domingo, 16 de enero de 2022

La mujer del vino nuevo

Hace unos días me ocurrió una anécdota divertida. Parece casi un remedo del Evangelio de este II Domingo del Tiempo Ordinario. La religiosa encargada de la sacristía del lugar donde suelo celebrar la Eucaristía matinal no estaba ese día en casa. La sustituyó alguna compañera suya con menos experiencia litúrgica. Por alguna razón que ignoro, vertió agua en la vinajera donde estaba escrita una V muy grande (la del vino) y llenó de vino la que tenía escrita una A de igual tamaño (la del agua). Total, que ese día consagré con muy poco vino y una cantidad notable de agua. Lo más llamativo no fue que, debido a un descuido, el agua se convirtiera en vino (como en el Evangelio de hoy), sino que el vino se convirtiera en agua. 

Algo parecido sucede en nuestra vida cristiana. Por superficialidad, pereza o apatía convertimos el vino gozoso del Evangelio en agua rutinaria. Hacemos de la fe algo devaluado, un modo de vivir rutinario, un rito insignificante. ¿Cómo redescubrir que donde está Jesús la vida se convierte siempre en una celebración de bodas, a pesar de los contratiempos que puedan surgir? ¿Cómo agradecer que la alegría y la fiesta compartidas son el “primer signo” del Reino de Dios en nuestro mundo?

El relato de las “bodas de Caná” (cf. Jn 2,1-11) es -como indica el mismo texto de Juan- “el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él”. Le seguirán otros seis (la curación del hijo de un funcionario real, la curación del paralítico de la piscina, la multiplicación de los panes, el paseo de Jesús por el lago, la curación del ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro) hasta completar el número perfecto de siete dentro del llamado “libro de los signos”. Cada uno de ellos contiene un mensaje para ayudarnos a creer. 

El de este “primer signo” realizado en Caná (o en Canadá, como decía por error una anciana que solía rezar el Rosario en la iglesia de mi pueblo) es claro: Jesús convierte el agua de la ley antigua en el vino de la ley nueva del amor. Es el amor, y no la ley, el corazón del Reino de Dios. Por eso, podemos alegrarnos y celebrar la libertad que nace del amor. Para poder realizar este cambio (quizá sería mejor decir esta conversión) necesitamos hacer lo que él (Jesús) nos diga. Este es precisamente el mensaje que el evangelista pone en labios de María, llamada no por su nombre propio (como en los evangelios de Mateo y Lucas), sino como “la madre de Jesús”, la mujer de “la hora” del Mesías: “Haced lo que él os diga”.

En la dinámica de nuestra vida actual, María sigue jugando el mismo papel. También ella se da cuenta de que a nosotros, hombres y mujeres enredados en múltiples afanes, nos falta el vino del sentido de la vida, del amor, del gozo. Y se lo dice abiertamente a su hijo: “No tienen vino”. Es duro admitir que podemos estar viviendo una fe rutinaria sin el vino del amor. ¿Qué hacer entonces? María nos remite siempre a Jesús. El Maestro nos pide solo que llenemos las tinajas con el agua de nuestra vida ordinaria, con todo aquello que forma parte de nuestro pequeño mundo (planes, proyectos, fracasos, relaciones, éxitos, etc.). 

Si confiamos en la fuerza de su Palabra, él se encargará de transformar esa agua ordinaria en el vino nuevo del Reino. Y su Madre se convertirá, sin pretenderlo, en “la mujer del vino nuevo”, en la que siempre percibe nuestra indigencia humana y nos dirige a Jesús. ¿No es hermoso comprobar que es esto precisamente lo que percibimos en la vida de la humanidad y de la Iglesia? A través de la mediación de María, muchos hombres y mujeres que han perdido la fe o la viven de forma rutinaria se acercan a Jesús y descubren un nuevo modo de vivir basado en el amor. Una vez probado este vino exquisito, no quieren saber ya nada de su vieja existencia. Necesitamos muchos “signos” como estos para poder creer. Feliz domingo.



sábado, 15 de enero de 2022

Desahogo sabatino

Reconozco que la actualidad nos brinda temas de más calado. Reconozco que, por alguna razón inexplorada, este asunto me saca de mis casillas. Reconozco que tal vez exagero un poco cuando lo presento. Pedidas las disculpas pertinentes, entro a saco en el meollo de la cuestión. Lo digo sin filtro, esperando que nadie se ofenda, aunque no estaría mal que la entrada de hoy la leyeran (cosa altamente improbable) los interesados y tomaran nota. No puedo tolerar que algunos desalmados se dediquen a ensuciar los espacios públicos con sus pintadas asquerosas (finamente llamadas grafiti en español o graffiti en italiano y otras lenguas). Esta mañana hemos amanecido en Madrid con un día claro y 2 grados bajo cero. Después de celebrar la misa en el colegio de las Concepcionistas, me he dado un paseo por el entorno para ver cómo van los remates de la remodelada Plaza de España. He visto a una brigada de limpieza desinfectando y ordenando el espacio que durante la Navidad han ocupado la pista de hielo y las casetas. Hasta aquí todo bien. 

Me he ido encendiendo cuando he visto que muretes de granito, juegos infantiles y bancos de madera estaban ya profanados por las pintadas que ensucian otros espacios de la ciudad. Para este tipo de delitos no aplico ninguna eximente. Si de mí dependiera, obligaría a los responsables a pagar una multa sustanciosa, limpiar las superficies ensuciadas y realizar en compensación un trabajo social. O sea, que aplicaría una respuesta deliberadamente desproporcionada para disuadir a futuros ensuciadores. Llamarles artistas callejeros o rebeldes sociales me parece una hipérbole digna de mejores causas.

Como dentro de mí existe también un educador social, enseguida escucho una vocecita interior que me repite los típicos argumentos de quienes minimizan esa “travesura” juvenil: “¿Por qué te enojas tanto? ¿No ves que son chicos que necesitan expresar su rabia? ¿No te parece que es mejor que ensucien las paredes antes que dedicarse a robar o a consumir droga? ¿Acaso no es un signo de justificada rebeldía frente a la hipócrita sociedad burguesa que quiere conservar limpios los espacios públicos mientras mantiene sucia la conciencia? ¿No crees que el arte tiene siempre un lado transgresor? ¿Por qué, en vez de criticar tanto estas expresiones, no te preguntas por las causas que empujan a algunos jóvenes a actuar así? ¿Te has cuestionado si detrás de estos fenómenos que tanto te molestan hay heridas familiares, fracaso escolar, desamparo social y falta de oportunidades?”. 

Harto de tanta argumentación buenista, le digo a mi vocecita interior que se calle de una vez, que de voces como la suya está la sociedad llena y que argumentos como los que ella usa no hacen sino justificar y prolongar el estado adolescente e irresponsable de un amplio sector juvenil. Al escuchar mi fuerte reacción, la vocecita no rechista más. Se da cuenta de que no está el horno para bollos.

La tentación irrefrenable de ensuciar las ciudades (otra cosa es adornarlas con murales artísticos) es uno de los signos de nuestro tiempo. Hay tesis sobre el asunto. Conociendo cómo se las gastan algunos, estaba seguro de que, más pronto que tarde, la nueva Plaza de España acabaría “decorada” con pintadas insufribles. Para este tipo de gamberros sin sentido cívico, una superficie nueva y limpia es siempre una tentación a “expresar su sacrosanto derecho a la crítica social, la creatividad artística y el sursum corda”. No faltan algunos corifeos que les ríen las gracias o que, por lo menos, las excusan con argumentos parecidos a los de mi estúpida vocecita interior. A estos aduladores juveniles les diría que todo el dinero que se gasta en limpiar lo que algunos caraduras ensucian con sus juegos libertarios se podría emplear en programas sociales de más fuste. 

Siento quebrantar mi natural tendencia a la comprensión, pero en este caso yo no me andaría con pamplinas. Aplicaría sin eximentes el procedimiento sugerido más arriba. Nos falta mucho hasta crear una verdadera conciencia cívica. Sí, ya sé que es más importante proporcionar vivienda a los sin techo y alimento a los que no llegan a fin de mes. ¡Lo mejor sería recordar estas carencias con una enorme pintada -cuanto más fea, mejor- en la fachada remozada del rascacielos de la Plaza de España! ¡Con un par!

viernes, 14 de enero de 2022

Fe, profesión y compromiso político

Mientras escribo la entrada de hoy, tengo como fondo en la pantalla de mi ordenador la transmisión del funeral del italiano David Maria Sassoli, presidente del Parlamento Europeo, desde la bellísima iglesia de Santa María de los Ángeles y de los Mártires de Roma. Tanto el personaje como el lugar me resultan muy familiares. El nombre David (no Davide, como sería lo normal en italiano) le viene de otro italiano célebre: el religioso servita David Maria Turoldo (1916-1992), amigo de la familia, representante de un catolicismo abierto y claramente posconciliar. Entre los asistentes al funeral veo a los líderes de la Unión Europea, al presidente italiano Sergio Mattarella, al presidente del consejo Mario Draghi, y al presidente español Pedro Sánchez. Al comienzo de la ceremonia, el arzobispo Paul Richard Gallagher, Secretario para las Relaciones de los Estados de la Santa Sede, ha saludado a todos los presentes (muchos de ellos extranjeros) en inglés británico. 

La Eucaristía la preside el arzobispo de Bolonia, el cardenal Matteo Maria Zuppi, en sus años juveniles compañero de clase del fallecido. Hay una nutrida presencia de los scouts, a los que Sassoli perteneció cuando era joven. El cardenal Zuppi está trazando una hermosa silueta biográfica de su compañero y amigo. La ilumina a partir de las Bienaventuranzas. Lee el texto de su homilía “a la italiana”, con belleza y empatía. Subraya la sonrisa de Sassoli como verdadera tarjeta de presentación. En la oración de los fieles, excepcionalmente larga, intervienen muchos jóvenes. Combinan los testimonios con las peticiones. Después de la comunión se suceden algunas intervenciones que casi me hacen llorar. Se nota el tono cordial, sincero, de los intervinientes: Elisa Anzaldouna periodista que trabajó con él en los tiempos de la RAI, un colaborar del Parlamento Europeo, dos sobrinos (hijos de un íntimo amigo suyo) y, por último, su hijo Giulio, emocionadísimo, su hija Livia, hermosa y serena, y su esposa Alessandra, conocida desde los tiempos de la escuela secundaria.

Es probable que los lectores no italianos sepan muy poco sobre una figura que en Italia era conocidísima, no solo por el alto cargo que ocupaba en las instituciones europeas, sino porque durante años había trabajado en la televisión pública llegando a ser subdirector y presentador Telegiornale de la RAI. Una mujer de las que leen las peticiones dice que Sassoli le había dicho que no oraba por su curación porque esa plegaria la reservaba para otros enfermos. Para él pedía solo valentía para afrontar la enfermedad terminal. Me gusta esta cascada de oraciones sentidas. 

El papa Francisco, por su parte, ha hablado de él como de un creyente animado por la esperanza y la caridad. No es fácil que un personaje público concite tanta simpatía entre votantes de todo el arco parlamentario. Todos reconocen en Sassoli a un hombre íntegro, simpático, dialogante y muy sensible a la realidad de las personas pobres y marginadas. Era también un creyente que se hacía muchas preguntas y que siempre se mantuvo fiel a su fe.

David Maria Sassoli nació en Florencia en mayo de 1956, aunque pronto su familia se trasladó a Roma donde vivió la mayor parte de su vida, estudió Ciencias Políticas y se introdujo en el periodismo. Éramos casi coetáneos. 

No abundan hoy figuras como David Sassoli. Hay católicos en la política que se identifican solo con posiciones de derecha. Y hay políticos de izquierda que no se consideran cristianos. Faltan síntesis coherentes, espacios de encuentro.

No es fácil encontrar en el terreno político cristianos con una fuerte sensibilidad social. En el caso de Sassoli, su formación juvenil se inserta en la tradición del catolicismo democrático que ha tenido en Italia grandes figuras como Aldo Moro, Giorgio La Pira, Sergio Mattarella, Romano Prodi y Paolo Giuntella. Bajo el impulso de este último, Sassoli se involucró en la Rosa Blanca, una asociación de cultura política que reunió a grupos de jóvenes de asociaciones católicas.

Creo que en un país como España, que tiende a polarizar todo lo relativo a la política y la religión, necesitamos figuras que sepan moverse en el campo de la vida pública sin renunciar a ninguno de los armónicos de la fe cristiana: que defiendan el derecho a la vida del no nacido… y también  la acogida a los inmigrantes y a los sin techo, que promuevan el derecho a una muerte digna... y también los tratamientos paliativos a los enfermos terminales, que garanticen el derecho a la propiedad privada… y también el destino social de los bienes, que valoren el esfuerzo de los empresarios… y también las justas reivindicaciones de los trabajadores, que defiendan la libertad individual… y también las responsabilidades sociales, que fomenten un sano patriotismo… y también que sean muy sensibles a la multiculturalidad. En fin, que no hagan de las polaridades dilemas, que sepan guiarse por el Evangelio, por todo el Evangelio, no solo por aquellos aspectos que parecen casar mejor con la propia ideología.

Gracias de corazón, querido David. Que Dios te acoja en su seno de Padre.

jueves, 13 de enero de 2022

Vivir es saborear

En mis años romanos adquirí la insalubre costumbre de comer deprisa. En general, me sorprendo a mí mismo haciendo casi todo deprisa para hacer muy despacio lo que me parece importante. Puedo caminar deprisa y leer despacio, arreglar mi cuarto deprisa y conversar despacio, escribir esta entrada deprisa y mi diario despacio. Por alguna secreta razón, vivo a dos velocidades. Procuro ahorrar el máximo de tiempo en las acciones que considero rutinarias y prodigarlo en las que me proporcionan tranquilidad, curiosidad, sentido o placer.

Algo parecido me sucede con las palabras. A lo largo del día usamos muchas. Decimos varias veces buenos días o buenas tardes a las personas con las que nos encontramos, preguntamos por la salud o el tiempo, hacemos comentarios sobre la política o el deporte y explicamos nuestras actividades. En mi caso, hay palabras que repito todos los días: las fórmulas del Ordinario de la misa y de la liturgia de las horas. Aunque haya una intención inicial de cargar de sentido cada una de ellas, la verdad es que la velocidad y la rutina las van despojando de su fuerza. ¿Qué quiero decir, por ejemplo, cuando comienzo la Eucaristía de cada día diciendo El Señor esté con vosotros? ¿Me hago cargo de la presencia del Señor en medio de la comunidad que celebra o repito lo que los fieles esperan que pronuncie? ¿Me estremezco cuando digo Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros sabiendo que estoy dando voz al mismo Jesús? En otras palabras, ¿he aprendido a saborear lo que digo o me dejo llevar por la práctica y las prisas?

Vivir no consiste en acumular muchas experiencias para luego contarlas, sino en aprender a saborearlas, a extraer de ellas el potencial de humanidad que contienen. Me está sucediendo últimamente con algunas lecturas, empezando por el libro del Eclesiástico, que es el que comenzamos a leer el pasado lunes en el Oficio de Lecturas. Lo habré leído ya unas 40 veces a lo largo de mi vida, pero este año lo hago con una especial fruición, tratando de saborear cada frase y aun cada palabra. Algunas suenan como una advertencia seria: “No te ensalces a ti mismo, si no quieres caer | y cubrirte de vergüenza, | pues el Señor revelará tus secretos | y te humillará en medio de la asamblea, | porque no te has acercado al temor del Señor | y tienes el corazón lleno de engaño” (Eclo 1,30); otras invitan a la confianza en medio de las pruebas de la vida: “Porque en el fuego se prueba el oro, | y los que agradan a Dios en el horno de la humillación. | En las enfermedades y en la pobreza pon tu confianza en él. Confía en él y él te ayudará, | endereza tus caminos y espera en él.” (Eclo 2,5-6). 

Todo el libro es un conjunto de frases sapienciales que esponjan el corazón cuando uno las recibe como lluvia suave y se deja acariciar por ellas. Sin embargo, en otras ocasiones he pasado por encima como gato sobre ascuas, deprisa y sin fijar mi atención. 

Algo parecido me pasa con las conversaciones. Veo que algunas son nerviosas, banales, como para salir del paso; otras, innecesariamente prolijas y aburridas. Son pocas las que oxigenan el alma. Por desgracia, hoy no disponemos de tiempo (o no queremos disponer de él) para sentarnos y dialogar sin prisas. O para pasear escuchando con calma a otras personas. El consumismo imperante nos ha inoculado la idea de que lo que importa es hacer muchas cosas, poseer muchos bienes, viajar mucho, tener muchas ventanas abiertas en el sistema Windows de nuestra vida personal, atender al mismo tiempo varias conversaciones de Whatsapp, estar físicamente juntos pero cada uno pendiente de su móvil. 

Cada vez nos cuesta más saborear, ir más allá de las primeras impresiones, percibir los matices de las cosas, descubrir los secretos de las personas que creemos conocer y sorprendernos con la verdad y belleza de los ritos repetidos (empezando por los cotidianos y acabando por los litúrgicos). Sin la capacidad de saborear, la vida se va pareciendo cada vez más a esos montajes cinematográficos que escupen muchos fotogramas por minuto para inundar la retina del espectador, pero que no saben recrearse en un pájaro que canta encaramado en la rama de un árbol o en los ojos serenos de un anciano emergiendo de un rostro arrugado. Está claro que, aunque la meta sea lo importante, hay que aprender a degustar cada paso del camino, no sea que luego no estemos preparados para la belleza final.

miércoles, 12 de enero de 2022

Ser estúpido no es tan difícil

En una de las fotos que puse en la entrada de ayer aparecía otro de los libros que estoy leyendo estos días y al que hice alusión el pasado día 8. Se titula La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez. Ayuda mucho a entender por qué algunas personas muy inteligentes cometen estupideces incomprensibles y tienen tantas dificultades para ser felices. ¿Quién no conoce a alguien que posee una excelente “inteligencia computacional” (como denomina José Antonio Marina a la mensurable por los famosos test de inteligencia) y luego es incapaz de mantener una conversación medianamente empática, sacar un billete de avión por Internet o freír un huevo? 

Hay también personas con una erudición pasmosa que no saben cómo abordar un asunto práctico o que toman decisiones irracionales o redondamente estúpidas. En algún caso, puede tratarse de inteligencias “dañadas”, pero, por lo general, se trata de inteligencias “fracasadas”; es decir, inteligencias que no saben aprovechar sus capacidades para desarrollar el arte de vivir, que no están dirigidas a metas valiosas. La inteligencia fracasa cuando no se ajusta a la realidad, cuando no sirve para comprender lo que pasa en el mundo y en la propia vida o no ayuda a solucionar problemas afectivos, sociales o políticos, cuando emprende proyectos disparatados o cuando se despeña por la ladera de la crueldad o la violencia. El mejor científico puede enamorarse de una persona tóxica o realizar una inversión económica ruinosa.

Como dice Marina, la historia de la estupidez abarca la mayor parte de la historia humana. Tropezamos demasiadas veces en la misma piedra a pesar de nuestros avances científicos. ¿No resultan estúpidas, miradas con perspectiva histórica, las paradas triunfales de nazis y soviéticos, por ejemplo, o las exaltaciones nacionalistas de los norcoreanos? Personas y pueblos “inteligentes” han cometido acciones estúpidas sin cuento. Cuando la inteligencia está desconectada de la realidad o no se pone al servicio de valores nobles acaba degenerando en estupidez y produce desdicha y a veces obcecación y violencia. 

Sin exaltar demasiado al llamado “hombre de campo”, admiro mucho la inteligencia práctica y la sensatez de las personas que se han dejado educar por el cultivo de la tierra y por el culto religioso. La cultura, al fin y al cabo, no es la acumulación de saberes, sino una correcta conexión con la tierra (cultivo) y con el cielo (culto). O, dicho de otra manera, la capacidad de “pisar la tierra” (principio de realidad) y de “abrirnos al cielo” (principio de trascendencia). No siempre se dan ambas capacidades en personas con un alto cociente intelectual. Eso explica los desajustes que padecemos.

Uno se vuelve estúpido cuando no pone sus pies en la tierra, cuando deforma la realidad en un grado que le impide tomar decisiones sabias y eficaces. O también cuando se cierra en unas pocas evidencias y no es capaz de ir más allá de sus narices. Entonces se carga de prejuicios o se vuelve supersticioso, dogmático o fanático. ¿Vivimos en una cultura estúpida? Creo que sí. ¿Cómo se explica, si no, que, poseyendo los medios necesarios, nos dediquemos a gastar millones de euros en un deporte que consiste en dar patadas a un balón y seamos incapaces de resolver el problema del hambre o la falta de vivienda? ¿No es señal de estupidez que sigamos votando a políticos que nos mienten descaradamente una y otra vez? ¿Cómo calificar el auge de la telebasura y el atractivo que ejerce sobre muchas personas que se pasan varias horas al día enganchadas al televisor? 

¿No es estúpido exponerse a un contagio de Covid por considerar, sin el más mínimo apoyo científico, que las vacunas introducen en nuestro organismo microchips que controlan todos nuestros movimientos? ¿No es también estúpido (y hasta cruel) que muchas mentes brillantes se dediquen a crear algoritmos que nos inducen a un consumo compulsivo? ¿No es todavía más estúpido enriquecerse a base de contaminar el planeta y luego tener que gastar millonadas para descontaminarlo? ¿Es inteligente pagar sumas irritantes por supuestas obras de arte que, en realidad, son solo productos de mercado y piezas de especulación? ¿Podemos dejarnos engatusar por los miles de influencers, youtubers y charlatanes digitales que nos venden humo usando sus artes de seducción y manipulación, pero con muy escasa preparación sobre los temas de los que hablan? 

Quizás esté creciendo el cociente intelectual medio en nuestras sociedades, pero lo que cada vez me parece más claro es el boom de la estupidez. Habrá que ponerse a salvo.

martes, 11 de enero de 2022

Orar cuando se cree poco

¿Sirve para algo la oración? ¿Pueden orar los que no creen Dios? ¿Qué significa propiamente orar? Preguntas semejantes a estas han cobrado nuevo vigor en este tiempo de pandemia. Ayer mismo, una amiga mía, hospitalizada con Covid, me escribía: “Es uno de los momentos en que me sale decirle al Señor que me estoy ahogando”. Y añadía: “Es que empiezo a sentir mucha rabia... Ya sé que otros lo pasan peor, pero no hay derecho a tanto problema seguido”. Me impresionó ese “no hay derecho”, como si la enfermedad fuera una puñalada a traición en la vida de alguien que ha procurado cuidarse y cuidar con esmero a los demás. En medio de su impotencia sentía que la oración no sirve para nada, pero al mismo tiempo no renunciaba a seguir orando, aunque fuera bajo la forma de queja. Recordé entonces unas palabras del teólogo alemán Friedrich Heiler (1892-1967) escritas un poco antes de su muerte y que reproduzco en su integridad:

“Por muy agudas que puedan ser las objeciones planteadas por el intelecto racional a la oración, por muy justificadas que puedan ser las críticas dirigidas a concepciones de la oración profundamente supersticiosas e indignas de Dios, la oración tiene raíces tan sólidas y profundas en el corazón del ser humano, es algo tan natural, esencial profundamente humano, que resulta indestructible”.

Y Karl Rahner (1904-1984), por su parte, escribía algo parecido:

“Hay una historia de la oración, que es tan amplia, tan vasta y tan larga como la historia de la humanidad. Tal oración puede asumir en el curso de la historia las formas más extrañas, puede adentrarse por caminos equivocados, tanto en lo que se refiere a su contenido concreto como a su interlocutor. A pesar de todas las degeneraciones a las que se ha enfrentado y de las figuras que ha adoptado a lo largo de la historia, sigue siendo todavía ese proceso misterioso en el que un ser humano se abre con confianza, expresamente, temáticamente, al misterio último de su existencia como tal”.

Así entendida, como apertura al misterio último que envuelve la existencia, la oración es un fenómeno universal. Hasta las personas que no creen expresamente en Dios pueden orar y, de hecho, oran. Todo ser humano es orante como es respirante. Lo es sin darse cuenta. Lo necesita para seguir existiendo. He vuelto sobre este asunto tras leer un interesante texto escrito por el cardenal italiano Carlo Maria Martini y tres amigos suyos: Mario Trevi (psicoanalista), Roberta De Monticelli (profesora de filosofía) y Shoten Minigishi (monje budista japonés). Sus testimonios están recogidos en el libro titulado “La oración de los que no creen. ¿Se puede rezar sin fe?”, publicado en español por la editorial Temas de Hoy hace veinte años. Su lectura es bastante compleja. No sé si a muchos lectores de este Rincón se les puede caer de las manos. En cualquier caso, ayuda mucho a reflexionar sobre la oración en el mundo en el que vivimos.

Al final, usando una trilogía propuesta por el mismo Martini, se trata de un itinerario vital que pasa de la razón (ratio) a la oración (oratio) y desemboca en la adoración (adoratio). La oración, pues, no es un fenómeno irracional que repugne al hombre contemporáneo, sino una experiencia que traspasa la racionalidad y nos coloca “con el alma postrada” ante el umbral del Misterio que sostiene el universo. El creyente lo adora como Dios. El no creyente lo vislumbra como hipótesis y tal vez como fundamento.

La sociedad de la información no nos deja mucho tiempo para reflexionar sobre estos asuntos, que parecen destinados a mentes ociosas. La pandemia, sin embargo, nos ha obligado a desempolvarlos, a preguntarnos de nuevo si estamos abandonados a un destino ciego (y, por lo tanto, no debemos preocuparnos y mucho menos orar) o, más bien, estamos sostenidos por un Amor que abre la existencia a una nueva dimensión. Y, entonces, la oración es el respiro del alma. Que cada uno apele a su experiencia.


lunes, 10 de enero de 2022

También los lunes son días santos

Es lunes. Un poco antes de las 8 de la mañana transitan muchos colegiales por la calle Princesa. Se acabaron las vacaciones navideñas. Con Covid o sin él, es hora de reanudar las clases. Las autoridades insisten en que la presencialidad es necesaria. También las oficinas y comercios han reabierto sus puertas. Comienza la cuesta de enero. Intercambio algunos mensajes de Whatsapp con una de las lectoras de este blog hospitalizada por Covid. La noto preocupada. Con la enfermedad no se juega. Leo algo sobre el modo de afrontar la soledad en tiempo de pandemia. Repaso los compromisos pendientes para los próximos días. Me entra la insidiosa tentación de procrastinar, pero procuro superarla. Me vienen algunos recuerdos de mi época de estudiante. Siempre me costaba mucho volver a clase tras el paréntesis de Navidad. Las cosas han cambiado. Ahora no es tan nítida la separación entre vida laboral y tiempo de ocio. A veces, todo es un continuum con momentos especiales. 

Recuerdo algunas conversaciones telefónicas de los últimos días. Hay mucha gente amiga que lo está pasando mal por motivos diversos: pérdidas recientes, enfermedades, soledad, desánimo y falta de horizonte. Tampoco yo me libro de algunas amenazas. El contraste entre el mensaje de alegría que porta la Navidad y la realidad cotidiana es patente. ¿Dónde encontrar un poco de sosiego?

En este marco, leo el Evangelio del lunes de la primera semana del Tiempo Ordinario. Jesús comienza su ministerio público en Galilea con un anuncio sorprendente: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio”. ¿En qué se nota la cercanía de este reino de Dios? Quizás en que, como les sucedió a los primeros discípulos, muchos siguen dejando sus asuntos y se ponen a disposición de Jesús. Este me parece uno de los signos más creíbles. Cuando tendríamos todas las razones del mundo para preocuparnos solo de nuestras cosas y, sin embargo, nos ponemos a echar una mano a quien la necesita, entonces el reino de Dios se acerca un poco a nosotros. 

Al principio de la pandemia se multiplicaron los signos de solidaridad, pero, a medida que ha ido pasando el tiempo, todos nos hemos ido cansando. No creo que hayamos caído en el “sálvese quien pueda”, pero nuestras fuerzas han menguado. Parece evidente en el caso de los sanitarios. Muchos están al borde de su resistencia. Algunos han abandonado. ¿Cómo rearmarnos moralmente para seguir combatiendo sin heroísmos innecesarios, pero también sin tirar la toalla? ¿Dónde encuentra fuerzas quien está muy cansado o ve que sus esfuerzos son en vano?

Creo que la fuerza más renovadora sigue viniendo de la palabra de Jesús. También él pasa hoy junto a nosotros, nos sorprende en nuestra fatiga diaria, y nos dice: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Ir con Jesús significa que en adelante no vamos a estar solos, que en cualquier circunstancia sentiremos la fuerza de su presencia. Solo nos pide que nos pongamos en camino, que no nos abandonemos a la rutina o a sentimientos derrotistas. Por paradójico que nos resulte, Jesús nos propone ser “pescadores de hombres” (es decir, evangelizadores) a quienes atravesamos momentos de desánimo. 

¿Cómo es posible? Es posible porque no hay nada más restaurador que el amor, la salida de nosotros mismos para hacernos cargo de las necesidades de los demás. Cuando quiero que alguien me llame, lo mejor es que yo dé el paso y haga una llamada. Cuando necesito que alguien me invite a dar una vuelta, lo mejor es que yo haga esa misma invitación a quien pueda estar experimentando la misma necesidad. En momentos difíciles, todos somos providencia de Dios para los demás. Me parece que en esto consiste seguir a Jesús. La pregunta no es tanto qué necesito yo, sino qué puedo hacer yo para responder a las necesidades de los demás. Nos sorprenderemos descubriendo dentro una fuerza que parecía haber desaparecido de nosotros. Y, como fruto sobrevenido, una profunda paz.