jueves, 11 de abril de 2019

Las otras semanas santas

Mi viaje por tierras del Cono Sur apenas me deja tiempo para escribir. Hace un par de horas he viajado de Córdoba a Buenos Aires. Ahora espero el vuelo para Montevideo en el Aeroparque Jorge Newbery. Aprovecho para leer y responder correos. Los cinco días pasados en la docta Córdoba me han puesto en contacto con muchas personas y situaciones. He podido conocer a los jóvenes claretianos en formación, visitar el centro donde estudian filosofía y teología, recibir la primera profesión de uno de ellos, conocer el barrio marginal en el que trabajan, compartir con el consejo de gestión del colegio Corazón de María de Alta Córdoba y conocer El Tambo, un centro universitario llevado por los claretianos desde hace casi 50 años. Una de las noches han robado en la comunidad en la que me hospedaba. Y unos días antes, un grupo de unas seis personas asaltó otra de nuestras comunidades, amordazó a uno de los claretianos y se llevó el dinero reservado para las obras que se estaban haciendo en la casa. Este cóctel de experiencias me ayuda a a estar abierto a las diversas caras de la vida.

Mientras digiero lo vivido y me preparo para nuevos encuentros, caigo en la cuenta de que estamos a las puertas de la Semana Santa. Leo que el papa Francisco se ha arrodillado para besar los pies de las autoridades de Sudán del Sur. Es una forma de instarles a trabajar por la paz en ese torturado y pobre país. Imagino que el gesto recibirá interpretaciones de todos los colores. Algunos lo considerarán un gesto profético y a otros les parecerá una muestra más de populismo bergogliano. Desde hace mucho tiempo, la figura del papa no es intocable. Se ha convertido en una pantalla en la que se proyectan con facilidad las filias y fobias de cada uno. La Semana Santa es, entre otras cosas, un tiempo que pone también a prueba nuestras traiciones y adhesiones. Celebrar cada año la pasión, muerte y resurrección de Jesús nos confronta –por acción u omisión– con la verdad que mueve nuestra vida. Se podría hablar incluso de una Semana Santa para ateos. Un claretiano chileno ha escrito algo sobre esto en su cuenta de Facebook.

Este pequeño aeropuerto en el corazón del gran Buenos Aires está muy tranquilo a esta primera hora de la tarde. Somos pocos los que esperamos el vuelo a Montevideo. Esto me permite escribir con calma, aunque sin un claro hilo conductor. Rodeado de pantallas y tiendas, me cuesta hacerme a la idea de la inminencia de la Semana Santa. Cuando uno se mueve de un lado para otro, pierde un poco la noción del tiempo y el espacio. No es posible seguir un horario regular. Hay que estar a la que salta, sacar provecho de lo que sucede, leer entre líneas, hacer ajustes permanentes. También la Semana Santa se puede vivir en un contexto de cambios continuos. En ese caso, el acento no recae en la preparación minuciosa de las celebraciones litúrgicas o en los largos tiempos de meditación. El recuerdo de los últimos días de Jesús se convierte en la clave para interpretar las pasiones, muertes y resurrecciones de las personas con las que uno se encuentra. ¿Qué sentido tiene añorar una hermosa celebración litúrgica cuando una persona te está compartiendo el drama que vive? En ese momento, el Cristo que sufre y muere adquiere el rostro de un muchacho de 23 años que se debate entre el suicidio y la lucha por seguir adelante. Las cosas cambian. La Semana Santa se vuelve interpelante. Y uno aprende.


miércoles, 10 de abril de 2019

¿Se puede votar a Dios?

Leo en un periódico digital español que, según algunos estudios sociológicos recientes, la mitad de los jóvenes españoles no cree en Dios. Me entristece el dato, pero no me extraña. Se enmarca en las tendencias europeas de las últimas décadas. Creo que la fe en Dios no se puede medir con baremos demoscópicos, pero –como decían los clásicos– “contra factum non est argumentum” (no se puede ir contra los hechos). Acepto que las cosas están así. Me pregunto qué significa esta tendencia. Me pregunto incluso hasta qué punto soy responsable de la situación que vivimos. Si la fe es, entre otras cosas, fruto del testimonio de quienes creen, tal vez mi testimonio está siendo débil, desdibujado, insuficiente. Sé, sin embargo, que la explicación de este fenómeno de indiferencia creciente se debe a múltiples factores, no solo a uno. A veces me pregunto por qué Europa ha decidido suicidarse. Las batallas por la legalización del aborto y la eutanasia son síntomas de una cultura que no sabe qué hacer con la vida, que encuentra dificultades para manejar el principio y el final de la existencia, que no sabe cómo orientar el intermedio. No se viven las cosas así en otras partes del mundo. Conviene recordarlo para no sentirnos el ombligo del planeta.

Pero voy más lejos. Cuando leo encuestas en las que se pregunta si la gente cree en la existencia de Dios, experimento una mezcla de tristeza y de rabia. ¿Quiénes somos nosotros para determinar si Dios existe o no? ¿Es que acaso la existencia de Dios depende de los resultados de una votación popular? Es algo bastante ridículo. Me recuerda a la actitud de algunos adolescentes que, cuando se enfadan con su padre, le espetan un “Tú no eres mi padre”, como si su enojo tuviera el poder de cambiar las cosas. Se trata de un desahogo que no puede eliminar un hecho biológico patente. Los desahogos y opiniones son comprensibles, incluso necesarios, pero no alteran la realidad. Creo que con Dios sucede algo semejante. Podemos ignorarlo o negarlo. Podemos enojarnos con él. Podemos presumir de que somos adultos y ya no necesitamos ninguna dependencia infantil. Podemos afirmar, con cierta suficiencia, que una persona crítica no cree en mitos heredados de culturas precientíficas. Podemos tener las actitudes que nos parezcan más racionales y coherentes, pero eso no modifica la realidad. Es como si dijéramos que no creemos en el aire que respiramos porque no podemos verlo con nuestros ojos. Eso no significaría que el oxígeno dejaría de entrar en nuestros pulmones. El hombre moderno cree que las cosas existen en la medida en que él las admite o configura. El subjetivismo se ha erigido en religión incuestionable, pero me parece que no es más que una etapa necesaria en la evolución de la especie humana. No siempre ha sido así y no siempre será.

Conviene aceptar los datos de las encuestas, pero no sustituir unos dogmas doctrinales por otros sociológicos. La existencia de Dios y su conexión con los seres humanos no depende de nuestros vaivenes intelectuales y emocionales. No somos tan importantes y autosuficientes como para decirle al Creador que, de ahora en adelante, en virtud de una encuesta popular, hemos decidido no ser criaturas y arreglárnoslas solos. Este arrojo moderno, visto con perspectiva, tiene mucho de pueril y ridículo, aunque se revista de madurez y espíritu crítico. Me pregunto, de todos modos, cómo reaccionaría Jesús ante las encuestas citadas, con qué actitud se acercaría a ese 50% de jóvenes que dicen no creer en Dios. Desde luego, no les reprocharía su falta de fe. Los miraría con cariño y les ayudaría a explorar a fondo su interioridad. Los acompañaría en un viaje hacia el centro de todo. Sostendría con paciencia sus búsquedas, aceptaría sus preguntas, les formularía otras nuevas, no se cansaría de sus insolencias, los colocaría frente a las cuerdas de experiencias decisivas y, en cualquier caso, respetaría siempre su libertad. En Dios no se cree “por imperativo legal” o por impregnación cultural. En Dios se cree por apertura cordial al Misterio que nos envuelve. A Dios se llega por el camino del amor. Ubi caritas et amor, Deus ibi est. Es casi imposible tener una experiencia genuina de amor y no creer en quien es la fuente del amor que existe en el mundo.

lunes, 8 de abril de 2019

La aventura del hombre común

Las grandes instituciones (por ejemplo, los estados, las empresas, las universidades, la Iglesia) hacen con frecuencia estudios sociológicos para saber cómo piensa la gente sobre diversos temas, qué productos consume, a qué partido vota, qué programas de televisión ve, cómo se posiciona ante la religión, la homosexualidad, la eutanasia… o el sursum corda. “Queremos saber qué piensa la gente”. Algunos hablan de “pueblo” o de “gente”; otros del “hombre y la mujer de la calle”. No faltan quienes invocan otras categorías más metafísicas: “el hombre de hoy”, “los seres humanos”, etc. Aunque reconozco la aportación que estas encuestas pueden proporcionar, siempre me he mostrado muy cauto respecto a ellas. ¿Existe el “hombre común”? ¿Cómo sabemos lo que piensan los demás? Creo que fue Gustavo Adolfo Bécquer quien dijo: “Sé que conozco a mucha gente a la que no conozco”. A veces, la mejor manera de conocer a los demás es conocernos a nosotros mismos, explorar lo que nos gusta o nos disgusta, nuestras filias y fobias, las motivaciones que nos impulsan, las personas que nos atraen, los ideales que tiran de nosotros. En cada ser humano se concentra la humanidad entera. Conocernos a nosotros con objetividad y empatía nos permite conocer –sin conocerlos– a todos los demás. Somos un laboratorio en el que investigamos a diario cómo es ese “hombre común” al que con ahínco queremos conocer para luego conseguir su voto, venderle algún producto o incluso proponerle el Evangelio.

En ese laboratorio personal testamos las pasiones humanas dominantes. Aprendemos a identificar el odio, la envidia, la avaricia, la pereza, la ira, la lujuria, la soberbia…, en fin, los siete pecados capitales. Pero también la curiosidad, la prudencia, la justicia, la fortaleza, la belleza, el amor…, todas las virtudes que nos ayudan a vivir como seres humanos. ¿Cómo podemos conocer a los demás y tratarlos como merecen si no hemos aprendido a conocernos a nosotros mismos? Cada vez me convenzo más de que la mejor encuesta no es la que proporcionan las empresas demoscópicas, sino la que hacemos en nuestro interior. El nosce te ipsum (“conócete a ti mismo”) sigue siendo el mejor modo de conocer, respetar y amar a los demás. A veces tengo la impresión de que políticos, comunicadores, educadores, sacerdotes, etc. no acertamos a conocer y ayudar a los demás porque nos conocemos poco, porque dependemos mucho de baremos externos (siempre tan cambiantes), porque tememos hacer una excursión a nuestro interior. El resultado suele ser una comunicación pobre, una ayuda ineficaz y, en muchos casos, una tremenda manipulación.

El “hombre común” no es la persona hermosa, rica y llena de oportunidades que nos vende la publicidad. Quizá es un trabajador con una formación secundaria, que gana poco más de mil euros al mes, que  no lee periódicos ni libros, que navega poco por internet, que ve mucho la televisión y sabe quién es Leo Messi o Belén Esteban, pero no tiene  ni idea de quién es Rafael Sánchez Ferlosio, el obispo de Alcalá de Henares o el filósofo Bauman. El “hombre común” se debate en un escenario más bien pequeño (su trabajo, su familia, su bar de la esquina, su equipo de fútbol, su hipoteca y su preocupación por el futuro de sus hijos). Pero –y esto es lo que hace inconmensurable al ser humano– en ese escenario aparentemente pequeño vive, cada uno a su modo, las grandes preguntas y experiencias de todo ser humano. Experimenta amor y odio, admiración y envidia, laboriosidad y pereza, humildad y soberbia… todo aquello que nos distingue de los animales. Es probable que no siempre sea fácil tomar conciencia de estas polaridades, pero quien sepa conectar las cuestiones cotidianas (el precio de una barra de pan, la pensión de jubilación o el seguro de enfermedad) con las cuestiones esenciales, estará en condiciones de llegar al corazón del “hombre común”. Jesús supo hacerlo como nadie. Por eso, su palabra llega a todo ser humano como no llega la de ningún filósofo, político o educador. Creo que soy testigo de muchas historias que lo confirman.

domingo, 7 de abril de 2019

Lo de Jesús es siempre nuevo

El Evangelio de este V Domingo de Cuaresma es de los que quitan el hipo. De no haber sido auténtico, la Iglesia no se hubiera atrevido a “inventarlo”. Es demasiado hermoso e incómodo como para sacarlo de la nada. Lo que no sabemos es por qué un texto que encajaría muy bien al final del capítulo 21 de Lucas ha ido a parar al capítulo 8 de Juan. Ni el estilo literario, ni el enfoque están en línea con el cuarto evangelio. Todo apunta al evangelio de la misericordia; es decir, al de Lucas. No sé si algún día se encontrará una explicación plausible, aunque los exégetas han ensayado varias. Una de las más socorridas es vincular este relato a la referencia al juicio que se hace en Juan 8,15: “Yo no juzgo a nadie”. Sea como fuere, la historia de la mujer adúltera perdonada por Jesús es una mina de la que todavía no hemos extraído sus múltiples tesoros. Si lo hiciéramos, no sabríamos qué hacer con nuestros códigos legales. La actitud de Jesús nos desconcierta. Lo que le dice a la mujer –“Tampoco yo te condeno”– es una revelación de la actitud de Dios hacia los pecadores. No le dice: “Te perdono esta vez, pero cuidado con la segunda”. El perdón no tiene límite. Nadie de los presentes resiste tanta autenticidad y tanta audacia. Todos se van retirando, comenzando por los “presbíteros” (es decir, por los de más edad).

La historia tiene dos mil años, pero es tan desconcertante que podríamos decir que es nueva, demasiado nueva para personas que somos deudoras de una concepción equilibrista de la justicia: “tanto has hecho, tanto mereces”. Jesús, a diferencia de algunos movimientos actuales, no tolera el adulterio. Considera que es una afrenta al amor. Pero sabe también que el mejor modo de ayudar a la mujer adúltera a superar su pecado no es la condena –como querían los biempensantes de su tiempo– sino el perdón que abre las puertas del futuro. Solo los fuertes pueden perdonar sin sentirse disminuidos. Por otra parte, en el relato no aparece por ninguna parte el varón. El peso de la ley suele recaer siempre sobre los que menos cuentan; en este caso, la mujer “sorprendida en flagrante adulterio”. Me impresiona la escena en la que, una vez que todos se han marchado (la traducción litúrgica dice que “se fueron escabullendo uno a uno”) se quedan solos Jesús y la mujer. ¿Qué conversación cabe entre una acusada y alguien que es presentado como juez? La iniciativa la toma Jesús. No espera a que la mujer le pida perdón o muestre alguna señal de arrepentimiento. Aquí no se siguen los cinco pasos clásicos de la confesión.

Falta una semana para el comienzo de la Semana Santa. Muchos hacen planes de salida. Aunque ahora esté nevando en algunas zonas de España, la Semana Santa se asocia a las “vacaciones de primavera”. Está bien tomarse un respiro al comienzo de esta estación. Muchas personas dicen que necesitan “desconectar”. Usan este verbo tecnológico. Se supone que están “conectadas” a algo que no produce energía y ganas de vivir, sino, más bien, estrés y desencanto. Las personas sencillas no necesitan “desconectar” de nada porque están “conectadas” a la fuente de la vida. Para ellas, la vida cotidiana no es un potro de tortura del que tengan que huir, sino el escenario en el que conjugan los verbos creer, amar y esperar con naturalidad. Imagino que la mujer adúltera, de la que el Evangelio no dice su nombre, regresó a su vida cotidiana con ganas de contagiar el perdón que había recibido. Jesús le dijo “en adelante, no peques más”, pero, en realidad, su mensaje sonaría de otra manera: “En adelante, no dejes de amar”. O sea, conéctate a la fuente del amor. Disfruta donándolo. Verás cómo entonces no necesitas buscar un amor furtivo. Feliz domingo desde Córdoba, Argentina.

sábado, 6 de abril de 2019

¡Jóvenes, Cristo vive!

He estado un par de días sin conexión a internet, así que se ha resentido el ritmo diario del blog. Ahora estoy en la docta Córdoba, la segunda ciudad de Argentina. Aquí no tengo ningún problema para conectarme. Los 400 kilómetros entre Rosario y Córdoba me han permitido contemplar las llanuras inmensas salpicadas de maíz, trigo, soja y otros productos. Los he recorrido en coche por una autopista que se perdía en rectas interminables. Sigue el calor del incipiente otoño, pero se nota un cierto alivio con respecto a Rosario. Las calles del centro de Córdoba están llenas de personas sentadas en las terrazas. Pareciera que el verano no acaba de despedirse.

En los últimos días están sucediendo muchas cosas en el mundo. En mi país natal, España, está dando mucho que hablar el caso de un señor que ha asistido en el suicidio a su esposa, enferma terminal de esclerosis múltiple. Aunque, en cumplimiento de la ley ha sido detenido, leo en los periódicos que la opinión pública está de su parte. Algún día tengo que escribir algo sobre este tema controvertido. Me parece que está creciendo el número de personas que ponen al mismo nivel fenómenos distintos como el suicidio asistido, la eutanasia o el derecho a una muerte digna. En cualquier caso, casi siempre se trata de decisiones que se toman en contextos de mucho sufrimiento humano. Se requiere, pues, una clave de empatía y comprensión a la hora de abordar esta difícil coyuntura ética.

Por el momento, quiero fijarme en la exhortación apostólica Christus vivit (Cristo vive) que fue publicada el pasado día 2. Las primeras palabras del papa Francisco son una invitación a la esperanza: Vive Cristo, esperanza nuestra, y Él es la más hermosa juventud de este mundo. Todo lo que Él toca se vuelve joven, se hace nuevo, se llena de vida. Entonces, las primeras palabras que quiero dirigir a cada uno de los jóvenes cristianos son: ¡Él vive y te quiere vivo! Él está en ti, Él está contigo y nunca se va. Por más que te alejes, allí está el Resucitado, llamándote y esperándote para volver a empezar. Cuando te sientas avejentado por la tristeza, los rencores, los miedos, las dudas o los fracasos, Él estará allí para devolverte la fuerza y la esperanza. 

Estoy seguro de que este texto será leído y estudiado por muchos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos adultos, pero ¿cuántos jóvenes se acercarán a él? ¿Cuántos lo entenderán como una carta de alguien que los quiere, los ha escuchado y desea acompañarlos en su camino? Reconozco que el texto es largo. Consta de 299 párrafos agrupados en nueve capítulos. Aunque el papa ha procurado usar un lenguaje sencillo y directo, su exhortación no es una novela. Cita mucho el documento final del Sínodo celebrado en octubre de 2018, pero añade también mucho de su cosecha. Quien habla no es un joven, sino un anciano. Francisco no cae en la trampa de hablar “como si” fuera joven. Es, más bien, un abuelo que se dirige a sus nietos con simpatía, sin abusar del tono paternalista. Los anima no dejar de soñar, pero también a discernir su vocación y a tomar decisiones.

Entre los lectores de este Rincón hay jóvenes. Algunos se comunican de vez en cuando conmigo. Creo que la mayoría son creyentes, pero me consta que algunos están en búsqueda. No acaban de ver claro. Están divididos entre la atracción que les produce Jesús y su Evangelio y el desconcierto creado por los escándalos de la Iglesia. A menudo ven un abismo entre lo que la Iglesia enseña (sobre todo, en materia de sexualidad) y lo que la sociedad presenta como normal. Ven razones en ambos extremos, pero no aciertan a encontrar su propia respuesta. Quisieran seguir a Jesús, pero sin renunciar a otros caminos que también les atraen. Se parecen mucho al joven que, según el evangelio de Mateo (19,16-26), “se fue entristecido, después de haber seguido un buen impulso, porque no pudo sacar la vista de las muchas cosas que poseía (cf. Mt 19,22). Él se perdió la oportunidad de lo que seguramente podría haber sido una gran amistad. Y nosotros nos quedamos sin saber lo que podría haber sido para nosotros, lo que podría haber hecho para la humanidad, ese joven único al que Jesús miró con amor y le tendió la mano” (Christus vivit, 251). A estos jóvenes buscadores les recomiendo la lectura de la exhortación del papa Francisco. Les hará mucho bien. Toda amistad implica tomar decisiones. Quien decide se puede equivocar, pero quien no lo hace acaba siendo víctima de su miedo. Es verdad que atravesamos tiempos inciertos. Por eso, más que nunca, necesitamos jóvenes decididos. Jesús nunca defrauda.

viernes, 5 de abril de 2019

Hacer posible lo deseable

Aunque sopla una brisa suave, en Rosario hace calor. Se siente también la humedad del río Paraná. Desde la medianoche de ayer, estoy en la ciudad natal de Leo Messi, aunque para mí la tercera ciudad argentina tiene otras resonancias más misioneras. Atrás quedaron Chascomús y Florencio Varela. Esta última es una ciudad del gran Buenos Aires que ha superado ya el medio millón de habitantes. La comunidad claretiana reside en una casita enclavada en un barrio popular en el que abundan los inmigrantes paraguayos y bolivianos. Disfruté mucho compartiendo una jornada con los tres claretianos que viven acompañando a esta gente. Visité las capillas de los barrios y me reuní con el consejo pastoral. Es admirable el entusiasmo y la constancia de quienes creen que la fe es un motor de fraternidad y de cambio social. Algunos albañiles paraguayos dedicaban su día libre a construir con sus manos la capilla dedicada a Santa Inés. No es fácil ver este tipo de colaboración altruista en otros lugares. Ellos sienten que colaborar en la construcción de la capilla es una forma concreta de construir comunidad. Y lo hacen con alegría.

Al día siguiente visité el Colegio Claret de Buenos Aires, situado en el barrio de Paternal. Me reuní con el consejo directivo, formado íntegramente por laicos. Admiré también su identificación con el carisma claretiano, su creatividad y su entusiasmo. Con ellos reflexioné sobre los desafíos de la educación en el contexto argentino actual. Más del 30% de los argentinos viven en situación de pobreza, sin que por ahora se vea una salida clara. El peso se devalúa casi cada día. Muchos se sienten defraudados con las promesas de Macri. El empresario de éxito prometió arreglar la situación económica y, sin embargo, esta no hace más que deteriorarse de día en día. Algunos añoran los tiempos de la peronista Cristina y otros se enfurecen nada más escuchar su nombre, asociado a la corrupción y el desgobierno. Creo que los más jóvenes desean una alternativa nueva que, en realidad, no se vislumbra. En octubre tendrán elecciones. Hay mucha incertidumbre. Como en otros muchos países del mundo, se echa de menos una cultura ciudadana –y no solo política– que coloque el bien común por encima de los intereses particulares, que no haga de la corrupción un modus vivendi tolerado y criticado a un tiempo, que trace objetivos de largo recorrido y no solo maniobras tácticas para contentar a algunos sectores, que reivindique la política como el arte de hacer posible lo que a menudo se queda solo en deseable.

Argentina siempre me transmite melancolía. No sé por qué. Quizá porque la gente es muy inteligente y tiene una clara conciencia de la distancia que media entre sus sueños (siempre imaginativos) y sus realizaciones (casi siempre a medias). Quizá porque, de manera cíclica, el castillo de naipes de la prosperidad se viene abajo y hay que reconstruirlo desde la base. Quizá porque muchos, aunque pase el tiempo, siguen sin ser de aquí, pero tampoco de allá. Es como si vivieran en una inmensa tierra que en, cierto sentido, es tierra de nadie. Sin raíces profundas, los árboles se secan pronto y no acaban de producir los frutos deseados. Cuando examino los apellidos de muchos claretianos de este país, caigo en la cuenta de sus múltiples procedencias. Los hay de origen español e italiano (la mayoría); pero también suizo, alemán, checo, polaco y hasta armenio. ¿Cuánto tiempo se tarda en construir una nueva identidad nacional? ¿O estos ideales románticos pertenecen a otras épocas en las que el patriotismo tenía un fuerte carácter emotivo? Hoy entendemos la pertenencia de una manera mucho más fluida y dinámica. La gente se mueve como nunca antes. Se siente a gusto en lugares diversos. Aprende a convivir con personas de variada procedencia. En realidad, todo el mundo es nuestra patria. Las preguntas me las hago en la ciudad de Messi, pero, de hecho, tienen que ver con asuntos que desbordan las fronteras argentinas. ¿Qué significa hoy tener una patria? ¿Cuál es la verdadera patria de los seres humanos? ¿Por qué en algunas partes está resurgiendo el nacionalismo? ¿Qué significan la identidad y la pertenencia? Las respuestas de siempre cada vez se desdibujan más. Estamos en tiempo de mudanza.


lunes, 1 de abril de 2019

No sé si coger o tomar

Hacía ya bastantes años que no venía a Argentina, pero bastan unos minutos de conversación informal para caer en la cuenta de que hablamos dos lenguas en una. En el reciente Congreso sobre la lengua celebrado en Córdoba se han evidenciado las diferencias. Las películas, novelas y canciones de uno y otro lado del charco han ayudado mucho a familiarizarnos con los usos lingüísticos de cada país. El sábado colgué en mi cuenta de Facebook un vídeo que se hizo viral en pocas horas. Contenía el mensaje del argentino Marcos Mundstock, uno de los componentes del famoso grupo Les Luthiers. Pocas personas tienen un dominio tan grande y divertido del idioma común. Volviendo a las diferencias, es bueno recordar lo que la mayoría de los lectores de este Rincón saben. Apenas pasado el control de migración en el aeropuerto de Ezeiza, me olvidé del vosotros y de la segunda persona del plural. Aquí, todos son ustedes y, por tanto, propietarios de la tercera persona. Naturalmente, dejé de coger y me dediqué a agarrar cuanto objeto se pusiera a mi alcance, desde un durazno (melocotón) hasta un colectivo (autobús), pasando por una remera (camiseta) o una campera (cazadora). Mis entradas al blog ya no las escribo con mi ordenador portátil, sino con mi computadora. No uso mi teléfono móvil, sino mi celular, y en las reuniones no tomo notas con mi bolígrafo sino con la lapicera o la birome. Por suerte, esta vez no me perdieron las valijas (maletas) durante el vuelo. Algo es algo.

Desde el aeropuerto de Ezeiza hasta la casa de Constitución, mis amigos claretianos me llevaron con el auto (coche) de la comunidad. Fue un itinerario tranquilo. Los sábados por la mañana el tránsito (tráfico) es menos denso que en otros días de la semana. Hacía un calor más propio del verano que del incipiente otoño. Menos mal que en la heladera (nevera), encontré una cerveza fría y un jugo (zumo) de frutillas (fresas) que aliviaron mi sed y refrescaron mi garganta. El Provincial me entregó unos pesos que guardé en mi billetera (cartera) por si necesitaba hacer alguna compra urgente. Desde la ventana, no vi ningún quilombo (lío) en la plaza. Al contrario, todo me parecioó más limpio y ordenado que en ocasiones anteriores. Alguien me aclaró que la cercana estación de tren había sido renovada. O quizá refaccionada.

Al llegar a mi habitación, dejé mis anteojos (gafas) sobre la mesa, abrí la canilla (grifo) del agua fría y me lavé la cara para despejarme. Quise dormir un poco, pero el calor me lo impedía. No tuve más remedio que sacar (quitar) la cobija (manta) de la cama y quedarme solo con la sábana. A la hora de repasar el programa de los próximos días, alguien me advirtió de que el 2 de abril es feriado (festivo) porque se conmemora la guerra de las Malvinas. Dada mi condición de gallego (español), pensé que lo ideal en día libre sería irse de joda (fiesta), pero enseguida me di cuenta de que tenía mucho laburo (trabajo, curro) por delante, así que decidí quedarme en el departamento (piso) para avanzar un poco. En la lavandería de la casa, puse ropa blanca en lavandina (lejía). 

Al día siguiente decidí salir a dar un paseo. Quien me acompañaba sabe manejar (conducir) muy bien, pero prefrimos ir en el subte (metro). Entramos en un pequeño restaurante. Vino un mozo (camarero) morocho (moreno) para preguntarnos qué deseábamos. Ordenamos (pedimos) una milanesa (filete empanado) con una birrita (cervecita). Al regreso, nos detuvimos en una estación de servicio para poner nafta (gasolina) en el auto (coche). Por los parlantes (altavoces) de un recinto cercano se anunciaba que la pileta (piscina) estaba lista para quien quisiera tomar un baño.

A las pocas horas, se presentó una chica con una pollera (falda) muy linda (bonita) que parecía sacada de una película de Almodóvar. Conversamos un buen rato. Después de un receso (pausa, descanso), la chica me dijo que se había recibido (graduado), después de haber rendido (examinarse de) cuatro asignaturas. Se sacó (quitó) la campera (cazadora) marrón con mucha soltura. Entonces pude ver su remera (camiseta) en la que se leía esta inscripción: No soy ni gallega (española) ni tana (italiana): soy porteña. Luego de (después de) un rato de conversación, salimos a la calle. Era mi segundo paseo del día. Paseamos un rato por la vereda (acera) de la 9 de julio, mientras contemplábamos las vidrieras (escaparates) con las últimas novedades de la campaña de otoño-invierno. La verdad es que ayer (pronúnciese “asher”) pasé un día bárbaro (estupendo) con esta nueva amiga. No dí bolilla (no hice caso) a los que me decían que tuviera cuidado con esa mina (mujer). A mí me pareció una piba (chica) muy interesante, con ese toque de autosuficiencia que tienen la mayoría de los porteños. 

La verdad es que lo pasamos rebién (muy bien). Algún boludo (tonto, pesado) quiso importunarnos, pero no le dimos bolilla. Quería chorearnos (robarnos) la guita (dinero). Incluso llegó a darme un golpe en la gamba (pierna), pero nosotros nos rajamos (fuimos). A mi amiga se le saltó la térmica (se enfadó), pero yo no le di mayor importancia. Él tipo quería rompernos las bolas (molestarnos). Nos dijo que era un plomero (fontanero) que no tenía laburo y que necesitaba un poco de plata (dinero) para chupar (beber alcohol). 

La historia no es verosímil. Como el lector ha imaginado, ayer no sucedió nada de lo que aquí cuento, pero ha sido una forma de desempolvar un mini-diccionario argentino-castellano para situaciones de emergencia. Con él, uno puede moverse por el entorno de Buenos Aires con cierta tranquilidad, aunque siempre alerta por si viene un choro para agarrar la guita. Feliz semana y que no cunda el pánico. No olvido que hoy es el Pesce d'aprile en Italia y el Fool's Day en muchos otros países. Suponete vos que, a pesar de todo, también hoy puedes ser feliz.