lunes, 7 de noviembre de 2016

A Jerusalén siempre se sube

Ayer domingo dejamos Galilea y emprendimos el camino hacia Jerusalén. Todo el evangelio de Lucas está concebido como un viaje de Jesús hasta la ciudad santa. Y de allí al cielo. Me vienen a la mente sus palabras: “Con todo, hoy y mañana y pasado tengo que seguir mi viaje, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén” (Lc 13,33). Hay tres posibles vías para viajar desde Galilea hasta Judea: la más occidental es la “vía del mar”; la más oriental es la “vía del Jordán”. Jesús solía utilizar esta última. También yo la he seguido en viajes anteriores. Pero esta vez, dado que la situación política está más calmada que a finales del siglo pasado, hemos seguido el camino más corto: el que atraviesa Samaria. Esto nos ha permitido detenernos en Nablus, donde se conserva el auténtico pozo de Jacob bajo protección de los ortodoxos griegos. Allí sitúa el evangelista Juan, en el capítulo 4 de su evangelio, el encuentro entre Jesús –de regreso a Galilea– y la mujer samaritana. Para comprender mejor el texto, conviene recordar que el monte Guerizim al que se alude en la conversación entre ambos se alza majestuoso no lejos del lugar.

Situados en torno al pozo, hemos leído con calma el pasaje evangélico. Es un texto que he meditado tantas veces que no sabría poner un acento especial: quizá el atrevimiento de Jesús a la hora de entablar conversación con una mujer –samaritana por más señas (es decir, heterodoxa)– en un lugar descampado en pleno mediodía. El relato de Juan –como todos los suyos– combina con maestría la historia (¡cada vez se reconoce más la base histórica del texto!) con la teología simbólica. Yo me quedo con el atrevimiento, una característica que echo de menos en nuestra forma de relacionarnos pastoralmente con las personas. Estamos siempre dispuestos a la acogida, pero pocas veces damos el primer paso. Arriesgamos poco. Por eso, recogemos poco.

El descenso a Jericó es una introducción vertiginosa en el desierto de Judea. ¡Menos mal que los frenos del microbús estuvieron en su sitio! Llegados al oasis que alberga “la ciudad más antigua del mundo”, comenzamos enseguida el ascenso a la ciudad santa de Jerusalén. Pasar de los 240 metros bajo el nivel del mar que tiene Jericó a los cerca de 800 metros sobre el nivel del mar en tan solo 34 kilómetros significa superar un desnivel de más de 1.000 metros. En el trayecto era imposible no evocar la “parábola del buen samaritano” que Lucas sitúa en la bajada de Jerusalén a Jericó. Y quizá más imposible si cabe no entrar en la ciudad santa catando el salmo 121: ¡Qué alegría cuando me dijeron! Los que visitaban Jerusalén por primera vez se estremecieron al ver la ciudad rocosa construida sobre roca, el sucederse de colinas pobladas de casas que parecen todas del mismo color.

Tras el almuerzo, la tarde se centró en el monte Sión. Celebramos la Eucaristía en el Cenáculo franciscano y regresamos al hotel caída la noche. Podría contar los detalles de cada paso, pero me resultaría difícil sintetizar tantos sentimientos. Quizá baste uno por hoy. Se resume en dos palabras: “Sucedió aquí”. Es la impresión que estamos teniendo cada vez que visitamos un lugar que la tradición ha conservado como auténtico. Este adverbio –aquí– adquiere una importancia sublime. Es cierto que el Resucitado trasciende todos los aquí para hacerse el encontradizo con cualquier ser humano en cualquier lugar. Pero él mismo ha querido hacerse uno de nosotros viviendo aquí y no allá, en aquel tiempo y no en éste. Tenemos que trascender estas mediaciones pero no suprimirlas. El Resucitado es el Crucificado. Ambas realidades se iluminan mutuamente. Esta convicción sostiene y da sentido a nuestras visitas. Estamos ya en Jerusalén. Nos aguarda lo mejor. 

domingo, 6 de noviembre de 2016

De Nazaret salió algo buenísimo

Es conocida la reacción del apóstol Bartolomé cuando su compañero Felipe le dijo que había encontrado a Jesús el Nazareno, el hijo de José: “¿Puede salir algo bueno de Nazaret?” (Jn 1,46). En aquella época Nazaret era un villorrio galileo de entre 120-150 habitantes del que nadie hablaba. Su nombre no aparece en el Antiguo Testamento. Hoy es una ciudad de unos 80.000 habitantes. Pero mucho más importante que el crecimiento poblacional es el significado que ha adquirido en la historia. A Jesús no lo conocemos como Jesús el Betlemita o Jesús el Jerosolimitano. Lo conocemos como Jesús Nazareno o Jesús de Nazaret. La aldea en la que creció se ha convertido en el sobrenombre del Maestro. 

Pues bien, ayer, después de visitar Caná de Galilea (en donde oré por todos mis familiares y amigos casados) y Haifa (la tercera ciudad de Israel), pasé toda la tarde recorriendo algunos lugares significativos de Nazaret: la basílica de la Anunciación, la iglesia de san José y la iglesia ortodoxa griega de la Anunciación. Os ahorro los detalles de cada lugar porque, si os interesan, podéis encontrarlos en los correspondientes enlaces. Lo que hoy quiero compartir es el runrún que me acompañó durante toda la tarde. Recordaba la famosa reacción del apóstol Bartolomé al anuncio de su compañero Felipe. Dentro de mí tenía una respuesta: “Sí, de Nazaret ha salido lo mejor que la humanidad ha producido”. Jesús de Nazaret ha sido tan profundamente humano que solo Dios puede llegar a serlo de esta manera. 

Después de celebrar la Eucaristía en la hermosa Basílica de la Anunciación (concretamente en la capilla de santa Ana y san Joaquín) sentí un impulso irrefrenable a arrodillarme ante la cueva en la que la tradición sitúa la casa de María y la experiencia de la anunciación de su maternidad. Sentí como pocas veces la desproporción absoluta entre aquel lugar minúsculo e insignificante y el misterio que se desencadenó en el vientre de una muchacha palestina, entre su microhistoria y la macrohistoria de la humanidad y de la creación entera. Recordé las palabras escritas con letras enormes en la fachada del templo, el más grande de Oriente Medio: “Verbum caro factum est et habitavit in nobis” (El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros). ¿Cómo es posible que todo el proceso evolutivo del universo, que toda la historia humana, pase a través de algo tan escandalosamente concreto y pequeño como el embarazo de una adolescente? ¿No se trata de algo absurdo, mítico, ridículo? Se me saltaron las lágrimas. Es como si se hubiera producido un cortocircuito en mi cerebro. Me tapé la cara con las manos para no dar la nota. Pero por dentro sentía que soy yo el que vivo en otro mundo, el que no entiende nada del Misterio de Dios, el que quiere tamizar todo con el cedazo grosero de su cerebro diminuto. No me sentí humillado ni derrotado sino consolado con una alegría serena.

Si Dios ha elegido esas mediaciones tan humanas y minúsculas, entonces hasta la más pequeña realidad puede adquirir un significado infinito cuando refleja el amor de Dios. Se trata de un ejercicio de fe y confianza en medio de las dudas. En otras palabras, se trata de ser como la muchacha Myriam/María. El gran sí de la joven María es el sí sobre el que se aupan todos nuestros pequeños síes de cada día. Salí a la calle como perdido. Contemplaba los enormes mosaicos de las Vírgenes de medio mundo colgados en las paredes laterales, incapaz de apreciar su belleza. Veía que mis compañeros disparaban sus cámaras a diestro y siniestro y todo me parecía superfluo, como una evasión del misterio simbolizado en esa cueva mariana. Todavía no me he repuesto del susto. ¡Y eso que creía que a estas alturas de la película no cabían ya muchas sorpresas!

La explicación del evangelio de este XXXII Domingo del Tiempo Ordinario se la cedo entera al amigo Fernando Armellini:


sábado, 5 de noviembre de 2016

Vamos todos en el mismo barco

Era poco más de mediodía. Caía el sol en picado mientras una brisa suave temperaba el ambiente. Los 18 claretianos peregrinos estábamos en medio del lago de Genesaret a bordo de un barco que detuvo sus motores para dejarse llevar suavemente por las olas. Entonces, envueltos por un silencio impresionante, escuchamos el pasaje del evangelio de Marcos que habla de la invitación que Jesús hace a sus discípulos a retirarse a un lugar solitario, de la avalancha de la gente que los sigue, de la compasión de Jesús, de la multiplicación de los panes y los peces y de la misteriosa visita de Jesús caminando sobre las aguas. Todo el pasaje es como un concentrado vitamínico de esencia cristiana: silencio, compasión, eucaristía, misión, fe... Sí, fue inevitable cantar Pescador de hombres. Esta vez el canto quedó redimido de su insoportable rutina. Sonaba a nuevo: Tú has venido a la orilla, no has buscado ni a sabios ni a ricos… El estribillo, cantado a dúo, tuvo aún más fuerza: Señor, me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre. En la arena he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar. Era como si Jesús mismo se hiciera presente en medio de nosotros invitándonos a remar mar adentro, a no contentarnos con una vida rutinaria, a dejar las comodidades y a navegar con confianza. Tras unos instantes de silencio, formamos un círculo en la cubierta del barco, nos agarramos de la mano, respiramos hondo y entonamos juntos el Padrenuestro. Éramos 18 claretianos y un guía local, un cristiano árabe nacido en Jerusalén. En realidad, nos sentimos en comunión con la humanidad entera, con la naturaleza, con toda la creación de Dios. Tuvimos la sensación –quizá nunca tan literal como hasta ese momento– de que todos vamos en el mismo barco. Nos salvamos juntos o perecemos juntos. La humanidad es la familia de Dios.

Fue el momento culminante de una jornada que empezó antes en el monte de las Bienaventuranzas. La proclamación del capítulo 5 de Mateo tuvo también otro sabor. Oramos por aquellos que pertenecen sin ningún esfuerzo a la categoría de los preferidos de Dios. Bajamos hasta los restos de Cafarnaúm, cuartel general de Jesús durante su ministerio en torno al lago y a la via maris, y una de las tres poblaciones malditas que no han levantado cabeza a lo largo de dos milenos. Las otras dos son Corazín y Betsaida. Son símbolos de todos los que han recibido mucha gracia y no han sabido responder con el obsequio de la fe. Cafarnaúm hoy día no es más que un conjunto arqueológico sin más presencia humana que la comunidad franciscana que lo custodia y los muchos turistas y peregrinos que lo visitan. La llamada casa de Pedro concentra nuestra atención. En los restos de la sinagoga recordamos el capítulo 6 de Juan. Antes de embarcarnos, nos da tiempo a celebrar la Eucaristía al aire libre, en la orilla del lago. Hay una emoción contenida en todos. ¿Cuántas veces puede uno hacer memoria del Cristo muerto y resucitado en el mismo escenario en el que él anduvo proclamando la llegada del Reino de Dios? El pasaje de Juan 21 nos recuerda el desayuno del Resucitado con los suyos y el encargo pastoral a Pedro: Apacienta mis corderos.

Tras el almuerzo a base del famoso “pez de san Pedro”, emprendemos rumbo al monte Tabor. La tarde está cayendo. Sopla un viento frío. El arquitecto franciscano Antonio Barluzzi consiguió construir una hermosa basílica para conmemorar la experiencia de la transfiguración de Jesús. Junto a las capillitas laterales dedicadas a Moisés y Elías, se alza el cuerpo central de la iglesia dividido en dos planos, con un altar en cada uno de ellos, para simbolizar el Cristo humano y el Cristo transfigurado. El conjunto es bellísimo. Leemos la versión que ofrece el capítulo 17 de Mateo. Y desde la terraza exterior contemplamos la inmensa y fértil llanura de Esdrelón, con Naím al fondo, mientras por el Carmelo se recorta el sol poniente. Nada suena a dejà vu. Todo tiene el aire de un estreno. Regresamos a nuestro hotel de Nazaret en silencio, como “guardando todo en el corazón”, algo derrotados por el cansancio del día, pero contentos de haber vivido una “pequeña revelación” en los escenarios de las “grandes revelaciones”. Mañana será otro día. Laudetur Jesus Christus.


viernes, 4 de noviembre de 2016

De poniente a oriente

De Madrid a Tel Aviv –la “colina de primavera”– hay 3.542 kilómetros. El avión de El-Al se los traga en unas cinco horas. Vamos en contra del sol. Salimos de Madrid en pleno mediodía y llegamos a Israel con la tarde caída. Lo que sucede dentro de la aeronave no difiere mucho de lo que sucede en cualquier otro vuelo comercial. Pero, mientras las azafatas distribuyen las bandejitas de comida, uno imagina lo que sucedió abajo –es decir en el Mare Nostrum– durante miles de años. Faenas de pescadores de bajura, batallas navales, viajes comerciales, cruceros de placer, naufragios… Y uno imagina, sobre todo, lo que sucede hoy: el drama de miles de emigrantes que intentan llegar a las costas de Italia, España o Grecia y muere en el intento. Lampedusa, la pequeña isla italiana, se ha convertido en símbolo de esta batalla desigual entre una barcaza insegura repleta de subsaharianos y un mar inmisericorde. O quizá los inmisericordes seamos quienes no sabemos cómo gestionar este éxodo de la miseria. El Mediterráeno es ahora un gran cementerio que se traga los cuerpos de estos hermanos y hermanas nuestros que no alcanzan las costas de su Europa soñada. Oro por ellos desde los 10.000 metros de altitud mientras surcamos los cielos nublados.

Al llegar al aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv me sorprende su apariencia. No es éste el aeropuerto que conocí la última vez que aterricé aquí. Es una construcción nueva, amplia, funcional y muy bien organizada. Los trámites de inmigración y de recogida de equipajes se resuelven con celeridad, así que, después de haber encontrado a nuestro simpático guía Makarios, que habla español con acento puertorriqueño, enfilamos la autopista hacia Nazareth, adonde llegamos antes de las 9 de la noche. El villorrio de 150 habitantes en tiempos de Jesús se ha convertido ahora en una moderna ciudad árabe de unos 80.000 habitantes, pero tiempo habrá de hablar sobre este lugar tan cargado de resonancias evangélicas. Llegamos al hotel Mary’s Well muy frecuentado por turistas y peregrinos italianos. Cena rápida, reunión del equipo organizador y descanso. Hoy nos espera un programa intenso.

La mayoría de los miembros del grupo viene a Tierra Santa por primera vez. Viajando de noche por la autopista y contemplando las luces de la Nazareth nocturna cuesta mucho imaginar cómo eran estas tierras en tiempos de Jesús. Hoy, cuando nos movamos alrededor de lago de Tiberíades y naveguemos por él, todo cambiará. En ese entorno el paisaje mismo habla. No es necesario pedirle demasiado a la imaginación o sobrecargar al peregrino con muchas explicaciones. Observo las reacciones del grupo. Hay como una emoción contenida. Es como si todos estuvieran a la expectativa. Ayer fue, pues, un día de viaje, de introducción, una especie de atrio obligado antes de entrar en este gran santuario que es la Tierra Santa. Yo me he propuesto no quebrantar este clima. Voy a ahorrarles explicaciones innecesarias. Tiempo habrá de lecturas complementarias. Ahora lo que cuenta es abrir los ojos del corazón, contemplar y dejarse llevar por la fuerza del paisaje y de la historia acumulada en este marco único. El viaje no es una clase de exégesis o de teología. Ni siquiera de espiritualidad. Es, sobre todo, una emoción. Como el hotel dispone de una buena wifi, iré compartiendo con todos vosotros algo de lo que vivamos, ese punto de vista que no se limita a contar las cosas como si fuera una guía turística sino que intenta explorar los pliegues del corazón. Buen día a todos los amigos del blog desde el pueblo de Jesús de Nazaret.


jueves, 3 de noviembre de 2016

El "quinto" evangelio

Hoy a mediodía salgo para Israel en compañía de otros 16 claretianos de varios países. La peregrinación a Tierra Santa forma parte de la experiencia de cuatro meses de formación permanente que ellos están viviendo. Yo voy como guía y acompañante espiritual. Desde el año 1993 al 2000 viajé unas diez veces a Israel con otros grupos. La peregrinación no me resulta, pues, una novedad. Pero, pasados ya muchos años desde la última vez, abordo este nuevo viaje con un deseo especial: conceder menos tiempo a las piedras muertas (restos arqueológicos, templos, basílicas) que conozco bastante bien y más a las piedras vivas; es decir, a las pequeñas comunidades cristianas que sobreviven a duras penas entre dos frentes. 

Para muchos judíos los cristianos de Tierra Santa resultan extraños, casi enemigos, porque la mayoría de los cristianos son árabes; para muchos árabes resultan infieles, casi un estorbo, porque la mayoría de los árabes son musulmanes. Y, sin embargo, los cristianos autóctonos son pobladores multiseculares de estas tierras. No son extranjeros. Están en su casa. Descienden de aquellas primeras comunidades que mantuvieron vivo el recuerdo de Jesús, de su madre y de los apóstoles. Ellos –y no solo la tierra– constituyen ese “quinto” evangelio que ayuda a comprender mejor los cuatro evangelios canónicos porque constituyen su sustrato vital. Por desgracia, el éxodo de los cristianos palestinos a otros países ha sido constante en las últimas décadas. Las visitas de peregrinos de todos los rincones del mundo son un refuerzo moral para ellos y también, en buena medida, un apoyo económico. Sin piedras vivas, las piedras muertas acabarían siendo solo arqueología.

No es necesario viajar a Tierra Santa para enamorarse de Jesús y seguirlo. La mayoría de los cristianos nunca han pisado esta pequeña franja de terreno en la que se acumula “mucha historia en poca geografía”. En el cristianismo, a diferencia del Islam, no hay un precepto que obligue a viajar a los lugares sagrados una vez en la vida. Es verdad que algunos santos (como Francisco de Asís, Ignacio de Loyola o Carlos de Foucauld) tuvieron mucho interés en viajar a Jerusalén como expresión concreta de su amor a la humanidad de Jesús. Pero son la excepción. La mayoría –incluyendo a san Antonio María Claret– no pisaron la Tierra Santa de Israel sino otras muchas “tierras santas” en las que la carne de Jesús sigue siendo mancillada y crucificada (los pobres, los marginados, los emigrantes, los refugiados, etc.). Esta es la peregrinación necesaria que todo creyente debe hacer. Y no solo una vez en la vida sino cada día, porque “cada vez que lo hicisteis con uno de estos pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).

¿Por qué, entonces, vamos nosotros a Israel y Palestina si no es necesario para ser un buen cristiano y un buen misionero?
  • Vamos porque queremos conocer mejor la tierra que fue escenario de los hechos centrales de la revelación de Dios.
  • Vamos porque, conociendo la tierra (sus paisajes, sus pueblos, sus gentes), queremos comprender mejor la Palabra que se ha producido en ella.
  • Vamos porque conociendo mejor la tierra y la Palabra producida en ella, queremos conocer mejor a Jesús para seguirlo y anunciarlo con más radicalidad.
  • Vamos porque, en definitiva, queremos hacer a la inversa la ruta de la evangelización para que, volviendo a Galilea “donde la cosa empezó” (Hch 10,37), podamos revitalizar nuestra vocación de testigos-mensajeros de la alegría del Evangelio.
No sé si durante los próximos ocho días dispondré de tiempo y medios para compartir mi post diario con vosotros. En una peregrinación uno acaba agotado cuando llega la noche. Pero intentaré hacerlo porque Tierra Santa ofrece tantos estímulos que es casi imposible sustraerse a su provocación. Os pido –eso sí– a los amigos de este Rincón que nos acompañéis con vuestras oraciones.


miércoles, 2 de noviembre de 2016

La vida no termina, se transforma

Para muchos de nosotros, hoy es un día lleno de recuerdos. Y quizá también de una oración hecha de pocas palabras, de sentimientos profundos. Tenemos mucho que agradecer y bastante que pedir. Recordar a los difuntos es activar la gratitud (por lo que han significado para nosotros) y desempolvar la fe (para encomendarlos a la infinita misericordia de Dios). ¿Cuántas veces hemos escuchado en las misas de difuntos un prefacio en el que el sacerdote ora así: “Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”? Cada vez que he tenido que presidir un funeral, me he detenido en la fuerza de estas palabras: la vida no termina, se transforma. Están cargadas de esperanza. Por eso, más allá de los sentimientos tristes que nos pueden embargar en esta Conmemoración de los Fieles Difuntos, creo que tendría que dominar una serena alegría, la de quien cree que quienes han muerto en Cristo participan de su vida plena y están en comunión con nosotros.

No siempre es fácil transmitir esta fe con energía. Algún amigo mío párroco me ha confesado que cuando tiene que presidir varios funerales muy seguidos con parecido público casi no sabe qué decir. Le parece que la novedad del Evangelio, a fuerza de ser repetida, pierde intensidad, se puede convertir en rutina. Internet está lleno de homilías para el día de los difuntos y para situaciones semejantes, pero lo que cuenta de verdad es compartir la fe de la Iglesia desde el corazón. Llorar con los que lloran, sí, pero también anunciar la buena noticia de Jesús: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 15,25). Necesitamos vivir de la fe en los momentos en los que parece que todas las puertas se cierran y que la noche se traga la poca luz que nos queda.

Hace unos días causó un pequeño revuelo en la prensa la publicación de la Instrucción vaticana Ad resurgendum cum Christo acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación. Muchos criticaron su oportunidad y bastantes sus recomendaciones pastorales. Es cierto que desde hace años se han extendido prácticas como arrojar las cenizas de los seres queridos en un monte, en un río, en el mar o conservarlas celosamente en casa. Creo que en la mayoría de los casos estas prácticas obedecen a sentimientos buenos y quizá también a costumbres que se reflejan en películas, series de televisión, etc. Por eso, es necesario ser pastoralmente muy comprensivos y prudentes, no utilizar la instrucción vaticana como un arma arrojadiza sino como oportunidad para el discernimiento y el diálogo sobre la belleza de la fe cristiana en la resurrección. Al mismo tiempo, en un contexto de escucha y respeto, es bueno recordar el criterio que indica el número 3 y que personalmente considero sensato: 
“Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne, y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia. No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la prisión del cuerpo”. 
A juzgar por estas palabras, lo que se pretende evitar es que algunas prácticas extendidas acaben conllevando sutilmente una visión de la vida y de la muerte ajena a la fe cristiana. No se condena, pues, la incineración sino la posible volatización de la novedad cristiana.

En nuestras sociedades modernas, todo lo relativo a la muerte se ha profesionalizado. Las empresas funerarias ofertan servicios elegantes para ahorrarnos el trance de lidiar con un hecho inevitable. Ellos se ofrecen a hacer el trabajo sucio –muy bien remunerado, por cierto– a cambio de que nosotros despachemos el asunto limpiamente y nos veamos libres de su carga cuanto antes. Quizá esto resulta inevitable dado nuestro ritmo de vida actual, sobre todo en las ciudades. Pero no tendría que eximirnos de nuestra responsabilidad. En general, he observado mucha corrección en el trabajo de estos profesionales funerarios, pero a menudo me han venido a la mente los versos de León Felipe en su poema Romero solo:
“No sabiendo los oficios los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero”.
Un profesional puede ofrecer correción y buen hacer –que no es poco–, pero nosotros tenemos que poner la dosis de humanidad –y, en el caso de los creyentes, de fepara vivir este hecho como un trance digno y como una puerta abierta a la vida plena en Dios. Hay culturas que nos enseñan modos serenos de afrontar este misterio con fe y esperanza.


martes, 1 de noviembre de 2016

Era un hombre bueno

Ha muerto a los 96 años. Una vida cumplida, entregada a Dios. Ha muerto en Victoriaville, en el Quebec canadiense, a 5.740 kilómetros de Vic, Barcelona, su ciudad natal. Murió el pasado 30 de octubre en la residencia de mayores donde estaba alojado. Se llamaba Josep Maria Viñas Colomer. Fue un misionero claretiano cabal, enamorado de san Antonio María Claret. Su casa natal, en la plaza mayor de Vic, estaba a pocos metros del templo-sepulcro del santo. Hoy recuerdo su nombre en este rincón no solo porque fue una persona influyente en mi vida –luego diré por qué– sino, sobre todo, porque siempre me pareció un hombre bueno, uno de esos millones de seres humanos que bendicen con su vida a Dios, uno más en la muchedumbre inmensa de Todos los Santos, cuya solemnidad litúrgica celebramos hoy. La casi coincidencia de su muerte y de esta fiesta es una clave para entender su vida. El P. Viñas vivía la santidad de la vida cotidiana, sin aspavientos. Era un apóstol de la sonrisa y de la ternura cuando estas armas se consideraban demasiado blandas porque eran tiempos de compromisos militantes.

No sé cuándo vi por primera vez al P. Viñas, pero debió de ser a finales de los años 70. Me sorprendieron su barba canosa (infrecuente entre los claretianos) y su sonrisa tímida. Parecía que iba por la vida como pidiendo permiso para no molestar a nadie. Antes de tratar personalmente con él, entré en contacto con sus publicaciones. Él, junto con otros, preparó la edición de la Autobiografía de Claret del año 1959. Pasado el concilio, asumió la tarea de explicar las Constituciones renovadas de los claretianos (que él consideraba –aunque suene un poco extraño– más claretianas que las originales porque no estaban ya sujetas al estricto esquematismo impuesto en el siglo XIX) y de profundizar en el conocimiento de nuestro Fundador dando a conocer su espiritualidad. A esto se han dedicado otros muchos, pero pocos como él han tenido las dotes espirituales y pedagógicas para hacerlo cercano. 

De hecho, debo confesar que hasta el encuentro con él yo no acabé de reconciliarme con la figura de san Antonio María Claret. Me parecía un santo demasiado decimonónico, muy alejado de los intereses que yo tenía hacía años, poco conciliar (por decirlo de una manera objetiva). Él dominaba el arte de la tiza sobre las viejas pizarras negras o verdes. A base de ingenuos pero sugestivos dibujos era capaz de explicar la espiritualidad misionera del santo arzobispo. Sus obras no cuelgan en el Museo del Prado ni siquiera en alguno de los varios museos de Vic, su ciudad natal, pero algunas corren de mano en mano en forma de estampas o láminas. Una de las más conocidas es su famosa Nuestra Señora del Buen Humor que ahora mismo no tengo a mano. Podía explicarse en catalán (su lengua materna), castellano, italiano, francés y un poco en inglés. Él me dijo más de una vez que para un misionero era preferible hablar cuatro lenguas mal antes que una sola, aunque fuese muy bien. Durante la década de los años 80 del siglo pasado colaboramos en la animación de algunos cursos de renovación claretiana. En el de 1989 se produjo un pequeño milagro que condicionó mi vida a partir de entonces. Estábamos en Roma. Nos preguntábamos si habría algún método típicamente claretiano de formación que tuviera sus raíces en la espiritualidad de san Antonio María Claret. Él nos dijo que le parecía que los contenidos y el proceso que él había vivido quedaban expresados en su famosa alegoría de la Fragua, que os transcribo como la cuenta Claret en el número 342 de su Autobiografía:
“En un principio, que estaba en Vich, pasaba en mí lo que en un taller de cerrajero, que el director mete la barra de hierro en la fragua y, cuando está bien caldeado, lo saca y le pone sobre el yunque y empieza a descargar golpes con el martillo; el ayudante hace lo mismo, y los dos van alternando y, como a compás, van descargando martillazos y van machacando hasta que toma la forma que se ha propuesto el director. Vos, Señor mío y Maestro mío, pusisteis mi corazón en la fragua de los santos ejercicios espirituales y frecuencia de sacramentos, y así, caldeado mi corazón en el fuego del amor a Vos y a María Santísima, empezasteis a dar golpes de, y yo también daba los míos con el examen particular que hacía de esta virtud para mí tan necesaria”.
A partir de aquella intuición –que yo llamaría iluminacióncomenzamos a diseñar un itinerario espiritual que ha ido madurando a lo largo de un cuarto de siglo. Quizá algún día pueda compartir más detalles sobre él porque puede ser útil para los amigos de este blog.

El P. Viñas vivió muchos años en Roma. Los últimos 12 los pasó en Canadá. Allí reposan sus restos, pero hay miles de personas en todo el mundo –soy testigo de ello– que dan gracias a Dios por su vida y que ahora lo encomiendan a su misericordia. Estamos rodeados de hombres y mujeres buenos. Son los santos que el Señor pone en nuestro camino. Basta abrir los ojos del corazón para reconocerlos. Me parece que ellos son el mejor comentario al significado de la solemnidad de Todos los Santos. Ellos son bienaventuranzas hechas vida.  

P.D.: Pocas horas después de publicar el post de hoy, dos visitantes del blog y amigos (uno desde San Petersburgo y otra desde Madrid) me han enviado la estampa a la que aludía antes. Una es en español y la otra en italiano. Aquí tenéis la versión en español, llena de ingenuidad. El Jesús arlequín no tiene desperdicio. Que Ella, Santa María del buen humor, nos ayude a no perder nunca la alegría. Además de ser síntoma de salud mental, es expresión de misericordia.