sábado, 7 de diciembre de 2024

Como ovejas sin pastor


El evangelio de este sábado de la primera semana de Adviento contiene una frase de Jesús que se puede aplicar a nuestra situación: “Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor»” (Mt 9,36). Jesús conocía muy bien a la gente de su tiempo. Jesús conoce muy bien a la gente de nuestro tiempo. ¿Cómo nos ve? Nos ve “extenuados y abandonados”. Es decir, nos ve cansados, derrotados por el trajín diario, afanosos por sacar adelante nuestro trabajo, oprimidos por el exceso de información, acogotados por el control burocrático, saturados de estímulos que no podemos procesar, ansiosos por llegar a una meta que desconocemos. 

Pero lo más grave es que nos ve “como ovejas que no tienen pastor”; es decir, confundidos, desorientados, solos, sin nadie que nos acompañe, estimule, alimente y corrija. Como si estuviéramos condenados a buscarnos la vida en solitario. “Que cada palo aguante su vela”, solemos decir usando un lenguaje marinero. En esta lucha, los más espabilados triunfan; los demás se quedan rezagados por el camino.


¿Es verdad que andamos por la vida “como ovejas sin pastor”? No es justo generalizar. Muchas personas se sienten identificadas con el salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. Para ellas, Dios es la presencia que las acompaña siempre. No se sienten nunca abandonadas. Pero lo más normal es encontrarse con hombres y mujeres que están perdidos en el laberinto de esta sociedad compleja. Tan pronto buscan desesperadamente a alguien con quien hablar como se refugian en un mutismo asfixiante. Creo que es más frecuente en los jóvenes y en los adultos que no han superado los 40 años. 

No es cuestión de criticar. Esa no es la actitud de Jesús. Según el evangelio, él “se compadecía” de las personas extenuadas y abandonadas. No reaccionada desde la indignación o la indiferencia, sino desde la compasión. ¿Cómo expresaba Jesús su actitud compasiva? El evangelio es también claro: “enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia”. Enseñar, anunciar la buena noticia y curar las dolencias son las actividades principales de quien se siente llamado a prolongar la misión de Jesús.


Esta empresa es tan extensa y ardua que exige muchos operarios. Por eso, Jesús le pide al Padre que siga suscitando hombres y mujeres que puedan trabajar en ella. Hay que enseñar el camino de la verdad a quien se siente perdido. Hay que anunciar el evangelio del reino a quien vive oprimido por la culpa o el sinsentido. Hay que curar muchos desajustes, adicciones y enfermedades que hacen la vida insoportable. Y todo ello en comunidad y gratuidad. No están los tiempos para ir por la vida como francotiradores, aunque a veces dé la impresión de que las acciones en solitario son más rápidas y eficaces. Toda misión eclesial es siempre comunitaria. El “de dos en dos” tiene una fuerte carga simbólica, y más en estos tiempos de rampante individualismo. 

Por otra parte, la gratuidad es el lenguaje de la gracia. Necesitamos bienes materiales para vivir con dignidad, pero no podemos ir mercadeando con el tesoro de la gracia. El verdadero enviado siempre está dispuesto a ayudar sin esperar nada a cambio. A veces recibe su recompensa en dinero, pero no hay recompensa mayor que la satisfacción de haber formado parte del equipo de Jesús que sale a los caminos de la vida para que nadie camine en solitario, como oveja sin pastor.

Por cierto, hoy celebramos una de las cuatro memorias obligatorias del tiempo de Adviento: la de san Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia. Él fue un verdadero pastor que dio la vida por sus ovejas de Milán. sus escritos siguen iluminando el camino de hoy. 


viernes, 6 de diciembre de 2024

Casi medio siglo


La Constitución española cumple hoy 46 años. No es un texto perfecto, pero ha servido para regular la convivencia durante cerca de medio siglo. Es verdad que la España de hoy no se parece mucho a la de los años 70 del siglo pasado. En algún momento habrá que hacer cambios, pero sin perder el espíritu de consenso que dominó entonces, cuando no era fácil pasar de un régimen dictatorial (algunos prefieren llamarlo autoritario) a otro democrático. No sé cuántos españoles habrán leído este texto. Sospecho que no muchos. Yo lo hice cuando se aprobó, pero creo que no he vuelto a leerlo entero. La Constitución no es la biblia laica, sino un marco legal que permite integrar las diferencias en un proyecto común de convivencia.

Tras años de uniformismo, en España llevamos ya casi 50 años acentuando las diferencias. Desde las nacionalidades, regiones, provincias, comarcas y pueblos, casi todo el mundo tiene algo que reivindicar porque se siente distinto, especial y, en algunos casos, superior. Hasta cierto punto es normal. Los pueblos, como las personas, necesitamos también atravesar la adolescencia y subrayar que la identidad se logra separándonos de los demás. Espero que llegue un día en que maduremos y caigamos en la cuenta de que solo en la relación y la unión aprendemos a ser nosotros mismos. En las personas, como en los pueblos, la identidad se logra por vía de relación, no de exclusión. No veo todavía síntomas de que caminemos en esa dirección. En general, la mayoría de los políticos atizan el fuego de la separación. Consciente o inconscientemente, se apuntan al principio de “divide y vencerás”. Algunos son maestros en este perverso arte, con el alto coste social que implica.


Estamos en Adviento. La Palabra de Dios, sobre todo los fragmentos del libro de Isaías, nos presentan los sueños de Dios para el futuro del pueblo de Israel y de la humanidad. Ninguno va en la línea de la división, sino de la unión. Todos estamos invitados a caminar hacia el monte del Señor, a ser ciudadanos de una Jerusalén nueva, a sentarnos a la misma mesa en el banquete del nuevo reino, a integrar las polaridades y diferencias, a convertir las lanzas de guerra en podaderas. Me gusta mucho el mensaje de la carta a los Efesios: “Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad” (Ef 2,13-14). 

Por desgracia, la enemistad social está subiendo puntos. Va en contra de esa “amistad social” que el papa Francisco defiende en su encíclica Fratelli tutti. En este contexto de creciente discordia, necesitamos profetas laicos -honrados, creíbles, valientes- que denuncien nuestro cainismo y se atrevan a proponer formas de convivencia respetuosas y constructivas en nuestras sociedades abiertas. La heterogeneidad es cada vez mayor. De no encontrar valores compartidos y mantenidos, acabaremos haciendo inviable el concepto de España o de Unión Europea, por poner solo dos ejemplos próximos. No confío demasiado en el liderazgo de los políticos, porque están demasiado vendidos a intereses personales y corporativos. Pero sí creo en esos “profetas laicos” que pueden rearmar moralmente a la sociedad, como ha sucedido en otros tiempos.


No puede haber respeto por la Constitución -o por cualquier otra ley menor- si no hay una clara conciencia cívica, si no somos educados desde niños en el aprecio del bien común y no tanto en la búsqueda obsesiva del bienestar personal. Hay países que, sin ser perfectos, han logrado un alto grado de civilización. El mío, aun contando con una sociedad civil extraordinaria, tiene todavía muchos pasos que dar. 

Creo que uno de ellos es la sustitución de los partidos políticos por otras formas más democráticas de participación ciudadana en las que los políticos respondan a las necesidades de las personas que los apoyan y den cuenta cabal de sus actuaciones. Como este cambio no interesa nada a los partidos tradicionales, tardará mucho en producirse, pero no veo otra salida. De lo contrario, el clientelismo, el arribismo y la corrupción acabarán matando los verdaderos ideales democráticos. La Constitución será papel mojado. 

jueves, 5 de diciembre de 2024

Más que un museo


Emmanuel Macron tenía mucho interés en sacar rédito político de la reapertura de la catedral parisina de Notre Dame, pero el panorama se ha complicado mucho. El primer ministro Michel Barnier ha durado apenas tres meses en el cargo. No están yendo bien las cosas en el país vecino. En este clima de gran inestabilidad y frustración, pasado mañana se volverán a abrir las puertas de Notre Dame tras un complejo y carísimo proceso de restauración que ha durado más de cinco años. 

Recuerdo muy bien el incendio que tuvo lugar el 15 de abril de 2019. Yo me encontraba en Buenos Aires. Desde allí escribí una entrada en este blog titulada El poder de los símbolos. Terminaba con estas palabras: “Es posible que muchos piensen que se ha perdido un eslabón de la historia sin el cual no es posible reconstruir la cadena de nuestra identidad colectiva. Pero no hay mal que por bien no venga. Tal vez un incendio puede reencender la llama de una fe que parecía olvidada, pero que se mantenía viva bajo las cenizas de la indiferencia o el escepticismo”.


No sé lo que sucederá a partir de ahora, pero sé lo que ha sucedido en estos cinco últimos años. Desde el primer momento se sucedieron las donaciones, hasta el punto de que se ha conseguido más dinero del necesario para completar la restauración. Y desde el primer momento varios equipos de profesionales han acometido un proyecto modélico, poniendo lo mejor de su técnica y arte al servicio de un símbolo universal. Se podría decir que la catedral que ahora se reabre es más hermosa, limpia y segura que la que existía antes del incendio. 

No estoy seguro de que, tras la retirada de las cenizas, la restauración y la reapertura, se reencienda la llama de la fe en muchas personas, pero no es improbable que muchos se sientan conmovidos ante la belleza de un lugar que remite a Dios. Notre Dame ha sido escenario de innumerables conversiones a lo largo de la historia. ¿Por qué no puede seguir siéndolo en el siglo XXI? 

Lo que nadie puede poner en duda es que cuando los seres humanos nos empeñamos colectivamente en algo somos capaces de encontrar los recursos humanos y materiales para lograrlo. Los franceses, incluso muchos no creyentes, ven en Notre Dame un símbolo de su identidad nacional, de su historia compartida. Por eso, han logrado en un tiempo récord devolver a “su” catedral el esplendor perdido en el incendio. ¿Qué pasaría si aplicaran el mismo entusiasmo a otras causas igualmente nobles como la reconciliación política o la lucha contra la pobreza y la desigualdad? Cuando queremos, podemos.


Quienes concibieron la idea de una catedral en el Medievo y se aprestaron a realizarla no pensaban en una obra efímera, de usar y tirar. No tenían plazos cortos. Sabían perfectamente que no verían el final. Construían para Dios. Por lo tanto, la obra debería ser hermosa y durar siglos. De hecho, ha llegado hasta nosotros. La verdad, la bondad y la belleza son intemporales. Aunque eran hijos de su tiempo y se atuvieron al estilo imperante, sabían que la casa de Dios va más allá de las modas. Siendo una obra hecha en el tiempo, desafía los siglos. Necesitamos obras así (en el campo de la arquitectura, la música, la poesía, la pintura, etc.) para no sucumbir a la tiranía de lo volátil y efímero. 

Una catedral como Notre Dame nos recuerda de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos. Es una verdadera Biblia en piedra y vidrio. No me extraña que los franceses hayan puesto tanto interés en recuperarla. Quizás es una forma algo nostálgica e indirecta de reconocer que necesitan un mapa para no perderse en el laberinto actual. Pero lo mismo podríamos decir cualquiera de nosotros. Los pueblos que han sido capaces de construir catedrales para Dios al servicio del pueblo están menos expuestos a las idolatrías del presente. Pero para ello hay que saber que una catedral es mucho más que un hermoso museo.



miércoles, 4 de diciembre de 2024

Emprender el vuelo


En medio del trajín de cada día aprovecho algunos momentos libres para ver vídeos de Il Volo, un trío de jóvenes italianos (Piero Barone, Ignazio Boschetto y Gianluca Ginoble) que llevan quince años cantando juntos. Sus voces privilegiadas (dos tenores y un barítono) les permiten interpretar todo tipo de música, desde el género lírico al crossover, el indie pop, las baladas, etc. Lo mismo interpretan un aria de Verdi que un tema de Elvis Presley, Frank Sinatra, Queen… o una canción típica italiana, como 'O sole mio o Volare. Pocos cantantes actuales se atreven con un repertorio tan extenso y variado. 

Comenzaron siendo adolescentes. Ahora frisan los 30 años. Pueden cantar en italiano, inglés, español, francés, portugués o catalán. Tienen fans en muchos países porque prodigan mucho las actuaciones en directo. Como buenos italianos, derrochan simpatía y sentido del humor. Llevan el nombre de Italia por todo el mundo. Aunque cantan canciones de otros, tienen también sus propias composiciones. Además de cantar, tocan varios instrumentos. 

No han tenido tiempo para realizar estudios superiores. Se podría decir que su universidad ha sido la música: estudio personal, ensayos colectivos y conciertos por todo el mundo. Han actuado ante presidentes y reyes. Los ha escuchado en directo el papa Francisco en el aula Pablo VI del Vaticano. Pero también han participado en muchos eventos populares ante un público variopinto. No hay recinto importante (desde la Arena de Verona hasta las termas de Caracalla pasando por el Chicago Theatre o Dubai Opera) que no hayan visitado.


Los conocía desde mis años en Italia (eran asiduos en programas de televisión y en el festival de San Remo), pero ahora los he redescubierto. Me parece que ponen calidad vocal y complicidad afectiva con el público en tiempos de música ruidosa y enlatada. No me extraña que, junto a una admiración generalizada, sean también objeto de envidia y de burla (abundan los memes) por parte de aquellos que no les llegan ni a la suela de los zapatos. No sé por qué a muchas personas la excelencia les produce urticaria. Es como si quisiéramos igualarnos por el rasero más bajo posible, como si todos nos sintiéramos más a gusto siendo súbditos del reino de la mediocridad. 

Con su música popular, Il Volo nos anima a levantarnos de nuestra vida un poco rastrera y emprender el vuelo hacia cotas más altas. Il Volo nos reconcilia con lo mejor de nuestra tradición musical, con el poder de la poesía, con la satisfacción de la obra bien hecha, con la armonía que vence la cacofonía en la que vivimos. Merece la pena escucharlos.





martes, 3 de diciembre de 2024

¿Centrados o distraídos?


Desde niño me ha atraído la figura de san Francisco Javier. Su historia singular es una síntesis de fe, espíritu aventurero, pasión evangelizadora y mucha valentía. Creo que es el prototipo de navarro curtido por la vida. Hace años estuve muy cerca de Goa (India), donde descansan sus restos, pero no pude acercarme hasta su tumba. No sé si se presentará otra ocasión. Lo que sí he visitado algunas veces es el castillo de Javier donde nació este misionero jesuita el 7 de abril de 1506. Vivió solo 46 años. Su apasionante historia es bien conocida. Ha sido inmortalizada por la literatura y el cine. 

Lo que hoy me interesa es subrayar un aspecto de su vida que nos ayuda a los cristianos de hoy. Francisco, tras su conversión en la Sorbona de París, vivió una existencia “centrada” en Dios. Tomó en serio las palabras de Jesús: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo si pierde su vida?”. Vivió a la letra el principio y fundamento de los Ejercicios Espirituales de su compañero Ignacio de Loyola: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima…” (n. 23). Cuando nosotros, enredados en mil preocupaciones, leemos estas palabras, experimentamos una sacudida. No hemos nacido para ser ricos y famosos. O para sufrir miserias. Hemos venido a la existencia “para alabar, hacer reverencia y servir a Dios”.


La formulación de Ignacio suena tan contundente y obvia que nos cuesta imaginar que pueda ser de otra manera. ¿Por qué, si hemos nacido para alabar y servir a Dios, nos perdemos con tanta facilidad? ¿Por qué otros objetivos secundarios polarizan nuestra vida? ¿Por qué nos extrañamos de que no acabemos de ser felices cuando nos empeñamos en tomar otros caminos? La diferencia entre Francisco Javier y la mayoría de nosotros es que él “centró” su vida en ese fin. Todas sus energías físicas, intelectuales y afectivas las puso al servicio de ese ideal. 

Nosotros solemos estar muy dispersos. Creemos en Dios, pero no tenemos inconveniente en encender alguna que otra vela a los ídolos que roban nuestro corazón. Quizá esta duplicidad es la que puede explicar nuestro descontento interior, esa especie de desazón que nos acompaña en la vida y que nunca sabemos de dónde procede. Lo contrario a estar centrado es estar disperso o distraído. Creo que la distracción es una enfermedad de nuestro tiempo. Nos cuesta estar a lo que estamos, ser lo que estamos llamados a ser.


De Francisco Javier se sigue hablando casi cinco siglos después de su muerte. De muchos de los “ídolos” actuales no quedará memoria dentro de unos años. Esa es la diferencia entre los que han buscado reflejar la luz de Dios y quienes buscan deslumbrar con luz propia. Francisco Javier no buscó su prestigio personal. No le importó abandonar Europa (centro de la cristiandad) y aventurarse por tierras del Extremo Oriente. Muchas de las comunidades cristianas que existen hasta hoy son fruto de su pasión evangelizadora. 
Perdiéndose a sí mismo, logró que muchos se encontraran con Cristo y enriquecieran su vida con el don de la fe. 

No estoy seguro de que hoy vivamos esta misma pasión. Las múltiples “distracciones” de la vida moderna nos impiden estar “centrados”, saber cuál es el propósito de nuestra vida y poner todas nuestras energías a su servicio. Por eso, para no perder el rumbo, necesitamos recordar las vidas de los santos. Ellos son como faros que iluminan el camino.

lunes, 2 de diciembre de 2024

Merece la pena pensarlo


A veces dudo de si vivo en el mismo mundo que algunas personas -especialmente políticos- que hacen afirmaciones que me parecen contradecir abiertamente la realidad. O también puede suceder que mi visión esté distorsionada por prejuicios, falta de información objetiva, sentimientos de animadversión, etc. No hay que dar nada por descontado. Lo admito. 

Ayer hice un gran esfuerzo por oír el discurso con el que el secretario general del PSOE clausuró en Sevilla el 41 congreso de su partido. Ya sé que, en actos como ese, todos los políticos se vienen arriba y utilizan un género de autoexaltación que provoca el delirio de sus fans, pero confieso que lo que oí ayer me produjo vergüenza ajena. Tuve que restregarme los ojos para convencerme de que no estaba viendo una película de ciencia ficción, sino que estaba siguiendo en directo, a través de YouTube, un acto político. 

Me temía algo semejante, pero me sorprendió el tono mitinero y la falta de un pensamiento coherente y atado a la realidad. Con todo, lo que me preocupa mucho más todavía es que haya miles, millones de personas que estén dispuestas a seguir apoyando con su voto esta forma errática y oportunista de hacer política. Definitivamente, vivo en otro mundo. Tengo que hacérmelo mirar.


Mientras, el Adviento ha echado a andar. Si no fuera por la contundencia de la Palabra de Dios, que no cambia de año en año, sería imposible mantener el pulso de la esperanza. Son tantos los indicadores que nos empujan a una visión catastrofista de la realidad que, sin la luz y la fuerza de la Palabra, nos dejaríamos caer pendiente abajo. O rellenaríamos el vacío de la desesperación a base de analgésicos o de simples placebos. La sociedad del entretenimiento nos ofrece -es decir, nos vende- un muestrario casi infinito. Es difícil no sucumbir a sus encantos. 

Si todavía conservamos un poco de lucidez, nos damos cuenta de que esos analgésicos o placebos no nos curan del sinsentido, pero por lo menos lo hacen más tolerable. A muchas personas les parece suficiente. Nos hemos ido acostumbrado a moderar nuestros deseos a la medida de la publicidad. Esperar contra toda esperanza nos parece una empresa quijotesca, reservada solo a algunos fanáticos del deporte, de la política… o de la religión.


¿Qué necesitamos para convencernos de que hemos sido creados por y para Dios y de que, por tanto, nuestro corazón siempre estará insatisfecho hasta que descanse en Él? El hecho de que lo pongamos en duda o lo neguemos no cambia la realidad de las cosas. La hace más dolorosa. Retrasa nuestra manera esperanzada de situarnos en la vida. 

¿Qué es lo que necesitamos para dejarnos alcanzar por la gracia de Dios? No es necesario que seamos muy inteligentes o muy buenos. Ni siquiera que seamos unos buscadores inquietos. Basta con que seamos humildes, con que permitamos que Dios se cuele por las rendijas de nuestra fragilidad, con que no vayamos por la vida de “matones” que se las saben todas o de escépticos crónicos que se instalan en su agnosticismo como una zona cómoda, equidistante del compromiso de fe y de la desesperación total. 

El Adviento es el tiempo litúrgico que nos conecta con la objetividad de la revelación y de la fe. Lo que de verdad cuenta no es mi estado emocional o mi lucidez intelectual, sino la acogida de una promesa. No hay en la vida opción más seria y razonable que abrirnos humildemente a las promesas de Dios. Todo lo nuestro es efímero y ambiguo, pero “sus palabras no pasarán”. Merece la pena pensarlo dos veces. 

domingo, 1 de diciembre de 2024

Mirar de pie al Señor que viene


Si sumamos las cifras del nuevo año litúrgico 2025 (2+0+2+5) el resultado es 9; o sea, un número divisible por 3 (3 x 3 = 9). Eso significa que hemos empezado el ciclo C y que nuestro compañero de ruta, sobre todo en el largo Tiempo Ordinario, será el evangelio de Lucas, aunque en algunos momentos nos dejaremos guiar por Juan. 

El primer domingo de Adviento nos ofrece un evangelio dibujado con trazos apocalípticos. Aunque hemos visto algunas películas de este género, los cristianos de hoy, a diferencia de los del siglo I, no estamos muy acostumbrados a interpretar esta simbología cósmica. Por eso, podemos sentirnos desconcertados. Al principio de la creación la palabra de Dios puso orden en el caos inicial. Lo mismo sucederá al final. El caos último será vencido por el Hijo del hombre que vendrá “en una nube, con gran poder y gloria”. Lo que se nos pide es una triple actitud: levantarnos, tener cuidado y estar despiertos. 

Lo primero es permanecer en pie con nuestros ojos fijos en Él. Nosotros no podemos ordenar el caos cósmico y social solo a base de ciencia y técnica. Necesitamos confiar en el Único que tiene “el poder y la gloria”. Así tituló el británico Graham Green su famosa novela. Cuando creemos en la fuerza del Resucitado, dejamos de tener miedo. El final de la historia le pertenece a Él. No hay catástrofe que sea más poderosa que su Palabra.


La segunda invitación de Jesús es a tener cuidado, a estar atentos, a no dejar que se emboten nuestros corazones “con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida”. Vivimos en la sociedad del entretenimiento. No estamos acostumbrados a pensar en el final, ni en nuestro final ni en el final del mundo. Por eso, debemos rellenar el tiempo a base de distracciones. “Yo en la muerte no pienso”, afirman muchas personas. No es que tengamos que estar obsesionados con este hecho ineludible, pero sin tenerlo presente es imposible dar densidad a la vida. 

Con mucha frecuencia me acompaña una octava real que el poeta Luis Blanco Vela transformó así:

Porque sé que nací para salvarme
y tengo que morir –es infalible–,
porque dejar de verte y condenarme
solo con otro dios será posible,
por eso río, duermo, quiero holgarme,
Señor, y tengo amor a lo visible.
Y solo me pregunto en qué me encanto
cuando huyo de la vida por ser santo.


Finalmente, Jesús nos invita a abrir los ojos y orar: “Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre”. Los itinerarios espirituales suelen comenzar con una invitación a despertar porque a menudo vivimos dormidos, como zombis que van de un sitio para otro haciendo cosas, pero sin un propósito definido. De este modo, no podemos reconocer los signos de la presencia de Jesús en medio de nosotros. 

Un discípulo sabe que ya es hora de despertarnos del sueño porque el día final está más cerca. Pero no solo eso. Jesús nos pide que oremos para que podamos escapar del mal que nos envuelve, del caos que amenaza nuestra fe y nuestra esperanza. Empezar el Adviento de este modo nos ayuda a no sucumbir a la Navidad bobalicona que la sociedad del entretenimiento nos vende envuelta en papel celofán. El porvenir no es solo futurum (lo que nosotros podemos programar y ejecutar), sino, sobre todo, adventus (lo que llega como regalo inmerecido). Dios es siempre Adviento.