miércoles, 13 de abril de 2022

Tiempo de relaciones


Acabo de tener una entrevista telefónica con Fran Otero, redactor del semanario católico Alfa y Omega. Hemos charlado sobre una ponencia que tendré la próxima semana en Madrid en el marco de la 51 Semana Nacional de Vida Consagrada. El tema es “Jesús, hombre de relaciones”. Tendremos oportunidad de volver. Me detengo ahora en la Semana Santa entendida como tiempo de relaciones. Oigo en los telediarios que este año la gente tiene ganas de moverse tras dos años de parálisis. Hablan de los altos porcentajes de reservas hoteleras para, a renglón seguido, recordar lo cara que está la gasolina o que la inflación araña el 10%.  

Pareciera que cuanto más difícil se pone la situación, más ganas tenemos de salir, como si el viaje físico fuera un símbolo de ese otro viaje emocional y espiritual que necesitamos. Mi pueblo se está llenando de campers y de gentes que se sienten atraídas por el turismo rural. En mis paseos por el bosque cada vez encuentro a más personas que no conozco. Aunque a algunos les resulte extraño, siempre procuro saludar a todos. En un pueblo resulta incomprensible que uno se cruce por la calle con alguien y no le diga nada. Somos relación.


Contemplada desde las relaciones, la Semana Santa adquiere otro significado. La liturgia nos va a recordar algunas de las relaciones que Jesús mantiene en los últimos días de su vida. Por una parte, están sus discípulos (incluyendo Judas y Pedro), su madre, algunas mujeres amigas, Simón de Cirene, el buen ladrón, etc. Por otra, los sacerdotes Anás y Caifás, el rey judío Herodes, el procurador romano Pilato, los soldados, la chusma enfurecida, el ladrón malo, etc. Con cada uno de estos grupos y personas Jesús establece relaciones particulares. No abundan los discursos largos. Los evangelios nos reportan intervenciones breves e incisivas cargadas de significado. 

En las pascuas juveniles se solía hacer un ejercicio qué consistía en pedirle a los jóvenes que escogieran el personaje con el que más se identificaban. A veces saltaban las sorpresas. Ahora, a la altura de la edad de cada uno de nosotros, con el bagaje acumulado, ¿qué rol jugamos en la pasión y muerte de Jesús?  Si la pregunta nos suena un poco artificiosa, podemos formularla de manera más directa: ¿Qué relación establezco hoy con el Jesús que es condenado, crucificado y sepultado? ¿Asisto como un espectador que toma distancia? ¿Me conmuevo como uno de esos cofrades que, cuando un reportero de televisión les pregunta qué sienten al portar un paso sobre sus hombros, responden: “Esto no se puede explicar con palabras”? ¿Me reconozco en el aplomo inicial y en la huida final de Pedro? ¿Me lavo las manos como Pilatos? ¿Permanezco en silencio al lado de la cruz como María, el discípulo amado y algunas mujeres?


La Semana Santa, además de acercarnos al misterio de Jesús en la liturgia y las tradiciones populares, es también una oportunidad para encontrarnos con personas que hace tiempo que no vemos. ¿Cómo queremos vivir estas relaciones? ¿Nos contentaremos con algunos saludos corteses y fugaces? ¿O practicaremos esa estrategia de las “distancias cortas” en la que se juegan tantas cosas, entre otras el testimonio de una fe sencilla y fresca? La proximidad nos hace vulnerables, pero también nos permite abrir la puerta de nuestra intimidad y acoger la del otro. 

Hay una Semana Santa tejida a base de relaciones no tóxicas que oxigenan el alma. No es necesario abordar temas trascendentales. Basta con ser auténticos y “dejarnos tocar” por la vida de los demás, escuchar a fondo, empatizar con sus sufrimientos o preocupaciones, compartir sus búsquedas, caminar al lado de quienes se cruzan en nuestra vida sin que sepamos qué batallas internas están librando. 

La pastoral de la escucha y de la conversación sincera y sosegada hace más santa una semana que corre el riesgo de naufragar en el mar de las mil expectativas. Para curar el alma no basta con pasear por la playa, escalar una montaña, tomar una cerveza con amigos en una terraza o contemplar cómo crepita el fuego en la chimenea de una casa rural. Se necesita el bálsamo de las relaciones interpersonales porque “donde hay amor -como recordaremos mañana, Jueves Santo- allí está Dios”. Las relaciones auténticas son ventanas que nos abren al Misterio.

martes, 12 de abril de 2022

Nos hemos complicado la vida


Dicen que uno de los rasgos de la sabiduría es la simplicidad, que se opone a la complicación, pero no a la complejidad. Que la vida es compleja no hace falta demostrarlo. Otra cosa es que la hagamos innecesariamente complicada. Paseando estos días por los bosques húmedos de mi pueblo, respirando un aire incontaminado y disfrutando del silencio, caigo en la cuenta de que necesitamos pocas cosas para vivir bien. Se podrían resumir en tres: salud, trabajo y relaciones. Y, naturalmente, un propósito que dé sentido a las tres. En el caso de los cristianos, este propósito es la fe en Jesús de Nazaret como revelador de Dios y maestro de un nuevo modo de vivir. 

Gozar de buena salud no significa caer en la obsesión de las sociedades ricas que se agobian con un kilo de más o de menos o dan una importancia excesiva al aspecto corporal. El trabajo es una fuente de dignidad y realización. Condenar a una persona a no poder trabajar es seguramente el camino más directo al adocenamiento y la manipulación. Por último, las relaciones. Las redes sociales nos han acostumbrado a tener cientos o miles de amigos digitales y a medir nuestra popularidad en likes o retuiteos, pero la experiencia nos dice que para vivir es suficiente tener una vida familiar y/o comunitaria satisfactoria y unos pocos amigos de verdad.


Para llegar a esta simplicidad se requiere a veces un camino largo y travagliato (trabajoso), como dicen mis amigos italianos. Cuando somos jóvenes o estamos en la mitad de la vida creemos que la plenitud consiste en acumular más saber, más dinero, más poder, más relaciones, más viajes, etc. Se considera que una persona ha tenido éxito en la vida cuanto más ha sabido acumular. A menudo esta acumulación exige esfuerzos desmedidos. Se consigue descuidando precisamente lo más esencial: la salud, las relaciones y la espiritualidad. Me viene a la mente la parábola de Jesús sobre el rico insensato y esa advertencia terminante: Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has acumulado?”. Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios (Lc 12,20-21). 

Si no caemos en la cuenta a tiempo de este desequilibrio, podemos pagar un alto precio. Por eso, no es extraño que, a la altura de los 40-60 años, haya tantos divorcios, depresiones e incluso regresiones infantiles. Gestionar una vida complicada exige un cúmulo de energía del que no disponemos. Por eso, podemos fácilmente estar nerviosos, estresados e irascibles. Tenemos más frentes abiertos de los que podemos administrar con normalidad. Lo veo en algunos jóvenes ejecutivos que andan de un sitio para otro con la lengua fuera, explotados por sus organizaciones y empresas a cambio de un sueldo abultado, pero con la impresión de que hipotecan otras dimensiones esenciales de su vida.


Si algo aprendemos durante la Semana Santa, a poco que prestemos atención al itinerario de Jesús, es que las cosas importantes en la vida son muy pocas. Casi podríamos decir que una sola. Todo iría mejor en nuestra vida personal y social si supiéramos centrarnos en lo esencial y no perdiéramos tanto tiempo y energías en lo accidental. En el camino de la vida es fácil toparse con personas enteradillas, pero muy difícil dar con personas sabias

Quizá se podría aplicar al arte de vivir lo que se dice de los profesores a lo largo de su itinerario académico. Los profesores jóvenes suelen enseñar más de lo que saben porque necesitan exhibir músculo intelectual y hacerse un nombre. Los profesores de mediana edad se limitan a enseñar lo que saben como fruto de una larga trayectoria. Los profesores maduros enseñan menos de lo que saben porque han aprendido a distinguir entre lo esencial y lo accidental, lo importante y lo urgente y no se pierden en digresiones inútiles, aunque conozco muchas excepciones a esta regla general. Abundan también los que se dedican a contar innumerables batallitas y a sacar lustre a sus medallas.

Bueno, esto me lo han enseñado los árboles del bosque, los pajarillos que menudean por el balcón de mi cuarto y algún que otro libro que he leído. No es obligatorio estar de acuerdo. Al fin y al cabo, “cada uno hablamos de la feria (o sea, de la vida) según nos va en ella”. Feliz Martes Santo.


lunes, 11 de abril de 2022

Una casa perfumada


Parece que Rusia quiere intensificar sus ataques al Donbás ucraniano. El resto del mundo asiste entre horrorizado y paralizado a las maniobras rusas. Mientras, miles de personas están muriendo. Muchos se preguntan si esta “pasividad” no puede anticipar una conflagración mundial como la que siguió a la inicial pasividad contra Hitler cuando invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939. Parece que las sanciones económicas no bastan para detener la guerra. Las Naciones Unidas no tienen la autoridad suficiente para ordenar a Rusia -que, por otra parte, tiene poder de veto- que abandone la invasión de Ucrania o, por lo menos, que no cometa execrables crímenes de guerra. 

Comprendo que los altísimos intereses económicos y el chantaje nuclear aconsejan prudencia, pero, ¿qué hacer cuando Putin juega con la prudencia occidental para llevar a cabo sus planes anexionistas? ¿Cuántos muertos más se necesitan para que Rusia se dé cuenta de que se está quedando aislada y de que pagará un altísimo precio por esta insensata operación?


Me hago estas preguntas el Lunes Santo, día en que la liturgia nos propone como Evangelio la visita de Jesús a sus amigos de Betania: Lázaro, Marta y María. Esta última, mientras su hermana Marta servía la cena, ungió los pies de Jesús con una costosa mistura de nardo. El precio equivalía al salario de un obrero durante casi un año. Me llama la atención cuando el evangelista escribe: “La casa se llenó de la fragancia del perfume”. 

En una cultura tan pragmática como la nuestra en la que siempre andamos calculando la relación costo/beneficio, el gesto de María de Betania resulta provocadoramente exagerado. Pero ese perfume es símbolo del amor. El evangelista podría haber escrito que la casa se llenó con la fragancia del amor. Judas no entendió esta lógica dispendiosa. Él no se atrevería a comprar una libra de nardo por trescientos denarios, pero fue capaz de vender a Jesús por treinta monedas de plata. ¿Dónde está la verdad? ¿Quién conocía mejor a Jesús: María o Judas? ¿Quién lo amaba más?


Mientras nuestras casas (hogares familiares, comunidades cristianas, países, etc.) no se llenen con la fragancia del amor, los intereses van a ser la lógica que rija nuestras relaciones. ¿Por qué Putin quiere conquistar el Donbás? No porque ame a su población y quiera liberarla de la supuesta opresión ucraniana (como cínicamente presenta a sus compatriotas la operación), sino porque desea a toda costa tener un corredor terrestre que una Rusia con Crimea. Es decir, por intereses geoestratégicos y económicos. No tengo empacho en decir que Putin es como Judas. Con apariencia de bien, solo busca satisfacer su ambición. 

Judas también utiliza un argumento que puede encandilar a cualquiera medianamente sensible: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?”. La utilización de los pobres como moneda de cambio sigue siendo hoy una práctica habitual. Jesús no se deja atrapar por el sofisma. Defiende sin ambigüedades la actitud generosa y exagerada de María: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”.

Llenar la casa con la fragancia del amor exige una capacidad muy superior a la de quienes se limitan a calcular costos y beneficios. Ambas actitudes son necesarias en la vida, pero la que de verdad nos saca del atolladero es la de quienes, como María de Betania, no confunden lo importante con lo urgente.




domingo, 10 de abril de 2022

Con ojos de misericordia


Hoy ha amanecido un día soleado, de primavera generosa, aunque me temo que por la tarde lloverá. Dan ganas de echarse a la calle con un ramo de olivo en la mano y gritar Hosanna a los cuatro vientos. En medio de la guerra, la pandemia y la inflación, ha llegado el Domingo de la Pasión del Señor, que es como una obertura a esa ópera magna de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Parece que este año, con la pandemia casi domeñada, será posible celebrarla a pleno pulmón. 

¿Por qué mataron a Jesús? Esta es la pregunta que los niños formulan y que los adultos no sabemos responder. Si fue un hombre tan bueno, si amó a los niños y a los pobres, si curó a los enfermos, ¿por qué acabó clavado en una cruz? Durante siglos echamos la culpa a los judíos o a los romanos. Eran los malos de la película. Hoy somos conscientes de que el mundo no fue capaz de acoger tanta novedad. No lo fue en el siglo I y sigue sin serlo en el XXI. A las pruebas me remito. Dos pueblos “cristianos” (el ruso y el ucraniano) están enfrentados en una guerra inhumana y anacrónica. Es solo un botón de muestra. Al mundo (es decir, a cada uno de nosotros) le cuesta aceptar que Jesús:

  • Haya presentado un nuevo rostro de Dios. Ya no es un Dios justiciero que “premia a los buenos y castiga a los malos”, sino un Dios que quiere que todos sus hijos sean salvados y lleguen al conocimiento de la verdad.
  • Haya presentado un nuevo rostro del ser humano. Ha dado la vuelta a los valores de este mundo: grande para él no es quien gana y domina, sino quien sirve a los demás y da su vida por ellos.
  • Haya propuesto una nueva manera de relacionarnos con Dios, no basada en dogmas y ritos vacíos, sino en “espíritu y verdad”.
  • Haya propuesto una nueva sociedad en la que el “primero” es el pobre, el débil, el marginado.


¿Quién de nosotros está dispuesto a vivir esta revolución? A Jesús lo mataron el año 30 del siglo I, pero, en realidad, seguimos matándolo hoy porque no acabamos de aceptar, ni siquiera quienes nos consideramos discípulos suyos, su perturbadora novedad.

Hoy leemos en la misa el relato de la pasión según san Lucas (ciclo C.) Sabemos que todos los evangelistas dedican un espacio considerable a la pasión y muerte de Jesús. Todos siguen un esquema muy parecido y describen básicamente los mismos hechos, pero los narran de diferentes maneras y con diferentes enfoques. Además, cada evangelista presenta episodios y detalles propios. Son acentos catequéticos considerados importantes y urgentes para sus comunidades. Lucas, el evangelista que en su Evangelio siempre resalta la bondad y la misericordia de Jesús, lo hace también en el relato de la pasión. Espigo tres detalles significativos:

  • Solo Lucas refiere el mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19) en la narración de la última cena.
  • Como Marcos y Mateo, Lucas también dice que, después de haber negado al Maestro en casa del sumo sacerdote, Pedro salió y rompió a llorar. Pero solo Lucas observa que el Señor “se volvió y miró a Pedro” (Lc 22,61-62). El verbo griego usado no es blepo (ver) sino emblepo (mirar en el interior). La mirada de Jesús no es de reproche sino de comprensión por la debilidad de su discípulo.
  • Durante la pasión, los discípulos no dan una buena imagen de sí mismos: Judas traiciona, Pedro niega, todos huyen (cf. Mc 14,50). Todos los evangelistas resaltan este vil comportamiento. Solo Lucas intenta atenuar la responsabilidad de los apóstoles. No menciona la huida, sino que, en el Calvario, “todos sus conocidos se mantuvieron a distancia” (Lc 23,49).


Solo desde la misericordia se entiende el verdadero significado de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Y también el sentido de nuestra propia vida. En realidad, la pasión de Jesús (desde la entrada triunfal en Jerusalén hasta su resurrección la mañana del octavo día) es un espejo en el que contemplamos nuestras tentaciones, caídas, sufrimientos, dudas, negaciones, levantamientos, distancias, traiciones y muertes. Jesús ha hecho suyo el guion de la existencia humana. 

Como leemos en la segunda lectura: “Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres” (Flp 2,6-7). La sorpresa viene en la segunda estrofa del himno: “Por eso, Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (8-11). A esto estamos llamados. Podemos empezar esta semana con esperanza. Nada está definitivamente perdido.



sábado, 9 de abril de 2022

Rezando bajo la lluvia


Ayer, a las 8,30 de la tarde-noche, comenzó en Vinuesa, mi pueblo natal, un Viacrucis por las calles. Esta es una práctica normal en bastantes pueblos españoles, pero en el mío hacía muchos años que no se organizaba algo semejante. Ya se sabe que “en abril, aguas mil”. Durante la hora escasa que duró el recorrido no paró de llover, así que la procesión parecía una marea de paraguas. También el Cristo Crucificado iba cubierto con un gran paraguas negro. Confieso que, a pesar de algunas pequeñas molestias, me gustó vivir un Viacrucis pasado por agua. Fue como un bautismo colectivo. 

Por otra parte, la temperatura era benigna, así que mereció la pena el pequeño esfuerzo. La primera estación, dentro de la iglesia, la leyó mi pequeño sobrino Iker, que tiene solo 7 años. El texto no era fácil. Abundaban las palabras extrañas para un niño de esa edad, pero él las leyó con aplomo y un puntito de emoción. El resto fueron leídas por distintos chicos y chicas, hombres y mujeres representantes de los diversos grupos de catequesis, cofradías, etc. Me gustó la participación popular.


Varias personas me dijeron que llevaban años esperando algo así. Es verdad que lo más importante es la liturgia. La de Semana Santa es particularmente intensa y bella. Pero se necesitan también otras expresiones de la fe más sencillas. Yo, que crecí en un ambiente en el que no se valoraban mucho las devociones populares, disfruto mucho siendo uno más en medio del pueblo que camina. Comprendo mejor la naturaleza itinerante y peregrina de la Iglesia. Las procesiones expresan con claridad que somos una Iglesia extrovertida, “en salida”, como le gusta decir al papa Francisco. 

Me gusta que el Cristo Crucificado se pasee por las calles de nuestros pueblos y ciudades y “vea” nuestras casas, comercios, bares, etc. Y que todos lo veamos a él como a uno de los nuestros. Las comunidades cristianas que pierden esta variedad simbólica y popular acaban convirtiéndose en pequeños guetos de ilustrados que no consiguen enganchar con las personas más sencillas. Disfruté mojándome un poco al lado de la gente de mi pueblo. ¡Lástima que la tarde lluviosa dejó en casa a algunos ancianos a los que les hubiera gustado haber participado!


El Viacrucis es una devoción que permite unir nuestros dolores, fracasos, caídas, levantamientos y muertes a lo vivido por Jesús en su camino a la cruz. Me sorprendo de la facilidad con la que nos identificamos con el Cristo que cae tres veces y se levanta, o con un personaje como Simón de Cirene, que acepta ayudar a Jesús a llevar la cruz. De él hablan los evangelios. No hablan de la mujer que le enjuga el rostro con un lienzo en el que queda impreso el “verdadero rostro” de Jesús. La tradición ha denominado a esta mujer anónima con un nombre hermoso: Verónica (literalmente “el verdadero icono”). Es como si se nos quisiera recordar que cada vez que enjugamos el rostro de los sufrientes descubrimos el verdadero rostro de Jesús: “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos más pequeños a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). 

El desnudamiento de Jesús y la repartición de sus vestiduras es también un momento impactante. Desnudo, es el Hombre por antonomasia. Pilato lo dirá con una frase enigmática y contundente: “Ecce homo” (¡He aquí al hombre!). La tradición no se olvida de María (a quien recordamos de manera especial en la cuarta estación) y de las piadosas mujeres que lloran. Cada una de las catorce estaciones es una cita con algún momento de nuestra existencia. Contempladas desde Jesús, encuentran todo su sentido. Por eso, hacer el Viacrucis con un mínimo de conciencia es tan consolador. Y si se hace por las calles del propio pueblo, bajo una suave lluvia, entonces deja un recuerdo imborrable.

viernes, 8 de abril de 2022

Más pandémicos y menos creyentes


Me he levantado este Viernes de Dolores con una noticia bastante descorazonadora. Un estudio realizado por la Fundación Ferrer i Guàrdia sostiene que durante los dos años de la pandemia se ha incrementado significativamente el número de ateos y no creyentes en España. En 2019 representaba el 27,5% de la población; en 2021, el 37,1%. Es muy llamativo este incremento de casi el diez por ciento en tan solo dos años. El informe destaca también que nueve de cada diez enlaces matrimoniales ya se realizan por la vía civil y que solo tres de cada diez contribuyentes financian la Iglesia Católica con su asignación del IRPF, aunque las cantidades tienden al alza. Un dato más: por primera vez en la historia los ateos y agnósticos son mayoría entre los menores de 34 años

Si estos datos reflejan bien la realidad -cosa que no puedo asegurar- caminamos hacia una de las sociedades más secularizadas del mundo. Una primera lectura nos llevaría a reconocer el fracaso de la evangelización de las nuevas generaciones. Los hijos de padres secularizados siguen y profundizan el camino de alejamiento de la fe de sus progenitores. La Iglesia, a pesar de su penetración capilar en la sociedad española, no ha sabido proponer a los jóvenes de manera atractiva y convincente el Evangelio de Jesús. Pero hay más lecturas. Nos acercamos, poco a poco, al final de un modelo sociológico de vivir la fe. Los cristianos dejaremos de ser una mayoría social. Al mismo tiempo, también poco a poco, está surgiendo un nuevo modo de ser cristianos -incluso entre los jóvenes- en las sociedades pluralistas. Ya no se es cristiano por tradición, sino por conversión. Estadísticamente no es todavía un fenómeno relevante, pero cada vez hay más historias. 


Tanto una lectura como la otra exigen muchos matices. Yo, como misionero, tomo nota de los datos, pero no pierdo la esperanza. Gracias a Dios, la multisecular historia de la Iglesia nos brinda claves para comprender que el Espíritu de Dios tiene muchas y sorprendentes maneras de conducir la historia. Ser cada día menos es, en primer lugar, una purificación. Tenemos muchas cosas que cambiar. Es también una oportunidad. La fe debe renacer en un nuevo marco cultural. Para ello, se necesitan al menos dos ingredientes: personas santas que encarnen el Evangelio en este contexto y teólogos que nos ayuden a encontrar nuevas claves de interpretación de la fe en la sociedad de la información

Este Rincón tiene como objetivo algo de esto, pero de una forma modesta, como si se tratara de un riego gota a gota. Yo creo profundamente en la verdad de Jesús y su Evangelio. Por eso, no pienso que un informe sociológico, por contundente que parezca, tenga el mismo valor que el Evangelio. Precisamente en situaciones como la presente, lejos del aplauso social, uno aprende a creer con la fuerza desnuda de la fe. Mantenerse fiel sin deshacerse en lamentos o acusaciones es un don que debemos pedir y agradecer.


Leer la noticia de este informe en el Viernes de Dolores tiene un valor simbólico añadido. Igual que Jesús fue juzgado y eliminado para luego resurgir con la fuerza de la Vida, su comunidad experimenta esta misma dinámica a lo largo de la historia. La diferencia estriba en que Jesús fue condenado siendo inocente. Nosotros, con nuestras incoherencias, hemos acumulado muchos cargos que opacan la credibilidad de la Iglesia y, en cierto sentido, justifican -o por lo menos explican- la escasa confianza en ella. 

Los sociólogos no se ponen de acuerdo sobre si la crisis de los abusos a menores ha influido más que la pandemia en el descenso del número de creyentes. Sea como fuere, los datos constituyen un desafío. Por una parte, no debemos tener miedo a vivir en minoría (quizá sea este el estado natural de la Iglesia); por otra, debemos hacer una apuesta más decidida por acercarnos al mundo de los jóvenes para comprender y acompañar sus búsquedas. La pandemia ha sido un gigantesco retiro que nos ha puesto contra las cuerdas. La fe en Dios no se ha visto reforzada, sino cuestionada. La historia no se detiene. A todo Viernes Santo le sigue un Domingo de Resurrección. 


jueves, 7 de abril de 2022

No hay nacimiento sin sufrimiento


En vísperas de la Semana Santa me parece inspirador un artículo sobre el filósofo surcoreano Byung-Chul Han y su ensayo La sociedad paliativa, recientemente traducido al español. Me lo ha enviado un amigo de Málaga. Antes de conectar el tema con nuestro itinerario cuaresmal, hago un breve resumen del libro. Hoy en Occidente vivimos en una sociedad que teme el dolor y en la que ya no hay apenas lugar para el sufrimiento. Este miedo al dolor –“algofobia”– se refleja en todos los ámbitos de nuestra vida personal y social, incluido el político. Somos víctimas del imperativo neoliberal “sé feliz” (Be happy). Nos sentimos obligados a serlo en todo tiempo y lugar. De lo contrario, parece que no somos de este mundo. Por todas partes nos venden fórmulas para ser más felices, estar más delgados y sonrientes, aparecer con mejor aspecto y dar la impresión de que “todo va bien” (everything OK). Parece de mal gusto que uno tenga problemas o esté sufriendo por algo. En el fondo, esta obligación de ser felices esconde una exigencia de alto rendimiento. Es una forma de moderna esclavitud. Para responder a ella, se nos somete a una anestesia permanente. 

Desde que somos niños se nos ahorra cualquier posible dolor, incluido el de quedarnos sin teléfono móvil o el de suspender una asignatura. Los jóvenes padres se sienten obligados a remover cualquier obstáculo que pueda dañar a sus omnipotentes hijos. Todo se ve como un posible trauma que pondrá en peligro su vida feliz. No intuimos que, por este camino, todos nos volveremos exageradamente débiles. Una pequeña frustración pondrá en peligro nuestra autoestima o, por lo menos, nuestro estado de ánimo. Para evitar estas abruptas caídas en la infelicidad, la sociedad se encarga de surtirnos con todo tipo de analgésicos, desde pastillas específicas hasta sobredosis de sexo, deporte y entretenimiento.


Como en La sociedad del cansancio, Byung-Chul Han parte del supuesto de que en Occidente se ha producido un cambio radical de paradigma. Las sociedades premodernas tenían una relación muy íntima con el dolor y la muerte, que enfrentaban con dignidad y resignación. Basta contemplar, por ejemplo, los pasos de Semana Santa que desfilarán por nuestras calles en los próximos días. Sin embargo, en la actualidad, la “obligación” de ser felices a toda costa desbanca a la negatividad del dolor. Al expulsar de la vida pública los conflictos y las controversias, que podrían provocar dolorosas confrontaciones, se instaura una posdemocracia, que es en el fondo una democracia paliativa. 

No se enfrentan las causales del malestar, sino que se intenta resolverlas a base de analgésicos. El arte, por ejemplo, ha pasado de ser instancia crítica a objeto consumible. Un buen artista no es ya aquel que interroga, sino aquel que entretiene. Y lo mismo podría decirse de un buen libro. Ya no se busca en él una reflexión que interpele o inspire, sino solo un objeto que “se pueda” leer y que entretenga.


No es obligatorio estar de acuerdo, al cien por cien, con las tesis del filósofo surcoreano afincado en Alemania. Creo, sin embargo, que nos hacen pensar, lo que no es poco en estos tiempos dominados por el entretenimiento y la velocidad. También a mí me sorprende cómo muchas personas, ante el más mínimo dolor, recurren a analgésicos. Abundan los médicos que abusan de este recurso, no sé si por convicción científica o ética o por mera connivencia con las industrias farmacéuticas. Ya sé que no es lo mismo dolor que sufrimiento, pero a menudo ambos forman un tándem indivisible. Si eliminamos todo sufrimiento de nuestra vida, nos privamos de la capacidad de renacer. No hay nacimiento (desde el biológico al espiritual) sin sufrimiento. 

Jesús lo ha dicho con otras palabras que parecen contradecir el espíritu de nuestra época: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mi causa, ése la salvará” (Lc 9,23-24). ¿A quién se le ocurre hoy hablar de “perder la vida” cuando nuestro sueño, casi nuestra obsesión, es “ganarla” a toda costa? Quizá por eso no entendemos que, para abrirnos a la vida plena, Jesús tenga que (¡ojo con esta expresión usada en varias ocasiones por la Biblia!) “padecer mucho, y ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día” (Lc 9,23).


Faltan tres días para el Domingo de Ramos. Parece que este año será posible celebrar con cierta normalidad los oficios litúrgicos y las procesiones callejeras. Además de emocionarnos o sobrecogernos con su intensidad, ¿seremos capaces de comprender que “eso” que celebramos o procesionamos tiene que ver con nosotros? ¿Veremos en el sufrimiento redentor de Jesús –un sufrimiento por amor, no masoquista– el camino que conduce a la vida plena o sucumbiremos al imperativo de una felicidad hecha a base de analgésicos que nos impiden padecer la realidad? ¿Entenderemos de una vez por todas que donde hay amor hay siempre sufrimiento porque el amor implica morir a nosotros mismos para que los demás vivan? 

Demasiadas preguntas cuando uno está preocupado por lo que va a gastar de más en combustible durante los próximos días, por las previsiones meteorológicas o por las citas pendientes. Ya lo decía con triste ironía Paul Claudel respecto de los cristianos que se ponen a charlar a la puerta de la iglesia después de la misa dominical: “Bajan del Calvario y solo se les ocurre hablar del tiempo”.