lunes, 14 de enero de 2019

Todo el tiempo está en ti

El comienzo del Tiempo Ordinario, tras las celebraciones navideñas, nos ayuda a valorar el encanto de lo cotidiano. Es verdad que hay una cotidianidad rutinaria, aburrida, asesina. Es la de quienes todos los días hacen lo mismo sin encontrar sentido a sus acciones y sin experimentar placer en ellas. Muchos trabajadores que están en cadenas de producción viven esta forma moderna de esclavitud. Hacer todos los días las mismas cosas, con las mismas personas y del mismo modo puede ser un infierno. Pero hay también una cotidianidad que nos reconcilia con el ritmo de la vida. Muchos ancianos, curados ya de los deseos juveniles de hacer siempre cosas nuevas, viven con gratitud y sencillez los ritos de cada día: despertarse, abrir la ventana, respirar el aire fresco matutino, asearse, prepararse con calma un buen desayuno, arreglar la casa, hacer la compra, preparar la comida, saborear un plato apetecido, leer un libro, dar un paseo, hacer una llamada telefónica, visitar una iglesia, ver una serie de televisión, etc. Las personas que han aprendido a dar sentido a cada cosa no se hacen problema con la repetición. Disfrutan de la cotidianidad. Lo mismo les sucede a los contemplativos que repiten las mismas oraciones todos los días a lo largo de su vida. Esta cotidianidad reconciliada es un antídoto contra la cultura del frenesí, que necesita estar continuamente cambiando y nunca encuentra la quietud que, en el fondo, anhela.

Hay un himno litúrgico que me acompaña desde mis tiempos juveniles y que pone palabras justas y hermosas a esta experiencia al comenzar la jornada:

Comienzan los relojes
a maquinar sus prisas;
y miramos el mundo.
Comienza un nuevo día.

Comienzan las preguntas,
la intensidad, la vida;
se cruzan los horarios.
Qué red, qué algarabía.

Mas tú, Señor, ahora.
eres calma infinita.
Todo el tiempo está en ti
como en una gavilla.
        
Rezamos, te alabamos,
porque existes, avisas;
porque anoche en el aire
tus astros se movían.

Y ahora toda la luz
se posó en nuestra orilla. Amén.

En medio de la algarabía diaria, de las prisas y las preguntas, el himno presenta a Dios como “calma infinita”. No es que Dios sea un ser inerte. Quien ama está siempre henchido de pasión. Lo que ocurre es que no está sometido a los vaivenes de nuestros relojes y nuestras ansias porque “todo el tiempo está en ti / como en una gavilla”. Cuando entramos en contacto con Él a través de la oración, entonces participamos de esa calma divina. Reconocemos con alegría que “ahora toda la luz / se posó en nuestra orilla”. A veces, en medio de las prisas modernas, lo mejor que podemos ofrecer a las personas enfebrecidas es un poco de calma. Hay personas que actúan como pulmones verdes en el caos de la ciudad. Acercarse a ellas es sentir que las cosas pueden ser de otra manera, discurrir con otro ritmo, que es posible hacer mucho y de manera eficaz sin ser prisioneros de la prisa. El largo Tiempo Ordinario (dura 34 semanas) es una buena oportunidad para entrenarnos en un ritmo de vida más saludable que se parece más al que siguen las plantas en los campos que al de las máquinas de nuestras ciudades.

domingo, 13 de enero de 2019

Hijos en el Hijo

Este año, el tiempo litúrgico de Navidad, que concluye hoy, ha sido excepcionalmente largo: 20 días. Las lecturas (segunda opción de las dos propuestas) del domingo  en el que celebramos la fiesta del Bautismo del Señor parecen una síntesis apretada de la preparación del Adviento y de la celebración de la Navidad. El capítulo 40 de Isaías (primera lectura) abre el llamado “libro de la consolación”. Dios invita a consolar al pueblo y a preparar una vía que lleve de regreso a casa, a Jerusalén. La carta a Tito (segunda lectura) evoca un pasaje ya leído en la misa de medianoche de Navidad: “Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres”. Finalmente, el Evangelio el Lucas consta de dos partes bien diferenciadas: el testimonio de Juan el Bautista sobre Jesús y la experiencia de Jesús tras su bautismo, “junto a todo el pueblo” en el río Jordán, “mientras estaba orando”. A Lucas le gusta situar las principales acciones de la vida de Jesús en un contexto de oración. El relato está cargado de elementos simbólicos que Fernando Armellini explica bien en el enlace que he puesto al principio. No es necesario detenerse en ellos ahora. 

Me llama mucho la atención el comienzo mismo del relato lucano: “El pueblo estaba a la expectativa”. Me pregunto si hoy también estamos esperando algo o si ya hemos desistido dadas las frustraciones que vamos acumulando en la vida.  ¿Qué espera la gente de nuestro entorno? ¿Qué esperamos nosotros? Me da la impresión de que quienes en los últimos tiempos están votando a partidos  populistas y de extrema derecha en varios países del mundo se comportan en cierta medida como los discípulos de Juan el Bautista. Esperan que venga un líder fuerte (léase Trump, Bolsonaro, Putin, Duterte, Salvini, Orban, Abascal, etc.) que acabe con la corrupción de la actual clase política (“la casta” como la denominaba el Movimiento 5 Estrellas en Italia antes de acceder al poder, o Podemos en España), ponga coto a la inmigración abusiva, controle el orden público y restaure las esencias de los viejos tiempos. Es normal que estas expectativas se acentúen en tiempos de crisis y confusión. No tendríamos que extrañarnos de esto. Es un ciclo que se repite en ciertos momentos de la historia. La grandeza moral de Juan el Bautista consistió en no aprovecharse de las expectativas del pueblo para sus intereses personales, sino en remitir todo a Jesús, el que no bautiza con el agua de la penitencia, “sino con el Espíritu Santo y fuego”.

¿Cómo responde Jesús a las expectativas de la gente? No lo hace empuñando el látigo de la cólera y la venganza, como habían vaticinado algunos profetas del Antiguo Testamento, sino introduciéndonos en la experiencia de hijos de Dios, la verdadera fuente de toda renovación. Lucas no nos habla del lugar en el que se produjo el bautismo de Jesús, pero la tradición de la iglesia local de Palestina, siguiendo las indicaciones del evangelio de Juan, lo sitúa en un lugar del Jordán llamado Betábara. Según los geólogos, este es el punto más bajo de la tierra (unos 400 metros bajo el nivel del mar). Jesús, venido del cielo, ha querido comenzar su misión descendiendo al lugar más bajo de la tierra, mezclándose con la gente, para mostrar que quiere abrazar a todos, empezando por los que están situados más abajo, por todos los despreciados y marginados de este mundo. Abrazado a ellos, puesto en la fila de los pecadores junto a ellos, nos revela a todos nuestra verdadera identidad: somos hijos de Dios. Somos –por decirlo con una expresión paulina– “hijos en el Hijo”. A través del Bautismo, Dios Padre pronuncia sobre cada uno de nosotros las mismas palabras que pronuncia sobre Jesús: “Tú eres mi hijo amado”. Solo cuando tomamos conciencia de la importancia de ser hijos estamos en condiciones de cambiar nuestro mundo. El cambio no lo hacen quienes son esclavos del pecado en todas sus múltiples formas (corrupción, violencia, odio, etc.), sino quienes viven con la dignidad de hijos de Dios. No hay nada más revolucionario y transformador que ser y saberse hijos e hijas de Dios por la fuerza del Espíritu Santo.

Leo en un periódico dominical un artículo sobre Una crisis vaticana en cuatro actos. Aborda, entre otras cosas, el descenso de la popularidad del papa Francisco en todo el mundo, sobre todo en los Estados Unidos. Este momento, tarde o temprano, tenía que llegar. Muchos creyentes y no creyentes habían alumbrado muchas expectativas que, a su juicio, el Papa no está satisfaciendo. Una vez más, se produce lo que tantas veces en la historia: quien hoy te aplaude, mañana te envía el patíbulo con el mismo entusiasmo irreflexivo. ¿No será que, también una vez más, nos estamos comportando como discípulos de Juan el Bautista y no como seguidores de Jesús? ¿No será que, en vez de revivir nuestra experiencia de hijos y sacar de ellas todas las consecuencias, soñamos con que venga un líder (en este caso, el papa Francisco) que nos resuelva todos nuestros problemas a base de medidas drásticas (tolerancia cero en los casos de pederastia, reforma de la curia, etc.)? La fiesta de hoy tiene más miga de lo que a simple vista parece.

sábado, 12 de enero de 2019

¿Quién se ocupa de esto?

El hecho de vivir en un mundo global hace que los problemas de unos pocos se conviertan en problemas de todos. Hoy sabemos al instante la última ocurrencia de Trump en uno de sus tuits, el contenido de la última catequesis del papa Francisco en su audiencia de los miércoles y los resultados de cualquier competición deportiva. Como dice Daniel Innerarity, en su obra Un mundo de todos y de nadie. Piratas, riesgos y redes en el nuevo desorden mundial (Paidós, Barcelona 2013), entre las paradojas del mundo actual, una de ellas es que “proliferan los asuntos que son de todos (que a todos nos afectan y que exigen acciones coordinadas), pero de los que, al mismo tiempo, nadie puede o quiere hacerse cargo (para los que no hay instancia competente o de los que nadie se hace responsable)”. Esta constatación me parece muy pertinente. El hecho de que hoy gocemos de tanta información, pone al alcance de cada uno de nosotros infinidad de situaciones, muchas de ellas problemáticas. Hace unas décadas era impensable algo semejante. Si había problemas en el Congo o en el estado indio de Andra Pradesh, por ejemplo, era un asunto que concernía a los directamente implicados y, a lo más, a algunos países que pudieran tener un especial contacto con ellos, pero no al resto del mundo.

Hoy parece que todos somos responsables de todo. Como vemos en los telediarios que hay africanos que surcan el Mediterráneo en frágiles embarcaciones, inmediatamente clamamos contra este problema: o bien apelando a la solidaridad europea, o bien criticando a las mafias que trafican con seres humanos. Lo mismo sucede en relación con los centroamericanos que pugnan por cruzar la frontera entre México y Estados Unidos. Sentimos una profunda compasión y criticamos con fuerza la política de Trump. Pero no queda aquí la cosa. También opinamos sobre las revueltas de los gilets jaunes en Francia, la hiperinflación argentina, la mala situación económica de Rusia o la incertidumbre que está creando el Brexit. La información nos da derecho a opinar de casi todo. Por unos instantes nos convertimos en periodistas, sociólogos, economistas, políticos y, si nos dejan, en magos que resuelven con su criterio todos los problemas. Nos da la impresión de que todo es de todos (lo cual refleja una imagen del mundo como familia humana), pero, a la hora de la verdad, ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Cuál es nuestra cuota de responsabilidad real? ¿En qué consiste nuestro compromiso efectivo? La mayoría de nosotros ejercemos esta indignación desde la comodidad del salón de nuestra casa mientras cenamos o vemos el noticiero de la televisión. Al día siguiente, la vida sigue más o menos igual.

No ha crecido la responsabilidad personal y social al mismo tiempo que la información global, lo cual crea una sensación de ineficacia e impunidad. Todos opinamos de todo, pero pocos son quienes se arremangan y se ponen a hacer algo. En la mayoría de los casos, no se trata de pereza o mala voluntad. Es un problema de organización. No sabemos cómo hacerlo, cuál es la instancia competente, qué método debemos seguir. Esto hace que, poco a poco, sintamos que los asuntos no tienen que ver con nosotros, que “alguien” se ocupará de ellos. Ese “alguien” invisible es el gobierno del propio país, el Banco Mundial, la ONU, el Vaticano, Estados Unidos, China, Google, Amazon,… ¡Quién sabe! En Italia siempre se utiliza como chivo expiatorio el gobierno de turno. ¿Llueve? Porco governo! ¿Hace mucho calor? Porco governo! Lo que propongo es que, de igual modo que hemos hecho esfuerzos ingentes por lograr que la información sobre lo que sucede en el mundo llegue al  mayor número de personas, debemos hacer un esfuerzo semejante por cultivar en las etapas educativas aquellas actitudes y destrezas que hacen posible una respuesta individual y colectiva. Si no, el abismo entre información y transformación será tan grande que acabaremos pensando que las cosas suceden “porque sí”, sin que nosotros podamos intervenir en su gestación y desarrollo. Cuando se llega a esta situación de pasividad, el terreno está preparado para cualquier tipo de totalitarismo.

viernes, 11 de enero de 2019

¿Propósitos? No, gracias

En estos primeros días de 2019 abundan las sugerencias para vivir un año mejor. Hay páginas que ofrecen propósitos concretos y prometen que nuestra vida cambiará si los cumplimos. Para aquellos a quienes nos gusta escribir también se nos regalan algunos propósitos lingüísticos con el fin de escribir correctamente. No hace falta que nos recuerden constantemente la diferencia entre “deber ser” y “deber de ser” o entre “haber” y “a ver”, pero, por otra parte, no está mal mantenerse siempre en estado de alerta para que se cuele en nuestros textos el menor número posible de gazapos. Algunos nos hablan de buenos propósitos que sí vamos a poder cumplir. No sé qué tiene el comienzo de año que despierta en nosotros el deseo de cambiar. Parece que la Navidad fuera una especie de retiro del que salimos con ganas de comernos el mundo después de habernos comido una buena cantidad mazapanes y polvorones. Reconozco que una de las propuestas más simpáticas la he encontrado en el muro de Facebook de un amigo mío. Se ve que corre por Internet. El autor no habla de propósitos sino de “metas”. La primera redacción es de 2016; la última, de este nuevo año 2019. La inserto en mi blog tal cual.

Lo primero que llama la atención es que el género “propósitos” es una especie de género literario que no hay que tomarse demasiado en serio. Lo segundo es que -como decía un amigo mío- “a partir de los 40, todo cambio es a peor”. De hecho, el autor de esa lista de propósitos iniciada en 2016 va desinflando sus compromisos hasta dejarlos a la altura de un estilo de vida similar al de Homer, el papá de los Simpson. El primero es de manual. En 2016 se propone “empezar el gimnasio”. Dado que no lo cumple, en 2017 lo reduce a “hacer ejercicio”. En 2018 se conforma con “caminar”. A la luz de la experiencia, el propósito para 2019 es de un realismo aplastante: “no estar siempre sentado”. Quizás en 2020 escriba: “Levantarme de vez en cuando”. El séptimo exhibe una fina ironía. En 2016 se formula así: “Leer 30 libros”. La cifra se reduce a 20 (2017) y después a 10 (2018). Visto lo visto, el propósito para 2019 es divertidamente cínico: “Decir que leí”. Al final, no importa lo que hayas hecho, sino lo que eres capaz de decir. Mr. Trump es un maestro consumado de este arte de mentir sin sonrojarse. Os recomiendo leer las 10 metas. Es una forma de quitar hierro a eses sacrosantos propósitos que nos hacemos cada año y que casi siempre incumplimos. Me gusta la gente que es capaz de reírse de su debilidad y, a pesar de todo, no tira la toalla. Es un signo de salud mental y espiritual, una forma de reconocer que la gracia de Dios es más grande que nuestras limitaciones. Quizá esta gente es la que más consigue cambiar, pero no a fuerza de puños, sino a fuerza de humildad y de apertura a lo que la vida nos va ofreciendo y enseñando. A la gente muy voluntarista esto le parecerá una clara dejación de nuestras responsabilidades. A mí, que soy poco voluntarista, me parece un signo de madurez. 

Frente a este ejercicio de sano realismo, rayano el derrotismo o el dolce far niente, una web cristiana ofrece 12 propósitos (realistas) para 2019 y otra se atreve a formular los propósitos que “debe” tener un cristiano en 2019. Ese “debe” parece deudor de la moda periodística a la que me refería el otro día al hablar del rigorismo posmoderno. Hoy en día, muchas personas se sienten autorizadas a decir lo que “debemos” o “no debemos” hacer. Hace décadas que nos libramos de la vieja Inquisición. En su lugar, están proliferando muchas mini-inquisiciones que regulan hasta los más nimios aspectos de nuestra vida, como si fuéramos niños o imbéciles. Está claro que la fe cristiana es una fuente de libertad que nos ayuda a no caer en las garras de estos neo-fariseos que tienen una receta para todo. ¿Propósitos para 2019? Cada uno es muy libre de formular los que considere oportunos. Por lo que a mí respecta, solo tengo uno: estar abierto a las inspiraciones de Dios y dejarme llevar por su Espíritu. Cada vez me convence más la petición del Padrenuestro: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Jesús no le pide al Padre que nos asegure un capital por el resto de nuestros días. ¡Feliz jornada! Por cierto, ¿cómo lleváis los propósitos de hoy? ¿Cuántas veces habéis consultado el móvil? ¿Habéis abusado del chocolate? ¿Olvidasteis saludar al vecino?  ¿Subisteis a pie las escaleras? No, please.

jueves, 10 de enero de 2019

Me estoy quedando atrasado

Por edad y formación pertenezco de lleno a la galaxia Gutenberg. Todavía soy de los que leo libros y escribo artículos. Leer, escribir, calcular y dibujar fueron destrezas que aprendí de niño y que me han servido para andar por la vida. Pero no son suficientes. En plena era digital, la información discurre por otros cauces. Internet se ha convertido en el gran océano surcado por todo tipo de navegantes. Hay aventureros y piratas, profesionales y aficionados, expertos y náufragos. Este humilde blog es apenas una islita en el archipiélago de quienes reflexionan sobre la actualidad desde el punto de vista de la fe cristiana. Pero hay otras muchas personas que son verdaderos maestros en el arte de la comunicación en Internet. En los últimos años han cobrado relieve los youtubers, personas que han abierto un canal en la plataforma de vídeos YouTube, creada en 2005, a través del cual se comunican con sus seguidores o suscriptores. Yo también estoy suscrito a algunos canales: Vatican News, Euronews, Nacho Lozano, etc. Sigo, por supuesto, algunos canales claretianos como iClaret, xTuPalabra... En la actualidad se puede aprender en Internet cualquier cosa: desde el modo de componer una canción, desatascar un lavabo o jugar al ajedrez, hasta la forma de fabricar una bomba casera, hacer un batido de chocolate o escribir una tesis doctoral. Abundan muchísimo los canales sobre las lecturas de cada domingo: algunos muy creativos; la mayoría, bastante mediocres. El lenguaje de Internet no es el de un busto parlante que se dedica a hablar durante veinte minutos.

Hoy os invito a asomaros a un canal que me resulta especialmente interesante, tanto por los contenidos (trata de música, a la que yo soy muy aficionado), como por la forma didáctica y creativa de presentarlos. En definitiva, me parece genial. Es el canal del músico Jaime Altozano. Os pongo un ejemplo:


Y, como todavía estamos en el tiempo litúrgico de Navidad (aunque socialmente ya se haya terminado), os dejo con un vídeo en el que Jaime explica por qué los villancicos suenan a Navidad:


Cambio de tercio. La youtuber mexicana Dama G publicó hace tres meses un vídeo muy controvertido titulado Dios no existe. Está cargado de tópicos, pero parece que ha tenido mucho éxito porque emplea un lenguaje muy personal y unos efectos muy sugestivos. De hecho, el vídeo lleva ya más de dos millones de visualizaciones, lo que supone un bombazo para este tipo de mensajes. Hay que reconocer que algunos ateos saben muy bien cómo vender el producto. El vídeo es de mucha calidad. El final es abierto: "Dios, ¿estás ahí? Tal vez algún día me conteste".


Entre las muchas respuestas, rescato una del sacerdote español Daniel Pajuelo, que tiene su propio canal de YouTube y que acaba de ser galardonado con el premio Bravo de Nuevas Tecnologías. Esta es su respuesta a la youtuber mexicana:


Conozco también a un sacerdote norteamericano, Mike Schmitz, que elabora sus vídeos sobre diversos temas de actualidad. He aquí un ejemplo:


La distancia técnica entre unos y otros salta a la vista. Elaborar un vídeo como los de Jaime Altozano lleva mucho tiempo (en algunos casos, dos semanas) y exige muchos conocimientos. Lo que está claro es que yo, en comparación con ellos, me estoy quedando bastante atrasado. A estas alturas de la película, ¡todavía creo en el poder de la palabra escrita! Habrá que ir pensando en comenzar otra etapa.

miércoles, 9 de enero de 2019

El rigorismo posmoderno

Leo un artículo de El País sobre la conversión de La Pasionaria al catolicismo al final de su vida. Es probable que los lectores no españoles no sepan quién es el personaje que se esconde tras ese apodo un poco incendiario. Se trata de una mujer llamada Dolores Ibárruri. Nació en Gallarta (Vizcaya) en 1895 en el seno de una familia minera. Murió en Madrid en 1989 a la provecta edad de 93 años. De 1942 a 1969 fue secretaria general del Partido Comunista de España. Después, hasta su muerte, fue su presidenta. Tras la guerra civil española, se exilió a la Unión Soviética. Regresó a España en 1977. Hay muchas cosas interesantes y controvertidas en su dilatada vida, pero no quiero escribir hoy sobre esta mujer, sino sobre un fenómeno que se extiende como la espuma y que, a falta de otro nombre mejor, denomino “rigorismo posmoderno”. También podríamos llamarlo “fariseísmo digital”. No le tengo especial simpatía a esta mujer luchadora, pero reconozco su carácter aguerrido y la fidelidad a sus convicciones. Parece demostrado que, al final de sus días, regresó, de una manera discreta, al seno de la Iglesia católica a la que había pertenecido de niña. Su vuelta, no muy bien vista por muchos camaradas comunistas, fue el resultado de un lento proceso de conversión cuyos detalles ignoro, aunque algo cuenta el jesuita Pedro Miguel Lamet en su libro Azul y Rojo, la biografía del P. Llanos. ¿Por qué una mujer comunista y atea durante un largo período de su vida no puede redescubrir el don de la fe? ¿Por qué no puede cambiar? La vida de cualquier hombre o mujer evoluciona. No estamos irremediablemente atados a nuestro pasado, aunque nos condicione mucho. Es verdad que todo santo tiene un pasado, pero es más verdad que todo pecador tiene un futuro.

La Iglesia es muy severa a la hora de canonizar a alguien. Escruta su vida hasta los más mínimos detalles. Procura no dar gato por liebre. Y, sin embargo, no ha tenido empacho en canonizar a san Agustín (que tuvo una juventud turbulenta), a san Francisco de Asís (hijo de un rico comerciante y muy disoluto en sus años mozos), a san Ignacio de Loyola (que fue un soldado pendenciero) o en beatificar a Carlos de Foucauld (que vivió desenfrenadamente una etapa de su vida). Con los criterios rigoristas que hoy se aplican, ninguno de ellos hubiera pasado el filtro. Jesús mismo se rodeó de discípulos y discípulas que no siempre habían llevado una vida intachable, pero que, tras el encuentro con él, cambiaron de raíz. La Iglesia, acusada con frecuencia de ser muy puritana y rigorista, cree en la conversión de las personas, ofrece siempre una nueva oportunidad. O, mejor dicho, cree que la gracia de Dios es soberana y que, por tanto, ella no debe interponerse. No es más perfecto quien no tolera ninguna imperfección, sino quien acepta la realidad como es y contribuye a transformarla desde el amor.

Pues bien, ahora resulta que, en el mundo civil esto ya no es posible. Se habla a diversos niveles de “tolerancia cero” en relación con muchas conductas impropias (lo cual está bien) y en relación con algunas personas (lo cual es más discutible), de la necesidad de tener un expediente académico y profesional inmaculado y de no presentar la más mínima mácula ética en el propio currículo. Para mí, este rigorismo moderno no es signo de excelencia moral (de hecho, se utiliza con frecuencia como arma arrojadiza), sino de una espléndida hipocresía. A menudo, quienes más exigen a los otros este pedigrí ético son quienes menos motivos tienen para hacerlo porque ellos mismos esconden expedientes inconfesables. He aquí una nueva forma de fariseísmo que pretende enredarnos. ¿Qué ser humano, por íntegro que parezca, ha llevado desde su infancia una vida intachable? ¿Quién puede jactarse de no haber cometido nunca un fallo o de no haber sido mentiroso o tramposo? Hoy, basta un desliz del pasado o una apariencia de desliz (sea sexual, económico, tributario, académico, etc.), suficientemente aireado por los medios de comunicación, para que se trunque el futuro de una persona que tal vez ha superado sus debilidades y se encuentra en una etapa de honradez y seriedad. Pareciera que está volviendo la práctica del sambenito.

¿A qué obedece este rigorismo posmoderno, este continuo “rasgarse las vestiduras” por cosas que hasta hace poco se vivían con más naturalidad? Hoy, por ejemplo, no se puede ser cazador y mucho menos matador de toros (supone un maltrato indignante de los animales), no se debe lanzar un piropo a una mujer (es una muestra casposa de machismo), no se puede acariciar a un niño (puede indicar una conducta pedófila), no hay que comer hamburguesas o pasteles (constituyen una amenaza para la salud), el humor debe ser siempre de guante blanco (para no herir sentimientos religiosos, nacionales, monárquicos, republicanos, etc.). La lista es interminable. Los periódicos digitales están llenos de artículos del tipo: "Los 8 alimentos que usted no debe probar", "Las 20 cosas que usted hace mal cuando conduce", "Los 12 errores que no puedes cometer en tu dieta", "Los 7 errores  más frecuentes a la hora de cocinar la pizza", "12 cosas que hacemos mal cuando viajamos en avión", etc. El decálogo del Éxodo ha sido sustituido por infinidad de nuevos (y, a menudo, estúpidos) mandamientos que regulan hasta los aspectos más nimios de la existencia. ¡Qué horror! Salimos de Guatemala y nos metemos en Guatepeor. ¡Que Dios nos pille confesados!

No tengo muy claro cuál es el origen de este movimiento rigorista que nos ha invadido en los últimos años, pero sospecho que tiene algo que ver con la incapacidad de perdonar y ser perdonados, con la falta de fe en la regeneración de las personas, con una visión demasiado protestante y anglosajona de la vida. Yendo más al fondo, implica una falta de fe en Dios. Dado que no podemos perdonarnos a nosotros mismos (sería una mera ficción) y no existe un Dios que nos perdone y nos renueve, tratemos de ser buenos chicos. O, por lo menos, de aparentar que lo somos. Pongamos muchas normas para que así mostremos lo mucho que nos preocupan las personas y las cosas (los animales entran en una categoría aparte). Hay detrás de todo esto un pesimismo metafísico que parece retrotraernos a los períodos en los que la humanidad era vista como una massa damnata sobre la que la gracia de Dios no tenía poder regenerador alguno, sino que actuaba solo de forense. Espero que no se imponga esta miope visión de las cosas porque significará una cárcel ética de la que nos costará salir. Naturalmente, no estoy reivindicando que cada uno haga lo que quiera, y mucho menos quiero justificar comportamientos censurables o, por lo menos, cuestionables. Lo que pido es que no vendamos la libertad de ser nosotros mismos por el plato de lentejas de la plausibilidad social, que otorguemos siempre el beneficio de la duda cuando no tengamos pruebas razonables, que no nos carguemos con preceptos inútiles y, sobre todo, que creamos en la capacidad del ser humano de evolucionar, cambiar, arrepentirse, pedir perdón, reaprender, comenzar de nuevo… Que el pasado se convierta en aprendizaje, sí, pero no en un estigma que marque a los seres humanos para siempre impidiéndoles cambiar, emprender una nueva vida, convertirse (en el mas genuino sentido del término). Jesús no actuó así ni siquiera con algunos personajes siniestros. A todos les ofreció una nueva oportunidad, desde Zaqueo y Pedro hasta la mujer adúltera. ¿Vamos a ser nosotros más papistas que el Papa?

martes, 8 de enero de 2019

Solo Tú

Ayer recibí muchas felicitaciones con motivo de mi cumpleaños. Algunas (no más de una docena) llegaron en forma de llamadas telefónicas; la mayoría, a través de las redes sociales, del correo electrónico o de WhatsApp. Estamos en la era digital. Resulta muy fácil enterarnos de los cumpleaños de nuestros amigos (Facebook, por ejemplo, nos lo avisa con anticipación) y enviarles una frase, una imagen o un vídeo de cortesía. Muchas felicitaciones son muy escuetas. Se limitan a repetir la fórmula consabida: “Feliz cumpleaños”. Otras añaden algún toque personal. A veces, tres palabras pueden producir un efecto mágico. Hay personas que tienen el arte de elegir las palabras justas. Agradezco todas las felicitaciones porque detrás de cada una de ellas hay un amigo o una amiga que se han tomado unos segundos para pensar en mí y enviarme su saludo. Esto tiene un inmenso valor. Cada una de ellas, por elemental que parezca, es siempre un regalo. Y ya se sabe que los regalos no se miden por su tamaño o precio, sino por lo que significan. Anoche, antes de irme a la cama, pensaba que hace solo veinte o treinta años no era fácil recibir tantas felicitaciones desde lugares tan apartados como Argentina o Japón. Pero notaba una diferencia clara: había menos, pero, en general, eran más sustanciales. No es lo mismo un saludo de una línea escrito a toda velocidad en el muro de Facebook que una carta pensada, escrita a mano, enviada por correo y leída y releída en la intimidad del propio hogar. Ahora es posible recibir cientos de mensajes y, al mismo tiempo, experimentar que todo se esfuma en un abrir y cerrar de ojos. Vivimos en la cultura de lo efímero. Nuestra atención se dispersa con facilidad. Nos cuesta estar a lo que estamos.

Estos pensamientos no me vuelven pesimista. Cada época tiene sus luces y sombras, sus promesas y contradicciones. Mi reflexión me lleva a ratificar una convicción que me acompaña desde hace mucho tiempo: todo cambia, solo Dios permanece. Hay tiempos en los que somos saludados por muchas personas; llegarán otros en los que serán pocas quienes se acuerden de nosotros. Incluso si tenemos la dicha de contar con familiares y amigos muy cercanos, no podemos exigirles que estén pendientes de nosotros a todas horas. Cada persona tiene sus batallas que librar, sus preocupaciones, responsabilidades y ritmos de vida. Puede que en el caso de las personas célibes se incremente algo esta sensación de soledad en momentos de crisis, pero la he visto también en los amigos que se aprecian y en los cónyuges que se quieren. Hay un momento en el que experimentan que la otra persona, por amorosa que sea, no se hace cargo al cien por cien de lo que uno vive. Y no digamos cuando uno de ellos muere. Entonces, la sensación de soledad aumenta. Es como si nada ni nadie pudiera rellenar el vacío creado por la desaparición de la persona amada. No hay que tener miedo a esta experiencia. Es inherente a todo ser humano. Es mejor que tomemos conciencia de ella cuanto antes, la llamemos por su nombre y la aceptemos con serenidad. De este modo, no exigiremos a nadie (ni siquiera a las personas que más queremos) que rellenen un vacío incolmable. No experimentaremos el vértigo de la nada. Al mismo tiempo, daremos importancia y significado a cada detalle de cariño y, sobre todo, descubriremos dónde está el centro.

Estamos hechos para Dios. Solo Él puede entrar en el santuario de nuestra intimidad. Las demás personas, aunque cercanas, se quedan siempre a la puerta o en el atrio. Hoy están, mañana pueden no estar. Hoy se muestran amables, mañana pueden aparecer displicentes. Solo Dios nos asegura un amor personal, constante, fiel, transformador. La experiencia de este amor nos da seguridad en la vida. Es la fuente de nuestra paz y de nuestra alegría. A partir de ella, nos movemos con libertad. No exigimos a los demás lo que no pueden –ni deben– darnos. Disfrutamos de las relaciones sin chantajes afectivos. Combinamos la cercanía y la distancia, el cuidado y el respeto, con espontaneidad. Solo Él nos libra de la tiranía de los afectos efímeros, de los peajes emocionales, de las soledades suicidas, de la sensación de que la vida es un timo porque nos promete lo que, en realidad, no se puede conseguir. No es fácil sumirse en estas reflexiones cuando uno sopla las velas de la tarta de cumpleaños y varias personas disparan la cámara de sus teléfonos móviles para inmortalizar el momento. Pero es posible hacerlo cuando, al final del día, uno se recoge en silencio, evoca lo vivido durante la jornada y, calmadas las aguas, logra ver lo que hay en el fondo. Gracias, Señor, por estar siempre ahí.