jueves, 15 de junio de 2017

40 años: nuevas oportunidades

Hoy se me acumulan los motivos. Litúrgicamente, es la memoria de santa María Micaela del Santísimo Sacramento, fundadora de las Adoratrices, una congregación femenina que combina una fuerte espiritualidad eucarística con la atención a las chicas y mujeres en situaciones de exclusión. Como ellas mismas afirman, quieren conjugar tres verbos: adorar, liberar y promover. Adorar a Jesús Eucaristía continuamente, en Espíritu y verdad, y liberar y promover a la mujer explotada por la prostitución o víctima de otras situaciones que la esclavizan. Son unas 1.100 religiosas extendidas por 23 países. Santa Micaela estuvo muy ligada a san Antonio María Claret, con quien mantuvo una asidua comunicación epistolar en los últimos años de su vida.

Pero hoy se da otra circunstancia que a mí me resulta muy útil. Después de muchas discusiones con las compañías telefónicas, hoy es el fin del roaming en la Unión Europea; es decir, del sobrecoste que el usuario tenía que pagar cuando efectuaba llamadas desde un país distinto al de residencia. Yo, que me estoy moviendo continuamente por varios países de la Unión, celebro este paso. Contribuirá un poco más a que tomemos conciencia de la casa común y contribuyamos a construirla con paciencia. Hablar es una forma de crear lazos, de tender puentes, de acercar personas. Esta noticia se une a la celebración de los 30 años del programa Erasmus, que tanto ha contribuido también al conocimiento mutuo entre las nuevas generaciones. 

Pero hay otro motivo de más envergadura que concurre en este jueves 15 de junio. Hoy, hace 40 años, España celebró las primeras elecciones democráticas tras el largo paréntesis de la dictadura franquista. 40 es un número con evidentes resonancias bíblicas. Israel peregrinó 40 simbólicos años por el desierto hasta llegar a la tierra prometida. Jesús también pasó 40 simbólicos días en el desierto antes de comenzar su predicación itinerante. No sé si los 40 años de democracia han servido para construir una España moderna o son más las tareas pendientes que los logros conseguidos. En todo caso, es evidente que hemos cambiado mucho. Para la nueva etapa que estamos viviendo se pide recuperar el espíritu de consenso que presidió aquel 15-J y hacer los ajustes que necesita una Constitución (aprobada en diciembre de 1978) pensada para otra época. Es lógico que haya distintos puntos de vista y que quienes no vivieron aquel momento histórico no acaben de valorar su significado y tiendan a subrayar sus imperfecciones y carencias. Aquel 15 de junio de 1977 yo tenía 19 años. Estaba terminando el curso académico. Recuerdo muy bien las circunstancias. No pude votar porque la edad mínima requerida entonces eran 21 años, pero viví todo con mucha intensidad. He participado en la película de estos 40 años de democracia, aunque solo haya sido como extra, ni siquiera como actor secundario.

Vistas las cosas con perspectiva, es evidente que quedan muchas cosas por hacer: una mejor y más estable articulación territorial, un combate sin cuartel contra la corrupción, un plan eficaz contra la pobreza y la exclusión y, sobre todo, una mejora sustancial de la calidad educativa. Pero estos retos no impiden reconocer los muchos avances que se han dado en uno de los mejores períodos de la historia de España. La Iglesia ha contribuido decididamente a la reconciliación y al respeto a la pluralidad. Es verdad que, desde el punto de vista religioso, pareciera que se ha producido un desplome, que el avance democrático no ha significado un avance para la evangelización, pero tal vez ésta es una mirada muy superficial. Era preciso purificar muchas cosas, superar viejos maridajes, para que las personas pudieran vivir su fe en libertad, sin coacciones sociales. En realidad, para la Iglesia la nueva situación es una gran oportunidad para una misión nueva. La historia de la evangelización no se escribe a base de tramos cortos sino de períodos largos. 40 años no es demasiado para ver hacia dónde apunta el futuro. Yo estoy convencido de que, a pesar de que abundan los indicadores de declive (disminución de bautismos y vocaciones sacerdotales y religiosas, envejecimiento notable del clero y de los creyentes en general, cierre de instituciones, escasa conexión con las generaciones jóvenes, etc.), el Evangelio nunca pierde su capacidad de hablar al corazón de las personas. La razón no es coyuntural sino eterna: aborda la cuestión del sentido de la vida humana y ofrece una respuesta liberadora y esperanzada.

Es probable que para muchos estos 40 años de democracia hayan significado una travesía del desierto desde el punto de vista de la práctica religiosa. Hay muchos datos para avalar esta tesis. Pero la secularización de muchos valores cristianos ha contribuido también a hacer una sociedad más libre, igualitaria y justa. Cuando se haya pagado completamente el peaje que todavía arrastra la Iglesia en relación con los viejos tiempos, será posible hacer una evangelización más fresca e incisiva, inspirada claramente en las orientaciones del Vaticano II. Quizás no se cuente ya con un gran peso institucional como en el pasado, pero eso mismo se convertirá en acicate para presentar el Evangelio en toda su originalidad y novedad. No faltarán personas que se sentirán atraídas y que, sin presión de ningún tipo, darán su adhesión al Jesús que siempre habla de Dios y del hombre con la originalidad de quien sintetiza en sí mismo el gran misterio de la vida.

miércoles, 14 de junio de 2017

Ganar y perder

El pasado domingo, el tenista Rafa Nadal ganó en París su décimo trofeo Roland Garros. Tras un período de dos años en baja forma por las lesiones sufridas, ha vuelto el Rafa Nadal ganador con más fuerza que nunca, aunque él mismo confiesa que a sus 31 años, no es un ganador obsesivo. La prensa internacional se ha deshecho en elogios hacia el tenista manacorí, al que algunos periodistas califican de extraterrestre. Otros hablan de él como el mejor deportista español de la historia. El deporte de competición conjuga dos verbos que parecen definir la dinámica de la vida humana: ganar y perder. Como suelen decir todos los deportistas, a veces se gana y otras muchas se pierde. Forma parte del juego. Uno no puede estar siempre arriba, aunque sea el mejor. De algunos (individuos o equipos) se dice que han nacido para ganar. Otros, por el contrario, parece que han nacido para perder, como canta Joaquín Sabina. Estamos tan habituados a concebir la lucha por la vida desde esta clave competitiva que nos cuesta imaginar que las cosas podrían ser de otra manera.

Hay personas que van por la vida de ganadores. Las cosas les salen bien, son reconocidos, reciben premios y parece que todo les sonríe. Tienden a mirar a los demás por encima del hombro, como si ellos pertenecieran a una clase superior. En el caso de algunos deportistas y artistas, este complejo raya el narcisismo puro y duro. Otros, sin embargo, parecen castigados con el estigma de perdedores. Coleccionan fracasos. Nadie se fía de ellos porque siempre les salen las cosas mal. Es como si hubieran sido condenados de antemano a ocupar los últimos puestos de la fila. La educación y el mercado laboral tienden a ser muy competitivos. Abundan los mensajes del tipo: “solo para los mejores”, “atrévete a marcar la diferencia”, etc. Una vez que este virus ha sido inoculado en nuestro cerebro, no hay mucho que hacer, porque es uno de los virus más peligrosos que existen: el de la frustración. Si para ser nosotros mismos o para ser felices, necesitamos siempre ganar, estamos perdidos. Nos va a costar encajar las derrotas. No vamos a ver a los demás como compañeros de ruta sino como rivales. Tendremos dificultades para trabajar en equipo, a menos que ese trabajo redunde en victorias personales.

Jesús de Nazaret, ¿fue un ganador o un perdedor? ¿Ocupó el primer puesto o se colocó el último de la fila? El conocido himno cristológico de la carta de Pablo a los Filipenses ofrece una respuesta muy clara: “Cristo, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres” (2,6-7). O sea, que renunció al primer puesto (condición divina) y escogió libremente colocarse al final (condición de esclavo). ¿Quién entiende esto en nuestra sociedad competitiva? ¿Quién renuncia a subirse al podio de los ganadores para que otros puedan beneficiarse? Pocas personas entienden esta extraña lógica. “Es de tontos”, dirían algunos. “Así no avanza la sociedad”, dirían otros. Parece que la vida es combate, competición. Todos tenemos que adiestrarnos para librar batallas y competir en torneos. Ya se sabe que unos ganan y otros pierden, pero esto forma parte del juego. Además, no está dicho que siempre sean los mismos los ganadores y los vencedores. La solidaridad puede ser buena en ciertos momentos de necesidad, pero no funciona como dinamismo de la vida. La solidaridad nos vuelve perezosos, nos quita las ganas de luchar. Hasta aquí la “lógica del mercado” que llevamos puesta en la cabeza como quien lleva una gorra en las mañanas de verano.

Jesús fue más allá. No se contentó con colocarse el último de la fila sino que nos desafía con una de sus frases rompedoras: “¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?” (Mt 16,26). También aquí hay un contraste entre el verbo ganar y el verbo perder; y entre los sustantivos mundo y vida. Ganar según el mundo –nuestro mundo competitivo– significa desarrollar todas nuestras capacidades y, en abierta competición, derrotar a otros para conquistar los primeros puestos (en el deporte, la ciencia, el arte, el mercado laboral, etc.). Perder equivale a no estar en el grupo de cabeza, aunque uno se haya esforzado y haya desplegado su potencial. Algunos de los grandes santos (Antonio Abad, Francisco Javier, Antonio María Claret y tantos otros) se sintieron heridos por estas palabras de Jesús. Su vida dio un giro completo. Iban para ganadores en la batalla que habían emprendido. Se convirtieron en perdedores a los ojos del mundo, pero acabaron ganando la corona definitiva. Pocos entienden esta lógica. Habrá que preguntarle a Rafa Nadal cómo se pueden ganar tantos títulos y seguir siendo un tipo normal. A veces, los grandes también nos enseñan la letra pequeña del contrato de la vida.

martes, 13 de junio de 2017

Un santo popular

Escribo en Colmenar Viejo, a las 6 de la mañana de un caluroso día de junio. A esta temprana hora, la temperatura es de 22 grados. A mediodía alcanzaremos los 36. El verano está cerca. Con la ventana abierta, oigo el canto matutino de los jilgueros y otros pajarillos que anidan en los árboles del jardín. La ciudad comienza a despertarse. Se oye también el ruido de algunos coches, pero no llega a ser molesto. Es el momento más sereno del día. Yo lo disfruto como si fuera un epígono del Génesis. Enseguida caigo en la cuenta de que hoy es la fiesta del que probablemente sea el santo más popular de la Iglesia católica: San Antonio de Padua. Se lo invoca en su Portugal natal, en Italia, en la India y en cualquier rincón del mundo. Hay alrededor de una veintena de santos que se llaman Antonio. Para mí, como es lógico, el más familiar es san Antonio María Claret, pero no me olvido de san Antonio de Kiev, san Antonio Maria Zaccaria, san Antonio Maria Gianelli o san Antonio Kim Song-u, por citar solo algunos.  De todos, el más famoso es el que celebramos hoy. Sus restos, ante los cuales he orado en alguna ocasión, se encuentran en la  basílica de san Antonio de Padua. Mis amigos portugueses se molestan un poco porque para ellos es san Antonio de Lisboa. El santo nació en esta preciosa ciudad atlántica hacia finales del siglo XII. Hace años, el rector de la basílica de Padua, me ofreció una explicación a la italiana. “Para nosotros –me dijo– es sant’Antonio da Lisbona y sant’Antonio di Padova”. La preposición da indica procedencia; la preposición di indica pertenencia, así que el famoso san Antonio procede de Lisboa, pero ahora pertenece a Padua. En realidad, pertenece ya al mundo entero. Asunto zanjado.

Debido a su fama de santo milagrero, fue también un santo express. Fue canonizado 352 días después de su fallecimiento, el 30 de mayo de 1232. Es patrono de numerosos pueblos y ciudades de todo el mundo, incluyendo Lisboa y Padua, las dos ciudades unidas a su nacimiento y muerte. Quizá la ciudad más famosa que lleva su nombre sea San Antonio, Texas, la séptima ciudad más poblada de los Estados Unidos. En muchos lugares de la península Ibérica y de Latinoamérica, san Antonio de Padua es también un santo casamentero, al que invocan las muchachas para encontrar un buen novio, aunque no siempre les salen las cosas como desean. Recuerdo que hace años una novicia de una Congregación religiosa española me confesó que en su pueblo era tradición que las chicas que buscaban novio tirasen suavemente del cordón que llevaba en torno a la cintura la estatua de san Antonio que había en la iglesia. “Yo tiré más de la cuenta –me confesaba– y aquí me tienes: a punto de ser monja”.  San Antonio le buscó un novio que nunca falla, “el más bello de los hombres, en cuyos labios se derrama la gracia”. En fin, que con los santos milagreros hay que tener mucho cuidado porque puede salir el tiro por la culata. Pides una cosa que consideras importante y te conceden otra que ellos juzgan necesaria.

Más allá de las anécdotas, siempre me he preguntado por qué unos cuantos santos llegan a ser tan populares. De algunos sabemos muchas cosas, pero de otros apenas nada. Historia y leyenda se confunden. Aun así, siguen conservando su atractivo, incluso en las sociedades secularizadas. Es como si los seres humanos necesitáramos a alguien como nosotros, de carne y hueso, que nos sirva de intermediario o embajador ante el Dios invisible. Alguien con el que podamos hablar nuestra lengua, pedirle, interrogarlo… e incluso chantajearlo. La religiosidad popular está a veces muy alejada de la liturgia oficial. Inventa sus propios caminos y ritos. La frontera con la superstición no es siempre nítida, pero pone de relieve algo sin lo cual la fe tampoco es genuina: la importancia del corazón. La religiosidad popular nos recuerda que quien no se emociona, quien no tiene gestos de amor (encender una vela, depositar unas flores, besar un icono o una imagen, pedir una bendición) acaba por reducir la fe a un asunto puramente racional, sin fuerza para mover la vida y llenarla de sentido y alegría. ¡Ojalá la fiesta de san Antonio de Padua nos ayude a poner corazón en todo lo que somos y hacemos! 

Aprovecho para felicitar a todos mis amigos y lectores de este blog que llevan el nombre de Antonio (o Antonia) y cualquiera de sus muchas variantes. Os dejo con la canción popular “El milagro de san Antonio”, interpretada en vivo por el grupo segoviano Nuevo Mester de Juglaría.


domingo, 11 de junio de 2017

Solo el amor es digno de fe

Estoy en Barcelona, disfrutando de una ciudad hermosa, llena de luz… y de turistas. Comprendo que los residentes en los barrios más visitados se sientan a veces invadidos. Es una verdadera marea humana la que se mueve de un lugar para otro, escrutando los rincones de una ciudad que atrapa. Anoche aproveché para acercarme hasta el templo de la Sagrada Familia en el que serán beatificados 109 mártires claretianos el próximo 21 de octubre. Tendremos ocasión de volver sobre este asunto en los próximos meses. Es difícil describir la impresión que produce esta Biblia en piedra contemplada bajo la luna. Vi a algunos turistas literalmete ojopláticos, alzando la cabeza para ver las espigadas torres rodeadas de grúas. Ya falta menos para 2026, la fecha prevista para la culminación de un trabajo centenario, que parece más una obra de orfebrería que de arquitectura. Detractores no le faltan, pero son muchísimos más quienes disfrutan con el monumento más visitado de España.


Llegué ayer al aeropuerto de El Prat casi a la misma hora en la que el cuerpo de Ignacio Echeverría –el héroe del patín– llegaba al de Torrejón de Ardoz. Su ejemplo ha despertado las conciencias. No somos insensibles al sacrificio de alguien que arriesga su vida por salvar la de otro. Ese es precisamente el mensaje central del Evangelio de esta solemnidad de la Santísima Trinidad. Dios se ha entregado a la humanidad. No ha querido permanecer como un Deus absconditus, escondido, solitario, ajeno. En Jesús, el Invisible se ha hecho visible y se ha revelado comunitario. Más aún: Jesús ha manifestado el inequívoco amor de Dios dando su vida por nosotros. No hay forma más seria de mostrar en qué consiste el amor. Las lecturas que nos propone la liturgia de la Palabra son tan ricas que no es justo despacharlas con cuatro frases. Como cada domingo, os recomiendo que, si disponéis de tiempo, leáis la explicación detallada a cada una de las tres lecturas que nos ofrece Fernando Armellini. Al final tenéis también el vídeo. Así podéis ir practicando vuestro italiano.

A veces tengo la impresión de que muchas personas –sobre todo los jóvenes– muestran una gran indiferencia ante el misterio de Dios, como si este asunto no tuviera nada que ver con ellos, como si la fe en Él fuera una etapa superada de la historia. Otras veces pienso todo lo contrario. Los jóvenes son muy sensibles al hecho religioso. La huella de Dios la llevamos impresa en nosotros. Lo que ocurre es que no siempre la reconocemos o la interpretamos del mismo modo. Cada vez percibo en más personas el anhelo de espiritualidad, la necesidad de ir más allá –o más acá, según se mire– de nuestras vidas romas, atadas a la rutina diaria, expuestas al vacío o al aburrimiento. Me atrevería a decir que, como pregunta, silencio, nostalgia o anhelo, Dios forma parte de la vida de los seres humanos. Quizá lo más inquietante sea atrevernos a susurrar en qué Dios creemos. No se trata de un problema de imaginación sino de una orientación vital. Dime cómo planteas tu vida, a qué das importancia, cómo usas tu tiempo, qué te produce angustia o alegría y te diré en qué Dios crees. La liturgia de hoy nos acerca a la imagen cristiana de Dios. El evangelio de Juan no habla de una fuerza cósmica o de una energía psíquica. No usa las categorías que hoy tienen éxito entre quienes navegan por el mar de la espiritualidad. Habla de Dios como amor y como vida: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que quien crea en él no muera, sino tenga vida eterna” (Jn 3,16). Por si hubiera alguna duda, en el versículo siguiente remacha la imagen de Dios como salvador: “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” (17).

Amor, salvación y vida son palabras que no pueden contener el misterio de Dios, pero, al menos, orientan nuestra búsqueda en la dirección adecuada. El amor nos remite al Padre; la salvación es obra del Hijo; al Espíritu lo confesamos como Señor y Dador de vida. Donde hay odio, condena y muerte nos situamos en el terreno del no-Dios, experimentamos el infierno. A menudo me vienen a la memoria las palabras de una vieja canción de Víctor Manuel: “Déjame en paz, que no me quiero salvar, que en el infierno no estoy tan mal”. Este es el drama de nuestro tiempo: haber renunciado a nuestra primogenitura (es decir, a la experiencia del amor de Dios que da sentido a la vida) por el plato de lentejas de una existencia satisfecha o, por lo menos, curvada sobre sí misma. Pero no se trata de añadir condena sobre condena: “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él”. Lo esencial, por lo tanto, es acoger a Jesús. Él no ha venido en un momento determiando de la historia, ha pasado unos pocos años entre nosotros y luego nos ha dejado solos. No, él es siempre el Emmanuel, el Dios-con-nosotros (cf. Mt 28,20). Por eso, nuestra experiencia de Dios pasa a través de su carne gloriosa. Quien ama conoce a Dios. Quien no ama, aunque navegue por mares de vibraciones, está lejos de su misterio. Esto lo hemos aprendido contemplando a Aquel que ha dado la vida por los seres humanos, que se ha abajado hasta nuestro suelo. Este es el Dios en el que creo. Nada que ver con la caricatura que a menudo hacemos los humanos a partir de nuestros miedos y perplejidades.


sábado, 10 de junio de 2017

No sabemos quiénes somos

Viajo a Barcelona un día después de que Carles Puigdemont, el presidente de la Generalidad catalana, haya anunciado la fecha y la pregunta del controvertido referéndum sobre la independencia de Cataluña. Soy consciente de la trascendencia de este asunto. No sé qué ambiente voy a encontrar en la ciudad condal. Los ánimos se han caldeado tanto en los últimos años que no resulta fácil plantear las cosas con serenidad. Más allá de la pregunta concreta y del conflicto subyacente, lo que parece claro es que -como detectan los estudios del Instituto Elcano- vivimos un momento de declive de la identidad española. Las personas de mi generación, educadas en la idea de la España una, grande y libre, inculcada por el franquismo, se volvieron bastante reacias a la defensa de una identidad uniforme y sacrosanta. Aprendimos a vivir y valorar la diferencia. Los educados en los 40 años de democracia han crecido con relatos regionales y nacionales y casi siempre con un sentimiento muy antiespañolista. Les cuesta mucho imaginar la unidad. Con lo cual hemos llegado a una situación en la que, de tanto manipular la idea, ya no sabemos bien en qué consiste ser español. Ni siquiera la Constitución de 1978 parece cobijar el mínimo patriotismo constitucional para asegurar una convivencia pacífica entre los diversos pueblos que conforman el actual Reino de España. La cosa pareció funcionar al principio, pero hace ya tiempo que se multiplican los sinsabores y reclamaciones.


El periódico italiano Corriere della Sera, que suelo leer diariamente en su versión digital, publicó ayer una serie de artículos sobre lo que significa ser español, francés, británico, alemán, etc. desde la perspectiva de diversos autores italianos. La periodista que escribió sobre el ser español concluía que, más allá de las victorias de Rafa Nadal o de alguna exposición internacional de nuestros grandes artistas como Goya, Picasso o Velázquez, lo que más une hoy a los diversos españoles es su deseo de ser europeos. En esta identidad continental se encuentran cómodos catalanes, vascos, castellanos, gallegos, andaluces, extremeños, canarios y valencianos, por citar solo algunos de los pueblos que componen este rico mosaico español. Lo cual significa que las identidades menores, por llamarlas de alguna manera, no tienen inconveniente en sentirse miembros de una unidad mayor como la Unión Europea, pero en algunos casos (ahora de manera acusada, en el caso catalán) sí son reticentes a formar parte de una unidad intermedia llamada España. Los mismos que consideran perjudicial para la propia economía compartir impuestos con andaluces y extremeños -por poner solo dos casos citados a menudo- parecen no ver problemas en compartir recursos con búlgaros o rumanos.

Hablo de la identidad española porque es el país en el que nací, pero debates parecidos se están produciendo en toda Europa. Podría extenderme sobre lo que significa hoy ser italiano, francés, alemán, británico o suizo. No conozco país europeo que no esté hoy preguntándose por su identidad, como si la Europa que surgió tras la Segunda Guerra Mundial no acabara de ser del agrado de las nuevas generaciones. Este continuo interrogarse sobre lo que somos, este deseo de modificar siempre la situación presente, es un rasgo típicamente europeo. Es como si Europa no soportara estar más de 70 años en paz. Lo ha logrado por primera vez en las últimas décadas, pero ya comienza a sentirse incómoda con tanta tranquilidad: quiere un poco de agitación, de movida, de cambio. El Brexit, el referéndum catalán, los diversos movimientos independentistas (escocés, padano, bretón, corso, flamenco, vasco, gallego, etc.) son solo algunos indicadores de esta necesidad de lograr nuevos ajustes que, a juicio de algunos, permitirían un continente mejor.

Creo que todo esto tiene una doble lectura. Por una parte, es signo de que las identidades no son realidades fosilizadas sino procesos vivos en continuo desarrollo; por otra, indica un cierto estado adolescencial en el que algunos necesitan afirmarse más que los otros. En general, cuando una persona o un pueblo acentúan mucho que son diferentes de los demás lo que, en realidad, quieren decir es que se sienten superiores. La diferencia no es necesario afirmarla demasiado porque suele ser evidente, aunque, en situaciones dictatoriales, pueda estar reprimida o sojuzgada. Basta vivir con algunos andaluces o gallegos para darse cuenta de lo diferentes que son. O con algunos sicilianos o milaneses. El gran desafío para la convivencia humana no es tanto preservar la diferencia -que tiende siempre a autoafirmarse- sino ser capaces de crear nuevos espacios de convivencia plural, nuevas síntesis. Si Europa no trabaja esta vía, el proyecto que, a pesar de todas sus limitaciones, tantos frutos ha producido en las últimas décadas, entrará en un proceso de desintegración. La historia nos ha enseñado ya muchas cosas. En fin, que la cuestión sigue dando mucho que hablar.


viernes, 9 de junio de 2017

El último examen

Hace 36 años que hice el último examen formal de mi vida académica. Ha pasado ya mucho tiempo desde aquel caluroso día de junio, pero ahora estoy rodeado de algunos misioneros jóvenes que me contagian su preocupación durante estas semanas finales del curso académico. Todos ellos están haciendo estudios de licenciatura o doctorado en las universidades de Roma. Las conversaciones en la mesa están salpicadas de anuncios como estos: “Hoy tengo examen de hebreo”; “Me faltan dos semanas para el examen De universa”; “No he podido preparar como me hubiera gustado el examen de Crítica Textual”… Sus palabras y el nerviosismo que delatan me traen a la memoria recuerdos de infinidad de exámenes realizados en mi etapa de estudiante o de profesor. Ahora puedo confesar sin sentimiento de culpa que siempre los he odiado por considerarlos superficiales, inútiles y contraproducentes. La opinión es muy discutible –de hecho la he discutido muchas veces–, pero comprendo que, mientras no se cambie radicalmente el sistema de enseñanza y aprendizaje, siguen siendo un instrumento privilegiado de evaluación. 

Cuando era estudiante superé innumerables exámenes con el mínimo esfuerzo. No recuerdo haberme quedado ni una sola noche a estudiar. No era cuestión de inteligencia, orgullo o astucia sino de escepticismo puro y duro. Y quizá también de una cierta falta de disciplina personal, que no es en absoluto recomendable. Pero mi alergia a los exámenes tenía que ver, sobre todo, con mis intereses y perspectivas. Mientras mis compañeros se pasaban las horas subrayando y memorizando folios, a mí me daba por componer una canción, leer un libro interesante o escribir una carta. Nunca he sido esclavo de las calificaciones y menos de los títulos. Sé que en nuestra sociedad competitiva los títulos son necesarios para acceder al mercado laboral y de paso obtener un mínimo de reconocimiento social, pero mis preferencias iban –y van– en otra dirección. Puede que esté equivocado, pero ya es un poco tarde para cambiar de vía. Cuando era profesor, lo que más me aburría era tener que corregir pruebas escritas, juzgar textos que habían sido redactados en condiciones artificiales y que, en el mejor de los casos, reflejaban una aceptable memoria, pero no permitían adivinar si la persona había reflexionado sobre la cuestión, si la había hecho suya, si había extraído algo útil para su vida personal.

Nos pasamos la vida haciendo exámenes. A partir de cierta edad cesan los exámenes académicos, pero continúan los escrutinios que unos hacemos de otros en el laboratorio de la vida cotidiana. Examinamos la apariencia física, el grado de simpatía, la capacidad de trabajo, la autodisciplina, las diversas habilidades, etc. Y, de acuerdo con nuestro propios baremos, calificamos a las personas de una manera escalonada, de forma que siempre hay algunos que ocupan los primeros puestos y otros –como sucedía en nuestras viejas aulas infantiles– que descienden a los puestos de cola.  En la tercera edad comienzan a proliferar los exámenes clínicos, así que casi siempre estamos expuestos al control. No ganamos para sustos. Con todo, a pesar de que vivimos en una sociedad muy examinadora y competitiva, creo que hemos avanzado en el reconocimiento de las diversas capacidades que las personas tenemos. Uno puede tener un cociente intelectual de 160 –se suele decir que la persona con el cociente más alto fue el norteamericano Williams James Sidis y ser un perfecto inútil para preparar una comida, conducir un vehículo o relacionarse con la gente. A lo largo de mi vida he experimentado grandes decepciones al descubrir que detrás de algunas personas brillantes a las que admiraba, se agazapaban hombres (sí, sobre todo, hombres) neuróticos, misóginos, egoístas y narcisistas. Y al revés. Muchos de mis mejores amigos –que desbordan sensatez y bondad– provienen de mundos que están bastante alejados de la élite intelectual.

En cualquier caso, por seguir con la metáfora del examen final, ya nos advirtió san Juan de la Cruz en uno de sus conocidos dichos que “a la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición”. Hay otras versiones del dicho, pero no sé si son auténticas o espurias. En cualquier caso, parece que no se está refiriendo al momento de la muerte, como a menudo se interpreta, sino a la dinámica de la vida humana en general. Amar o no amar. Este es el verdadero tema del examen de la vida. No hay que esperar al último momento para aprobarlo. Aquí sí que se puede hablar de evaluación continua. ¡Ojalá se pueda decir de nosotros aquello de progresa adecuadamente!


jueves, 8 de junio de 2017

Llamados a amar

Junio, al menos en España, es un mes dedicado a las bodas. Aprovechando el fin de curso y la bonanza del clima, muchas parejas se animan a contraer matrimonio en este mes. Yo estoy bastante alejado de este ambiente nupcial porque no trabajo en parroquias. Pero eso no significa que no reciba de vez en cuando alguna invitación a presidir el matrimonio de los hijos de mis amigos. De hecho, este próximo verano tengo algún compromiso. Cuando puedo, lo acepto con gratitud, aunque a menudo con un disgusto de fondo que no es fácil superar. Me explico. Hoy por hoy, la celebración del matrimonio cristiano se ha convertido, en la mayoría de los casos, en una fiesta de tal envergadura que asfixia a muchos contrayentes y sus familias (también desde el punto de vista económico) y tiende a oscurecer el verdadero sentido del sacramento. Cuando hablo con algunas de las jóvenes parejas y me cuentan el montaje que supone organizar una boda, casi me echo a temblar. Nunca hubiera imaginado que algo tan personal se hubiera sofisticado tanto. La imaginación y el interés de quienes sacan tajada de este acontecimiento (tiendas de trajes, restaurantes, agencias de viajes, fotógrafos, etc.) llega a límites insospechados. Si una pareja tuviera que seguir todos sus dictados, necesitaría hipotecarse por el resto de su vida.

¿De verdad es necesario plantear las bodas de esta manera? ¿No habremos traspasado ya el límite de lo razonable, como en tantas otras cosas? ¿Quién nos manda complicar tanto una experiencia humana sencilla y entrañable? ¿Prevalece el sentido común o los intereses comerciales? Conozco a algunas parejas –pocas– que han sabido sortear las presiones familiares y sociales y han hecho una celebración sobria, hermosa y solidaria. Pero la gran mayoría sucumbe a lo que todo el mundo” hace, en una escalada interminable que incluye fiestas de despedida de solteros, trajes de alta costura, banquetes de etiqueta, lunas de miel sofisticadas… ¿Es justo derivar hacia este exceso cuando muchas parejas tienen que vivir luego con sueldos precarios y sus padres necesitan el dinero para otras necesidades más perentorias? ¿Produce este derroche la alegría que se espera, o se trata solo de un fuego de artificio que a menudo presagia una caída espectacular, como sucede con las varillas de los cohetes que se lanzan al aire y luego caen a tierra sin gracia? Cuando hablo con algunas jóvenes parejas amigas, les insinúo lo que pienso con toda claridad. Ellas, por lo general, sonríen, me escuchan con respeto, pero luego siguen con sus planes tal cual, como diciendo: “Este hombre no sabe en qué mundo vive”.

¡Cómo me gustaría acompañar a mis jóvenes amigos en un itinerario que recorre, al menos, tres etapas (la atracción, la comunión y la vocación)! Es evidente que en todo matrimonio hay una etapa inicial de atracción emocional, sexual, intelectual… Sin ella, no se produciría el milagro del enamoramiento. Esta atracción  es fruto de procesos bioquímicos y psíquicos que, en buen medida, desconocemos. ¿Por qué unas personas nos atraen y otras nos repelen? ¿Por qué, entre miles, nos fijamos, a veces, en una sola? La ciencia, la literatura, la música y el cine se han encargado de explorar hasta la saciedad esta etapa magnética. Me atrevería a decir que para muchas personas el comienzo coincide con el final. No aspiran a más que a una fusión física fruto de la mutua atracción, ignorantes quizás de que, por su misma naturaleza, esta etapa tiende a evaporarse, a menos que se supere a sí misma y, sin desaparecer, acceda a un nivel superior.

La etapa de la comunión tiene que ver con el milagro del encuentro interpersonal, cuando dos seres humanos (un hombre y una mujer) se reconocen como tales, se adentran con temor y temblor en el santuario de la intimidad y descubren que, respetando la diferencia, pueden construir juntos una vida nueva. El fruto de esta comunión, siempre extrovertida, son los hijos y los nietos. En realidad, todo matrimonio auténtico acaba convirtiéndose en una “bomba de comunión”, si se me permite la hipérbole. Donde hay una experiencia genuina de encuentro, todo el mundo puede hallar un espacio. Por eso, los matrimonios auténticos regeneran el tejido social siendo lo que son, abriéndose a la relación con todos. Los matrimonios son escuela de comunión.

Hay, por último, una tercera etapa que se identifica con el matrimonio cristiano y que, por desgracia, no siempre es presentada con claridad y belleza. Muchas parejas no acaban de descubrirla. Es la etapa de la vocación. Dios llama a dos seres humanos a convertirse en signo visible de su amor en el mundo, les encarga ser testigos luminosos de su presencia escondida. ¡Esto es sublime! Sin matrimonios que vivan con alegría su vocación (como amor personal, fiel y fecundo), la presencia de Dios queda oscurecida; por eso, hay una correlación estrecha entre la crisis del matrimonio y la crisis de la fe. Sin matrimonios que se sientan llamados –no simplemente atraídos– se torna muy difícil creer en un Dios que nos ame incondicionalmente. Los matrimonios son los misioneros, por excelencia, del Dios Amor. Pueden atravesar crisis, experimentar una mengua en la atracción física, encontrar problemas de comunión… Si creen que su historia no es solo un asunto “a dos” sino una aventura cuyo último protagonista es Dios, todo cambia. Se abren a la dimensión que da sentido último a sus vidas. Descubren que el matrimonio es mucho más que una experiencia atractiva y de encuentro. ¡Es una vocación-misión! ¿Quién se apunta? O mejor: ¿quién ha escuchado la llamada?


Atracción, comunión y vocación no son etapas sucesivas y excluyentes. Son como dimensiones de una única experiencia de amor que, a medida que se acerca a su núcleo, asume todo lo anterior, lo purifica y lo abre al misterio de Dios. Para celebrar esto con gratitud y alegría no es necesario gastarse 20.000 euros, pero sí hacer un camino humano y espiritual, dejarse acompañar y, sobre todo, tener un corazón abierto y agradecido.