoculturales, monoétnicos y monolingüísticos es un sueño imposible que va contra la lógica de la movilidad humana. Por eso, hay que imaginar nuevas formas de convivencia y de organización política que huyan de los modelos rígidos del pasado y ayuden a integrar las diferencias. Aquí echo de menos mucha creatividad. Parece que nos cuesta romper el modelo excluyente (esto o lo otro) y adentrarnos en un modelo inclusivo (esto y lo otro). Tampoco en este terreno aprendemos la lección de la historia. Mientras tanto, las cicatrices de la guerra permanecen como recordatorio de la barbarie humana. Tanto los tigres tamiles como el ejército nacional cometieron tropelías inenarrables.

El calor me mantiene en un estado de sopor constante. Yo soy hombre del frío. Sobrellevo como puedo la altísima humedad de esta ciudad costera mientras me someto a un programa tan lleno de actividades que a uno le entran ganas de pedir vacaciones. No estoy hecho para tantas ceremonias de recibimiento, tantas visitas y tantos discursos protocolarios. Si me dejase llevar de mi estilo personal, lo consideraría casi una pérdida de tiempo. Pero si entro en las claves culturales de estas gentes, comprendo que se trata de signos auténticos de hospitalidad y delicadeza. Es obvio que lo segundo triunfa sobre lo primero. Quiero dejarme sorprender por la fuerza de la vida y no tanto por la rigidez del programa. Intentaré acercarme a algunas de las víctimas de la guerra para sentir de cerca el drama humano que vivieron. No pretendo juzgar a nadie. Demasiado tienen con haber sufrido en carne propia una guerra entre hermanos. No hay familia que no cuente con algún muerto, herido o desplazado. Nueve años es muy poco tiempo para pasar página y proseguir como si nada hubiera pasado. Hay que seguir trabajando por la reconciliación. En eso estamos.

jueves, 24 de mayo de 2018

Una periferia rodeada de elefantes

Creo que fue el teólogo hispano-salvadoreño Jon Sobrino quien hace ya muchos años empezó a hablar de desierto, periferia y frontera. Según él, si la Iglesia quiere renovarse tiene que caminar en esas tres direcciones. Se trata de metáforas que describen tres procesos de conversión. Del desierto se habló mucho en los años 70 y 80 del siglo pasado. Se hicieron muy famosos algunos libros como las Cartas desde el desierto de Carlo Carretto. De las fronteras y periferias también se habló y se escribió bastante en el contexto de la teología de la liberación, pero luego se fue perdiendo fuelle, aunque siempre ha habido cristianos en esas posiciones. Tras unos años de silencio, se han puesto otra vez de moda con el papa Francisco. Él habla a menudo de las periferias geográficas, culturales y existenciales como expresión de la Iglesia “en salida”. No hay documento eclesial de cierto relieve que no invoque hoy estos conceptos. Se han multiplicado los congresos y cursos. Ahora mismo, sin ir más lejos, se está celebrando en Guatemala un taller sobre el significado de las periferias en la misión claretiana. Quienes se encuentran en ellas no suelen teorizar mucho sobre este concepto. Se concentran en vivir esa aventura humana y espiritual. Los que estamos en el centro corremos el riesgo de sucumbir a la moda, de usar mucho la palabra periferia, pero sin que haya una conversión significativa. 

Ayer no pude escribir mi entrada en el blog porque me encontraba precisamente en una periferia geográfica, existencial y cultural en la que no hay conexión a internet, pero sí muchos elefantes que llegan incluso a destrozar algunos elementos de la misión. Después de más de cuatro horas de coche, llegué desde la misión de Ballakatuwa a la de Thevakiraman en Aligambay. Aquí se encuentra un grupo humano formado por unas 2.000 personas agrupadas en 370 familias. Descienden de tribus nómadas que emigraron hace décadas a Sri Lanka procedentes del estado indio de Andra Pradesh. Siguen hablando entre ellos telugu, la lengua de ese estado indio, pero la mayoría puede expresarse también en tamil. Tradicionalmente nómadas, el jesuita alemán Godfrey Cook consiguió para ellos unas tierras a 12 kilómetros de la ciudad de Akkaipattu. El objetivo era que se asentasen para mejorar sus ínfimas condiciones de vida. De hecho, en Sri Lanka eran vistos como los “gitanos indios”. Corría el año 1955. El padre Cook hizo después la escuela para que los niños recibieran una mínima educación y comenzó la tarea de evangelización. El 9 de abril de 1961 se bautizaron unas doscientas personas. Hoy, al cabo de casi 60 años, años, todo el poblado es católico, lo que constituye una rara excepción en el contexto multirreligioso de Sri Lanka. 

En 1990 tuvieron que abandonar sus hogares por causa de la guerra. Después de 2002 muchos volvieron, pero encontraron todo destruido. Poco a poco, han conseguido construir algunas casas y salir adelante a base de ocupaciones extrañas: algo de caza en la selva, exhibiciones con serpientes y perros, juegos de adivinación, etc. Su existencia es muy precaria, aunque, curiosamente, su expectativa de vida es muy alta. Hay entre ellos varios centenarios. 

Los claretianos llegamos a este lugar en enero de 2015. Desde entonces, no hemos parado hasta ir consiguiendo algunos logros. Se terminó la iglesia de la misión, se amplió la escuela, se consiguieron becas para los alumnos más aventajados… Ahora los mayores desafíos consisten en lograr que el gobierno del país haga un plan de vivienda digna, resuelva el problema del suministro de agua y amplíe la oferta educativa. Como suele suceder, los políticos pasan, prometen, se van y todo sigue igual. Lo que importa es que alguien se quede a vivir en esta periferia y, desde dentro, anime a la gente a luchar por sus derechos, asumir sus responsabilidades y conjuntar esfuerzos. Ayer por la mañana tuve ocasión de visitar el poblado y la escuela y de reunirme con el grupo de 19 profesores de mayoría hindú, con la excepción de dos católicos y una musulmana (que, por cierto, observó con todo rigor el ayuno del Ramadán mientras los demás degustábamos un sobrio almuerzo). Por la tarde, concelebré la eucaristía en la iglesia nueva (todo el rito discurrió en tamil), me reuní con un buen grupo de hombres, mujeres y niños, escuché las exposiciones de sus líderes y compartí la cena. Como es lógico, estaban muy agradecidos a los claretianos por el trabajo hecho, pero presentaron también sus reivindicaciones. 

Mientras escuchaba con atención la traducción al inglés que me hacía uno de mis compañeros, pensaba que había merecido la pena construir una iglesia hermosa como la que ahora tienen. Los pobres se merecen que la casa de Dios y la casa del pueblo (es decir, su casa comunitaria) sea digna y bella. Esto les da un gran sentido de pertenencia y les ayuda a luchar juntos por sus derechos. Hacía tiempo que intuía algo de esto, pero ayer lo vi con bastante claridad. Y eso que terminé el día deshecho después de tantas ceremonias (con parada de motos incluida), saludos, encuentros y celebraciones.


martes, 22 de mayo de 2018

¿Buda sonriente o Cristo crucificado?

Sri Lanka es un país de mayoría budista. En cualquier calle, plaza o cruce de caminos se puede encontrar una estatua de Buda en cualquiera de las tres posturas clásicas: de pie, dormido o sentado. La más frecuente es esta última. Hay Budas de todos los tamaños: desde gigantescas estatuas asentadas en las faldas de las montañas o erguidas en las cumbres hasta diminutos llaveros. Pareciera que el país entero está cubierto por un aura de incienso y beatitud. No importa que haya terminado una cruenta guerra civil hace solo nueve años. Este es un friendly country, un país amigable que acoge con buenos ojos al extranjero, ya sea un simple turista como yo, o un peregrino u hombre de negocios. Aquí puedo presentarme como misionero católico sin que las autoridades me tachen de proselitista, como sucede en la India. Escribo estas líneas en Ballakattuwa, un enclave montañoso cerca de la ciudad de Badulla. Es un lugar tan natural que muchos trepan hasta las cumbres para respirar el oxígeno más puro del planeta. Al menos, eso dicen los guías locales. Las faldas de las montañas están cubiertas de plantaciones de té. Nuestra pequeña comunidad claretiana se dedica a acompañar a las más de 140 familias católicas esparcidas por los alrededores. Se trata en su mayoría de gente de mediana edad o anciana. Los jóvenes que pueden escapan a Kandy o Colombo en busca de mejores oportunidades de trabajo.

Pero volvamos a Buda. A un cristiano que viene de Occidente le sorprende la placidez con la que este sonriente personaje le saluda a uno desde su tradicional postura del loto. Es como si le dijera algo parecido a esto: “Tranquilo, be kind, sé amable, la vida se vive de otra manera desde la compasión y la sonrisa”. Una ola de budismo soft invade Occidente. Llega desde los cabellos grises de Richard Gere hasta las corbatas de los ejecutivos que practican mindfulness para mantener su equilibrio personal en medio de una vida estresada. Frente a esta visión serena de la vida, parece que Jesús desentona. Entendámonos, no el Jesús maestro de sabiduría y sanador (que, en este punto, puede coincidir mucho con Buda), sino el Jesús colgado de una cruz. ¿Cómo se puede comparar a un Buda sonriente con un Cristo crucificado? Hoy no estamos para mucha sangre. Reivindicamos un mundo no violento, creemos en la revolución de la sonrisa. ¡Hasta los cristianos hemos puesto de moda la misericordia y la compasión! Da la impresión de que Occidente se ha cansado de tanta cruz y se siente atraído por el Buda sonriente, las barritas de incienso, la flor de loto y la meditación a golpe de gong.

Yo mismo siento un gran respeto por la sabiduría que el budismo transmite. Como me repitió varias veces el monje budista con el que me encontré el domingo pasado en su templo, el budismo es un estilo de vida, un arte de vivir. No se rompe la cabeza con cuestiones doctrinales o dogmáticas. Simplemente, nos acompaña a lo largo de la vida hasta llegar al enlightment (la iluminación) y, si es posible, al nirvana (esa experiencia parecida al nihilismo que no hay modo de caracterizar conceptualmente). Cuando, desde estos planteamientos, contemplo el cuerpo desnudo de Jesús sobre la cruz, me pregunto por qué el cristianismo ha escogido este símbolo como expresión del amor en vez de haber difundido la imagen de un Cristo resucitado sonriente y amable, como si fuera una especie de Buda redivivo. Quiero saber qué significa la experiencia cristiana de la redención, el hecho de morir por amor. Se ha escrito mucho sobre la distinta actitud de Sócrates y Jesús ante la vida y la muerte. Algo parecido podría decirse con respecto a Jesús y Buda. Siento dentro de mí una respuesta clara, pero no me parece prudente ahora enfilar este discurso. Me limito a colocar las dos imágenes en paralelo para que cada uno de los lectores de este Rincón saque sus propias consecuencias. ¿Por qué creo en un Jesús crucificado cuando podría dejarme seducir por un Buda sonriente?

lunes, 21 de mayo de 2018

Conversación con un "esclavo" moderno

Ayer, a eso de las cuatro y media de la tarde (hora de Sri Lanka), me llegó la noticia de que, al acabar el rezo del Regina Coeli, el papa Francisco había anunciado el próximo nombramiento de 14 nuevos cardenales. Entre ellos hay dos españoles: el primero (monseñor Luis F. Ladaria) fue profesor mío en la Universidad Gregoriana de Roma. El segundo (Aquilino Bocos) es claretiano. Siendo provincial de Castilla, recibió mi profesión perpetua en el lejano 1980. En estos casi 40 años he tenido la oportunidad de colaborar muy estrechamente con él en multitud de actividades. Hoy tendría que dedicar mi entrada a ellos, pero prefiero dejarlo para más adelante, quizás para el consistorio del próximo 29 de junio. Mientras, los periódicos y muchos medios de información religiosa multiplican los perfiles y comentarios. Aunque poco a poco se va superando la imagen principesca que antiguamente se tenía del cardenalato, todavía hay que cambiar muchas cosas para que esta institución no parezca un residuo medieval sino que se convierta en un verdadero órgano consultivo en el gobierno de la Iglesia. El papa Francisco, no sin fuertes críticas y resistencias, va caminando en esta dirección.

Pero vayamos al grano. Ayer tuve la oportunidad de hablar un largo rato con un “esclavo moderno”. La expresión puede sorprender, pero es rigurosamente exacta. Me explico. Se trata de un estudiante claretiano que cursa sus estudios de teología en el Seminario Nacional de Kandy. Tiene 27 años. Él, como el resto de nuestros estudiantes de teología, interrumpe sus estudios después del segundo curso para tener un año completo de experiencia pastoral. Durante estos doce meses todos los estudiantes, divididos de dos en dos, dedican un tiempo a enseñar a los hijos de padres que trabajan en plantaciones de té y no pueden ir a la escuela con regularidad, pasan un tiempo en un centro de asistencia a los afectados por la guerra colaborando como voluntarios, tienen experiencias de contacto con budistas, musulmanes y anglicanos viviendo con ellos en sus monasterios o templos y… trabajan como “esclavos” durante tres meses en una de las varias fábricas de ropa (garment factories) repartidas por el país. En estas fábricas se confeccionan muchas de las prendas de moda que luego se venden en las tiendas europeas y americanas.

La jornada comienza a las 7 de la mañana y termina a las 7 de la tarde, pero puede prolongarse un par de horas más si el jefe dice que hay pedidos urgentes. Se hace un descanso de media hora para la comida de mediodía y alguna pequeña pausa para tomar té a media tarde. El resto del tiempo se trabaja bajo el control de rígidos supervisores. Quien lo solicite dispone de dos semanas de vacaciones no remuneradas al año. En realidad, se trata de una hipócrita suspensión de empleo y sueldo. Naturalmente, nuestros estudiantes de teología no se presentan como religiosos y ni siquiera como gente con estudios. De lo contrario, no entenderían qué pintan ahí y hasta es probable que no los admitieran. Disimulan que saben inglés. Procuran pasar desapercibidos. Trabajan de lunes a sábado. Solo descansan el domingo. Ganan 1.800 rupias, lo que equivale a unos 118 euros al mes. Con eso tienen que pagarse la comida diaria (que compran en alguna tienda cercana) y el alquiler de una habitación muy modesta. El salario no da para más. A veces, si trabajan más horas, les dan el irressistible incentivo de un euro.

Asomarse a un mundo tan oscuro cambia la vida de estos muchachos de 22-25 años. Todos sabían que existían fábricas de este tipo, pero no habían vivido por dentro su miseria. Trabajar, codo con codo, con estos obreros, escuchar sus historias, apoyar sus reivindicaciones, supone una inmersión en “la otra cara de la vida”, esa que en la universidad se toca solo como objeto de reflexión, pero sin que produzca una verdadera sacudida interior. Los riesgos que estos muchachos corren son muchos y de vario tipo. Van desde el cansancio al enamoramiento, pasando por la rabia, la sensación de inutilidad y la sequía espiritual. Pero, debidamente acompañados, transforman la prueba en un aprendizaje que dará a su futuro ministerio la dosis de realismo y humanidad que un misionero necesita para acompañar a la gente. 

En nuestras iglesias de Europa hace tiempo que no se hace algo parecido. Es cierto que las circunstancias son muy distintas, pero nunca habría que prescindir de este contacto directo con el submundo de la explotación. Sí, todavía hoy siguen existiendo “esclavos”. Me duele su situación, pero lo que más rabia me produce es que muchos de nosotros estamos contribuyendo a que este sistema injusto se consolide comprando a bajo precio los productos que se elaboran con el esfuerzo apenas remunerado de estos miles de trabajadores. Podemos hacer mucho para que este sistema de esclavitud moderna no se consolide como algo normal. Deberíamos exigir a las grandes multinacionales que respeten los derechos de los trabajadores, aunque esto suponga que nosotros tengamos que pagar algo más por sus productos. Y, si no, lo mejor es dejar de comprarlos.

domingo, 20 de mayo de 2018

Lecciones en la estancia superior

Entre el accidente aéreo de Cuba y la boda real de Inglaterra hay un arco de acontecimientos que llenan los periódicos de este fin de semana. Las personas afectadas por el primero asociarán siempre estas fechas al dolor y a la pérdida. Los millones de personas que se han dejado seducir por el segundo seguirán comentando durante días los detalles de una boda que parece extraída de un cuento de hadas. Esto sucede a ras de suelo, en la “planta baja” de nuestro mundo, por así decir. Si subimos a la “planta superior”, encontramos a una comunidad un poco miedosa agrupada en torno a María, la madre de Jesús. No saben bien qué hacer. Les da miedo salir a la calle. Es una comunidad replegada, pero, cuando menos lo piensan, experimentan la irrupción del Espíritu Santo en sus vidas. ¡Estamos en Pentecostés! El libro de los Hechos de los Apóstoles narra la escena con mucha fuerza: “Se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse”.

Este año, la fiesta de Pentecostés me coincide en Kandy, una antigua y hermosa ciudad de Sri Lanka, encaramada sobre las montañas, lo que hace que el clima sea más suave que en Colombo. Aquí, en compañía de 25 claretianos, estoy celebrando la irrupción de este “viento” y este “fuego” que transforma el miedo en audacia y la mudez en anuncio vigoroso. Entre nosotros no hay partos ni elamitas, sino srilanqueses, indios, ugandeses, tanzanos y un pobre español… que pasaba por aquí. También nosotros experimentamos que, en la diversidad de lenguas, puede haber una experiencia de comunión. Desde las ventanas de la “estancia superior” en la que oramos podemos ver que en la enorme plaza del mundo hay asiáticos, africanos, europeos, americanos, oceánicos… y hasta habitantes de este inmenso continente que es el mundo digital. ¿Qué lengua nos va a permitir entendernos, cómo haremos para que este mundo tan plural no se vuelva loco? ¿Triunfará Babel o nos reuniremos en Jerusalén? Los comerciantes y políticos nos responden que la lengua mundial es el inglés. Algunos se aventuran a sugerir el chino como el idioma dominante en el futuro. Pocos apuestan ya por el esperanto. Nosotros callamos y observamos. Mientras repaso estos pensamientos, asciendo por el caminito que sube hasta el templo budista contiguo a nuestra casa. Saludo al monje que lo custodia y me entretengo un rato charlando con él y visitando el templo. Mañana tendré oportunidad de escribir algo más sobre este encuentro si dispongo de tiempo para ello.

En esta “estancia superior” de nuestra casa de Kandy se han producido en los últimos meses algunos fenómenos curiosos. El contraste entre asiáticos y africanos es evidente. Si yo me meto en liza aumentan las diferencias. Desde niño fui educado para no comer con las manos. Pronto aprendí a manejar la cuchara, el cuchillo y el tenedor. Llego aquí y veo a hombres hechos y derechos comiendo con las manos. Hoy no me extraña, pero la primera vez que viajé a Sri Lanka y a la India esta costumbre me produjo un poco de repugnancia. Desde niño se me enseñó a no andar descalzo, a pesar de que los médicos consideran que es una práctica saludable. Aquí, cada vez que entro a la capilla, tengo que desprenderme de mis sandalias y moverme descalzo por la moqueta que cubre el suelo. No importa el ejército de bacterias que se adhieren a la planta de los pies. Me acuerdo del libro del Éxodo: “Descálzate porque la tierra que pisas es sagrada”. Uno podría rebelarse, pero enseguida comprende que no sirve de nada: “Donde fueres, haz lo que vieres”. Las diferencias van mucho más allá del modo de comer y de orar. Tienen que ver con la manera de ver el mundo, reflejada en lenguas que poco o nada tienen que ver con nuestras lenguas latinas. ¡Todo es tan diferente! ¿Qué nos permite entendernos y vivir juntos en armonía? No las lecciones aprendidas en un taller de interculturalidad, sino, sobre todo, la lengua del Espíritu, que no es otra que el viento y el fuego del amor. Acabo de compartir una interesante conversación con el obispo de Kandy sobre este asunto. Él es un hombre de reconciliación en un país donde las heridas de la guerra civil siguen todavía abiertas.  Los frutos de Pentecostés no acaban de ser muy visibles. Hay que salir a las plazas y a los caminos.

sábado, 19 de mayo de 2018

El "otro" sábado santo

Llegué a la hermosa ciudad de Kandy ayer por la noche. Esta mañana, mientras oraba en la capilla de la casa de formación que los claretianos tenemos en esta ciudad del centro de Sri Lanka, entraba el sol naciente por las vidrieras de la pared frontal. ¿Cómo no recordar aquello de ex Oriente lux? La luz de la espiritualidad nos viene de Oriente. No quiero apuntarme a la moda orientalista, pero reconozco que en esta parte del mundo las cosas se ven de otra manera, aunque la cultura consumista globalizada está también minando la ancestral espiritualidad de estos pueblos. Mientras me dejaba acariciar por la luz suave del amanecer, he pensado que hoy, último día del Tiempo Pascual, tiene un cierto parecido al Sábado Santo. Es como si, tras cincuenta días de gozo contenido, cayera el telón mientras en la pantalla se lee un mensaje escrito con grandes letras: The end. Esto se acaba. Fin del juego. De hecho, las lecturas que hoy nos propone la liturgia tienen el sabor del final. Se acaba el libro de los Hechos de los Apóstoles y se acaba el evangelio de Juan. ¿Y ahora qué?

Es curioso que los Hechos de los Apóstoles, después de haber acompañado a Pablo en sus correrías apostólicas, no narren su muerte. Simplemente el libro concluye diciendo que “vivió allí dos años enteros a su propia costa, recibiendo a todos los que acudían, predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos”. Ni una palabra acerca de su decapitación. La iglesia de Roma mantiene todavía hoy su recuerdo. La enorme basílica de San Pablo Extramuros conserva sus restos. No es ahora el momento de entrar en discusiones arqueológicas o teológicas. Del final del evangelio de Juan me llama la atención un apunte: “Éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero”. Es como la firma. Quien escribe se hace responsable de lo escrito. Quiere transmitir a las futuras generaciones que su narración es más verdadera que la mera crónica de unos cuantos hechos referidos a Jesús. Nos ha ofrecido el significado auténtico de su historia. Solo bajo la acción del Espíritu Santo se puede atrever uno a interpretar unos hechos que, contemplados desde fuera, podrían parecer anodinos o insignificantes.

Este “otro” sábado santo, como el que precede al día de Pascua, conecta muy bien con el espíritu de nuestra época. Muchos tenemos la impresión de que algo se está acabando: un modo concreto de ser Iglesia, un tipo de política partidista, un mundo en bloques… Uno podría entrar fácilmente en depresión. En realidad, el final del mundo es el final de “nuestro” mundo. Cuando nos roban las referencias que siempre nos habían dado seguridad, nos sentimos como si todo se acabase, como si estuviéramos ya fuera del campo de juego. Siguen sucediendo cosas, pero ya no las sentimos como “nuestras”. Son cosas que pasan fuera, no acontecimientos que tienen que ver con nosotros. Esta sensación de que un mundo se acaba puede ser –por paradójico que parezca– una oportunidad para entender qué significa la irrupción del Espíritu Santo, por qué sin Espíritu todo parece ajado, viejo. Mañana celebraremos la fiesta de Pentecostés. Entraremos litúrgicamente en el tiempo del Espíritu Santo. Quizás nos sea dado comprender que el mundo nuevo es obra suya, que solo hay verdadera novedad cuando él transforma todo. Mientras tanto, es bueno vivir este “otro” sábado santo en actitud expectante, reunidos con María en ese cenáculo pequeño de nuestros propios temores y deseos.