Llevamos varios días tan serios que parece que todavía no ha llegado la primavera. Así que hoy vamos a practicar un poco de risoterapia. Por otra parte, en el Capítulo de Portugal hoy es un día de elecciones. Conviene tocar la tecla del humor para que la tensión baje un poco. Aunque estoy metido de lleno en la dinámica del Capítulo, que absorbe de la mañana a la noche, no dejo de seguir la actualidad. Lo que más me duele es lo que está sucediendo con los refugiados. Espero que la próxima visita del papa Francisco a Lesbos el día 15 de este mes ayude a despertar la conciencia. El otro día el cardenal Tagle dijo en Madrid que entendía la postura de la UE, pero que le gustaría "ver países con corazón". Y puso el ejemplo del Líbano: un país con poco más de dos millones de habitantes que ha acogido a un millón de refugiados.
Nunca he tenido mascotas. Así que no sé lo que me pierdo. O lo que gano. Pero, desde luego, nunca se me hubiera ocurrido echarme un bulldog. Ya hay demasiados problemas fuera como para meter más dentro de casa. (Seguro que algún lector -perteneciente a la Liga Mundial de Amigos Insobornables y Defensores Pertinaces de losBulldogs- dice que estos perros-toro son los animales más pacíficos y simpáticos que existen sobre la faz de la tierra).
Bueno, no necesito pensarlo: me salen espontáneos. No existe ninguna universidad que enseñe Errología, pero todos somos doctores en la materia.
También podría decir -como escribía hace años un compañero mío- que "solo sé que no sé nada, y eso porque lo he leído en un libro".
Como el post de hoy. Buena jornada. Que la fuerza del humor os acompañe.
Fátima es una extraña mezcla de capillas, casas religiosas, hoteles, restaurantes, bares, comercios... todos en torno al santuario. Lo que justifica este caleidoscopio humano es la figura de María. Ella es la Madre que cobija a todos: peregrinos, buscadores, devotos, turistas, comerciantes, engañadores, visionarios, mendigos... Me gusta Fátima porque se parece a todos nosotros: un manojo de anhelos y contradicciones, pero con un deseo sincero de escuchar la voz de la Madre que nos dice: "Haced lo que Él os diga" (Jn 2,5). El próximo año 2017 se celebrará el centenario de las apariciones de Fátima. Será una oportunidad extraordinaria para orar y reflexionar sobre el futuro de la fe en todo el mundo, pero, en especial, en el continente donde se sitúa el santuario: Europa.
En 1959, un teólogo alemán –muy famoso entre los expertos pero quizá desconocido para el gran público– escribió: “La cristiandad de tipo rural e individualista que caracterizaba la Edad Media y los tiempos modernos está en vía de desaparición según un ritmo de aceleración creciente, precisamente porque las causas generadoras de este proceso en Occidente siempre están en activo y no han agotado su eficacia. (...). El cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que habrá experimentado algo, o no será cristiano”. ¡Ojo a la definición de místico -una persona que experimenta algo- para no perderse en conceptos extraños!
La última frase de Karl Rahner –éste es el nombre del teólogo jesuita– ha sido citada hasta la saciedad en los últimos 50 años: a veces, de forma congruente; otras, totalmente fuera de contexto. Yo estoy convencido de la verdad que encierra. Ahora bien, ¿qué significa ser un místico en pleno siglo XXI? ¿Nos apuntamos todos a las corrientes orientalistas tan en boga hoy en día? ¿Vamos en busca de las últimas apariciones reseñables? ¿Tenemos que experimentar fenómenos paranormales?
Actores de la película De dioses y hombres
Encuentro una respuesta luminosa, tangible, comunitaria, en lo vivido por una comunidad monástica que pasó del anonimato a la fama sin pretenderlo. Se cumplen en estos meses de primavera veinte años del asesinato de siete monjes trapenses en Argelia. ¿Te acuerdas de este hecho? Su testimonio se hizo mundialmente conocido a través de la película de Xavier Beauvois Des hommes et des dieux (2010), presentada en español con el título De dioses y hombres. Ganó el Gran Premio del jurado del festival de Cannes (2010).
La historia es conocida. El 26 de marzo de 1996, siete monjes cistercienses del monasterio de Tibhirine, en el Atlas argelino, fueron secuestrados por el Grupo Islámico Armado (GIA). El 31 de mayo el ejército argelino halló sus cabezas cortadas, pero no los cuerpos. Todavía no conocemos la autoría del múltiple crimen. El hermano Jean Pierre Schumacher, uno de los supervivientes, confesó en una entrevista posterior que "estábamos en la montaña y las relaciones con ellos [los vecinos musulmanes] eran muy buenas, muy fraternales. Éramos como una familia. El monasterio era de clausura, pero había un portero que recibía a la gente. Asistíamos a actos religiosos y entierros, lo que quería la gente. Teníamos muy buenas relaciones con ellos".
Comunidad trapense de Tibhirine (Argelia)
El final violento no hizo sino coronar una vida entregada a Dios y a los hombres, una existencia mística, magistralmente contada por la película de Beauvois. Sigue poniendo la piel de gallina el testamento espiritual escrito por el prior del monasterio: Christian-Marie Chergé.
En estos meses en los que los atentados perpetrados por terroristas que atacan en nombre de Aláh ha reabierto el debate sobre las relaciones del Islam con Occidente, me hace bien leer el testamento de un cristiano que ha vivido muy de cerca con hombres y mujeres musulmanes. Me ayuda a moderar mi juicio, más bien severo, en relación con este tema. Os dejo con el trailer de la película De dioses y hombres. A los que no la hayáis visto os la recomiendo encarecidamente.
Historias como la de los trapenses de Argelia poseen una asombrosa fuerza parabólica. Condensan los ideales que todos nosotros quisiéramos vivir: apertura al misterio de Dios, sencillez de vida, belleza, fidelidad, entrega, cercanía a los pobres e inserción constructiva en un entorno interreligioso e intercultural. ¿No van en esa misma dirección los principales armónicos de la experiencia mística que también se encuentran en Fátima cuando uno se acerca con sencillez y apertura?
Henri Bergson hablaba de cinco características de los místicos. Se parecen mucho a las que describen la vida de los trapenses de Tibhirine: salud intelectual sólidamente asentada, firmeza unida a elasticidad, discernimiento profético de lo posible y lo imposible, espíritu de sencillez que supera las complicaciones y sentido común superior. ¿Caminará en esa dirección el cristianismo místico al que se refería Karl Rahner en el ya lejano 1959?
La escena que más me gustó de la película de Beauvois es "La última cena" con el fondo de "El lago de los cisnes" de Chaikovski. Es la mística de la cotidianidad. No puede haber más intensidad emocional y espiritual en un acto más sencillo. ¿Qué te parece?
Por fin ha
llegado el sol a Fátima. La luz da al lugar un aspecto más amable. La gran explanada abraza a los muchos peregrinos que siguen afluyendo. Continúa soplando el viento, pero con menos fuerza que hace un par de días.
Yo sigo inmerso en el XIII Capítulo Provincial de los claretianos de Portugal. Apenas
me queda tiempo para ocuparme del blog. Con todo, viendo algunos vídeos un
tanto tremendistas sobre los "secretos de Fátima", he recordado la famosa “octava real” escrita
por el benedictino de Sevilla Fray Pedro de los Reyes en el siglo XVI. Los
lectores de más edad tal vez la recuerden de memoria porque, aparte de ser muy
citada en las preceptivas de métrica castellana, se usaba en retiros, ejercicios
espirituales, charlas, etc. para hablar sobre la seriedad de la salvación
eterna en el contexto de la teología y la espiritualidad del siglo XVI. La
famosa “octava real” decía así:
¿Yo para qué nací? Para salvarme.
Que tengo que morir es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme
triste cosa será, pero posible.
¿Posible, y río y duermo y quiero holgarme?
¿Posible, y tengo amor a lo visible?...
¿Qué hago, en qué me ocupo, en qué me encanto?
Loco debo de ser, pues no soy santo.
Resultaba fácil aprenderla de memoria para tener siempre
presente la realidad de la muerte (“Que tengo que morir es infalible”). Frente
a ella, se abría con claridad la posibilidad de la salvación o la condenación.
El “amor a lo visible” apartaba del “ver a Dios”; la santidad implicaba un
alejamento de todo lo que pudiera ser placentero.
En esta misma línea se sitúan muchas de las
interpretaciones tradicionales de los mensajes de Fátima y su llamada
insistente a la penitencia.
Reconozco que el asunto es demasiado serio y complejo
para despacharlo en un par de frases. Pero hay un criterio de discernimiento
insuperable: la luz que nos viene del Evangelio. ¿Cómo invitaba Jesús a la
penitencia? ¿Qué significaban para él la “salvación” y la “condenación”? ¿Cómo
hay que considerar las realidades creadas a partir de su encarnación? Muchas
cosas han cambiado en la teología y la espiritualidad cristianas desde el siglo
XVI e incluso desde las apariciones de Fátima (1917). El Espíritu Santo nos ha
ido conduciendo a una nueva comprensión más en línea con la Escritura. María es la mujer que proclama "las grandezas del Señor", que se preocupa por la falta de vino en las bodas de Caná, que derrota al dragón... El concilio Vaticano II marca un rumbo que, sin romper con la
gran Tradición, introduce nuevos desarrollos.
Dentro de este marco, que celebra las obras de Dios como “sacramentos
visibles” de su amor y no como tropiezos para la unión con Él, el jesuita
asturiano Luis Blanco Vega hizo en 1989 una reelaboración de la famosa “octava
real” de Fray Pedro de los Reyes. La pregunta de éste (“¿Y tengo amor a lo
visible?”) se transformó en una rotunda afirmación: “Y tengo amor a lo visible”.
A partir de aquí, los versos se retocan ligeramente. La “octava” conserva su
ritmo, pero la perspectiva cambia radicalmente. En su versión remozada fluye
así:
Porque sé que nací para salvarme
y tengo que morir –es infalible–,
porque dejar de verte y condenarme
solo con otro dios será posible,
por eso río, duermo, quiero holgarme,
Señor, y tengo amor a lo visible.
Y solo me pregunto en qué me encanto
cuando huyo de la vida por ser santo.
No tengo tiempo para más comentarios. Os dejo con algunas preguntas: ¿Cuál
de las dos versiones os gusta más? ¿Por qué? ¿Qué esconde cada una de ellas?
Llegué ayer a Fátima
hacia las cuatro de la tarde. Llovía suavemente y soplaba el viento frío de la
Serra de Aire. La primavera tendrá que esperar. Enseguida me acerqué al
santuario, que está a diez minutos a pie de nuestra Casa
de Acolhimento e Espiritualidadedonde dentro de poco comenzaremos el
XIII Capítulo de la Provincia Portuguesa. Creo que esta es la duodécima vez que
vengo a Fátima.
Poco a poco, he ido comprendiendo por qué este lugar es un imán que atrae a
tantas personas de todo el mundo. Primero oré brevemente en la capelinha, abarrotada de gente; después
lo hice en la nueva y espaciosa iglesia de la Santísima Trinidad.
Escuchando el
tañido de las campanas, viendo a la gente ir y venir, contemplando con respeto
a los peregrinos que se acercan a la capelinha
de rodillas, no pude por menos que relacionar estos hechos con dos lecturas que
hice esa misma tarde: una entrevista
al historiador Juan Pablo Fusiy varias páginas de Corsarios
de Levante, la novela de Arturo Pérez-Reverte que, con casi diez años
de retraso (se publicó a finales de 2006), estoy leyendo a sorbos en este viaje a
Portugal. El capitán Alatriste, un antiguo soldado de los tercios españoles de
Flandes, representa el modelo del español de los siglos XVI y XVII, un soldado en lucha con todo el mundo:conquistador en América, papista en Centroeuropa y cristiano en un Mediterráneo infestado
de turcos (categoría ésta que abarca a pueblos de muy diversa índole provenientes de
Turquía, Oriente Medio o el norte de África). En principio, la razón nobley declarada de esta lucha era la sacrosanta defensa de la fe
católica en nombre de su Majestad el Rey Católico; en la práctica, los motivos
eran muchos más terrenales: el dinero (que
acomuna en una especie de ekumene multicultural
a cristianos, turcos, protestantes, papistas, etc.), la lucha por la supervivencia en un país diezmado por
muchas guerras y quizás un sentido trágico del honor y la aventura. Pérez-Reverte
no pierde oportunidad de contraponer este modelo español-latino (dominado por
un sentimiento católico, irracional e improductivo de la vida)al modelo anglosajón (que se
distancia de la religión o, por lo menos, la utiliza al servicio del progreso
científico, económico y sociopolítico). Lo explica muy bien el joven Iñigo
Balboa y Aguirre, ayudante de Alatriste, en una especie de breve confesión en
la que distingue entre “un español” y “otros”:
“Durante casi dos años serví con el capitán
Alatriste en las galeras de Nápoles. Por eso hablaré ahora de escaramuzas,
corsarios, abordajes, matanzas y saqueos. Así conocerán vuestras mercedes el
modo en que el nombre de mi patria era respetado, temido y odiado también en
los mares de Levante. Contaré que el diablo no tiene color, ni nación, ni
bandera; y cómo, para crear el infierno en el mar o en la tierra, no eran
menester más que un español y el filo de una espada. En eso, como en casi todo,
mejor nos habría ido haciendo lo que otros, más atentos a la prosperidad que a
la reputación, abriéndonos al mundo que habíamos descubierto y ensanchado, en
vez de enrocarnos en las sotanas de los confesores reales, los privilegios de
sangre, la poca afición al trabajo, la cruz y la espada, mientras se nos
pudrían la inteligencia, la patria y el alma. Pero nadie nos permitió elegir.
Al menos, para pasmo de la Historia, supimos cobrárselo caro al mundo,
acuchillándolo hasta que no quedamos uno en pie. Dirán vuestras mercedes que
ése es magro consuelo, y tienen razón. Pero nos limitábamos a hacer nuestro
oficio sin entender de gobiernos, filosofías ni teologías. Pardiez. Éramos
soldados.”
Juan Pablo Fusi, formado
en Oxford, no está lejos de esta interpretación, aunque usa una exquisitez académica
que no se le puede pedir a un literato. No solo es pesimista con respecto al
pasado –lastrado por la falta de un estado moderno y laico, liberado de la
tutela eclesial– sino también en relación con el presente: “En España la cosa
es seria y preocupante, decepcionante en muchos sentidos, pero todavía no ha
llegado a ser trágica”. Yo escucho estas voces con respeto. Me merecen mucha
atención. Me hacen pensar. No me pongo enseguida a la defensiva. No me interesa
esgrimir precipitadamente argumentos en contra, aunque los haya en muchos
casos.
¿Es verdad que
esta fe popular que percibo en Fátima es un factor regresivo? ¿Es verdad que
alimenta la superstición, el providencialismo y, en definitiva, la
irracionalidad? ¿Por qué sigue viniendo aquí gente del siglo XXI, que está muy
lejos de sus antepasados de los siglos XVI y XVII? ¿Han cambiado solo la espada
por el teléfono móvil? ¿Siguen teniendo la misma manera de ver el mundo que sus antepasados?
¿Es verdad que la cultura anglosajona es tan moderna, analítica, objetiva y
desapasionada? ¿Qué aporta la fe a la construcción de una sociedad más libre, justa y solidaria? ¿En qué obstaculiza la fe estos ideales? La casualidad quiere que, tras la semana que voy a pasar en
Portugal, tenga que transcurrir otra en Inglaterra. Tendré la oportunidad de
hacerme nuevas preguntas. Esto es, por otra parte, muy anglosajón. The answer, my friend, is blowing in the wind. Dejemos que Bob Dylan nos lo cante. Algún día volveremos con más calma sobre la letra. Y escuchemos otras voces que rompen los tópicos de siempre.
En el aeropuerto
de Fiumicino no se notan más controles de los habituales. Mejor así. Estamos ya
un poco hartos de que el temor a un atentado haya inundado los sitios estratégicos
de tanquetas del ejército. ¡Y luego decimos –con más miedo que convencimiento– que
los terroristas no han cambiado lo más mínimo nuestro estilo de vida! Me
faltan un par de horas para el vuelo a Lisboa. Mientras decenas de japoneses se
hacen fotos junto al stand de Ferrari
y casi todos los demás pasajeros están pendientes de sus teléfonos inteligentes, yo
aprovecho para teclear el post de
este segundo domingo de Pascua, fiesta de la Divina Misericordia por expreso deseo de san Juan Pablo II, cuyo undécimo aniversario de la muerte celebramos ayer sábado. Para
meditar las lecturas de este domingo disponéis de muchos recursos:
audiovisuales, escritos, etc. Yo me voy a limitar a explorar la enigmática figura del apóstol Tomás, una especie de “hombre
moderno” incrustado en el grupo de discípulos de Jesús. A él le costó mucho
reconocer que el Resucitado era el Crucificado. No porque fuera un escéptico
profesional o un empirista adelantado a su tiempo. Su problema era de otra
índole. En realidad, era un fugitivo: huía de la comunidad y del sufrimiento. Cuando volvió a casa y tocó las heridas de Jesús, pasó de incrédulo a creyente: ¡Señor mío y Dios mío! Contemplando el itinerario de Tomás, veo dos puntos de contacto con lo que nosotros
vivimos hoy. Muchos –como Tomás–tenemos dificultades para “reconocer” a Jesús resucitado en nuestro mundo porque:
Nos hemos separado de la comunidad. El texto del evangelio de Juan dice que Tomás no estaba con los demás discípulos cuando se apareció Jesús la primera vez (cf. Jn 20,24). No sabemos la razón de su ausencia. ¿Era puramente circunstancial u obedecía a motivos más profundos? Cuando uno emprende en solitario el camino de la fe, se siente protagonista (“No dependo de los demás”), experimenta el vértigo de la aventura (“Tengo mis propias luces y sombras”), maneja las dudas y hallazgos a su antojo (¿Quién me tiene que decir a mí lo que tengo que hacer?”). Nosotros, hombres y mujeres modernos, incurablemente egocéntricos y a menudo individualistas, queremos hacer las cosas a nuestro modo, sin tener que depender de nadie. Ya pasó el tiempo en el que nos limitábamos a obedecer lo que otros instruidos decían por aquello de “doctores tiene la santa madre Iglesia”.
Sin embargo, no es exactamente éste el camino de Jesús, por moderno y liberador que pueda parecer. Él se hace presente cuando “dos o más están reunidos en su nombre”. Él no se relaciona con nosotros en una especie de “dueto amoroso” sino de manera personal pero siempre dentro de la comunidad de los discípulos. Separarse de ella, aunque proporcione de entrada una extraña sensación de libertad y autonomía, acaba diluyendo la relación con Jesús. Poco a poco, lo reduce a una creación personal, a la medida de nuestros temores y necesidades. Eso es lo que han vivido todos los que se han apartado de la Iglesia por considerarla un obstáculo más que una mediación, un sacramento. Los puros que han querido separarse de la comunidad impura han terminado siendo vagabundos, no peregrinos de la fe. Solo cuando Tomás “regresa” a casa (a modo de apóstol pródigo) se encuentra con el Resucitado y cree en él. Ya está bien de engañarnos con aventuras solitarias y de imaginar un cristianismo cortado a nuestra medida. Por auténtico que parezca a primera vista, acaba esfumándose.
No queremos tocar sus heridas.Hace años que una amiga mía -médico por más señas- me confesó algo que no he olvidado desde entonces: “Solo descubro a Jesús cuando toco sus heridas” (lo que el evangelio de Juan llama las huellas de los clavos en las manos y en los pies). Nos pasamos la vida huyendo del sufrimiento propio y ajeno porque nos han dicho que tenemos que ser felices. Y, según estos modernos gurús de la felicidad (basta ver la abundante producción de libros de autoayuda), ésta es incompatible con el sufrimiento. ¿Resultado? Una permanente insatisfacción. Pero el sufrimiento nos acompaña desde el primero hasta el último día de nuestra vida. No se trata de ocultarlo sino de tocarlo, de acompañarlo, de traspasarlo.
Esta es la experiencia de Tomás. Meter las manos en los agujeros de los clavos y en el hueco del costado no es una prueba científica sino un ejercicio de acercamiento. Lo mismo nos pasa a nosotros. Cuando tocamos las propias heridas (sin taparlas precipitadamente con tiritas de autocompasión) y, sobre todo, cuando tocamos las heridas de los demás, experimentamos algo que solo quienes se mueven en este campo conocen bien: el poder transformador del sufrimiento aceptado. Jesús se manifiesta como resucitado, viviente, en su energía para transformar el sufrimiento en esperanza, alegría y capacidad de entrega.
La megafonía del aeropuerto, con continuos avisos sobre horarios, puertas de embarque y atención a los equipajes, no facilita la concentración. Pero, por otra parte, es un símbolo de lo que nos pasa en la vida cotidiana. Estamos saturados de mensajes que nos dificultan reconocer el timbre de voz del Resucitado, que sigue diciéndonos: “Paz a vosotros”. Esto es lo que os deseo de corazón en este segundo domingo de Pascua. Y, por supuesto, siguiendo la costumbre del papa Francisco: Buon pranzo! Os dejo con la canción de Álvaro Fraile, Aunque me veas dudar.
Los preparativos
del viaje a Portugal no me han dejado mucho tiempo para escribir. Cuando reflexiono sobre esta segunda obra de misericordia –dar de beber al
sediento– no pienso en mi experiencia romana. Aquí, en la Ciudad Eterna, hay fuentes por
todas partes. No solo la Fontana de Trevi o la Fontana dell'Acqua Paola, sino infinidad de fuentecillas distribuidas por todo el centro histórico.El agua rebosa. Por eso lo que espontáneamente me viene a la memoria son los recuerdos de campamentos
de verano en los que, después de una marcha dura, se terminaba la cantimplora del
agua y no aparecía ninguna fuente para rellenarla. Y también imágenes de
Somalia y algunos países africanos. Esa sensación de sed extrema –y de
deshidratación– es la que viven a diario millones de personas. Y esa es la que
tiene el salmista cuando canta:
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo. Mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 62,2).
Me imagino
también a Jesús sintiendo todo el ardor del mundo y gritando desde la cruz: “Tengo
sed” (Jn 19,28). Es el versículo evangélico que Madre Teresa de Calcuta quiso que figurara escrito en todas las capillas de las Misioneras de la Caridad. La sed de Jesús simboliza su amor extremo por toda la humanidad.
Ayer escribí
sobre el problema del hambre en el mundo. Hoy os invito a caer en la cuenta del
grave problema del agua.Dentro de una década, la escasez de
agua potable puede dar origen a una gran guerra. ¿Cómo reaccionar antes de que
sea tarde?
Jesús nos invita a dar de beber al sediento: “Porque cualquiera que
os diere un vaso de agua en mi nombre, porque sois del Cristo, de cierto os
digo que no perderá su recompensa” (Mc 9,41). En su Galilea natal tenían la
gran reserva hídrica del lago de Genesaret. Pero Judea era un desierto. Por
eso, para un israelita el agua simboliza la vida, un bien precioso que se
ansía. Dar de beber a un caminante que atraviesa el desierto es asegurarle la vida.
Entre los muchos símbolos que emplea el evangelio de Juan para describir
el misterio de Jesús uno es el agua:“Si alguno tiene
sed, que venga a mí y beba” (Jn 7,37). Donde mejor queda simbolizado es en el encuentro
de Jesús con la samaritana. Del agua física del pozo de Jacob se pasa al "agua que salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14).
Hoy no hablamos
tanto de “dar de beber al sediento” cuanto de vivir una espiritualidad sobria que
reconozca el valor de este elemento vital y que lo administre. En el contexto
de grave escasez y de inmensas desigualdades, el ahorro
de aguase ha convertido en una expresión de caridad política.
Os dejo con una imagen que habla por sí misma:
Y ahora con la sugestiva música de Almudena, y su tema Agua. Nos ayuda a caer en la cuenta de lo que significa este elemento para la vida.
Empezamos el mes
de abril. En el hemisferio norte, se cruzan las dos pes: la de Primavera y la de Pascua. La vida que renace en la naturaleza es un símbolo de la vida nueva que Jesús nos regala. Para mí será un mes muy itinerante. Mañana salgo para Lisboa y Fátima. Después me
aguardan otros destinos: Londres, Sevilla, etc. Os iré contando algo al hilo de
los lugares y las experiencias vividas. Al fin y al cabo, uno de los objetivos de este blog es compartir la pasión por la vida en diversos lugares del mundo.
Con el comienzo del mes quiero empezar también una miniserie de posts dedicados a las obras de misericordia. No hago sino recoger la invitación
que el papa Francisco nos hizo en la bula de presentación del Jubileo de la
Misericordia:
“Es mi vivo deseo que el
pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia
corporales y espirituales. Será un modo
para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la
pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los
pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús
nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si
vivimos o no como discípulos” (MV 15).
A lo largo de estos meses se está escribiendo
muchosobre las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales. Se puede decir que, tras años de silencio, se han puesto otra vez de moda. Ya no se trata solo de listas aprendidas en el catecismo infantil sino de modos concretos, siempre actuales, de expresar la preocupación por los demás, el amor. Espero que también esté creciendo la práctica. En eso estamos.
La primera obra
de misericordia corporal es dar
de comer al hambriento. Se suele decir que el estómago es el segundo
cerebro: “Panza llena, corazón contento”. Si falta la alimentación básica, todo se tambalea. De ahí, mi afición al desayuno consistente. Hace unas semanas, os conté la
experiencia de la “comida
con los pobres” en la iglesia de Santa Lucia in Gonfalone de Roma. En
el mes de enero pude conocer de cerca “La Taulada”, un comedor
social impulsado por el claretiano Joan Font, párroco del Lledó, en Valls
(Tarragona). Me sorpendió la dedicación y humanidad de los alrededor de 30 voluntarios. Como estas iniciativas hay miles en todo el mundo. Son muchas las personas que trabajan en Cáritas y
otras organizaciones para dar cuerpo a esta obra de misericordia. Tenemos que valorar este esfuerzo quienes, a menudo, justificamos nuestra pasividad diciendo que no tenemos tiempo o que "dar de comer" favorece el asistencialismo y la dependencia.
Lo que nos indigna es por qué sigue
habiendohambre en el mundocuando hoy disponemos de muchos más recursos de los necesarios para poder paliarla. ¿Qué diabólicos intereses impiden dar de comer a la humanidad? El primero de los famosos Objetivos del Milenio es precisamente erradicar la pobreza
y el hambre. Para un
creyente, no hay discusión. Dar de comer es procurar que los hijos e hijas de
Dios vivan con dignidad. Jesús, que fue un experto en comidas, que fue acusado de "comilón y borracho" (cf. Mt 11,19), y que nos dejó su presencia asociada al pan y al vino, invitó a sus discípulos a saciar el hambre de la gente:"Dadles vosotros de comer" (Lc 9,13). No solo eso, sino que él mismo se presenta como hambriento necesitado de ayuda en la persona de todos los que pasan hambre: "Porque tuve hambre, y me disteis de comer" (Mt 25,34-35). ¿Cómo practicar hoy esta obra de misericordia sin que parezca que regalamos las migajas de nuestra mesa, lo que nos sobra? No basta "echar de comer" en los comedores sociales, proporcionar alimentos a las familias necesitadas o distribuir bolsas de comida a los mendigos de la calle. La obra de misericordia va mucho más lejos. Implica un itinerario de dignificación humana, una propuesta de vida, porque quien te da de comer te está diciendo: "Quiero que tú vivas". No me limito a llenarte el estómago, quiero que disfrutes de la vida que mereces. Un monje italiano que entiende mucho de alimentos y de
cocina ha escrito algo que a mí me ilumina:
“Para que un alimento pueda satisfacer nuestra hambre, es necesario
que broten de él –más allá de las proteínas, los hidratos de carbono y las
vitaminas– la inteligencia, la pasión y el corazón del ser humano que
transfigura las criaturas en don para sus semejantes. Entonces, en el asombro
compartido, descubriremos que el apetito del hombre es infinito porque, en
realidad, no pertenece al cuerpo sino al alma”.
Esto lo entendió Jesús muy
bien. Por eso, hizo de la comida uno de sus instrumentos de encuentro con las
personas, un símbolo sublime de su propuesta de otro mundo, un anticipo del Reino de Dios. Otro italiano, Cesare Pagazzi, ha escrito un
librito que trata sobre esto: "La cucina del Risorto. Gesù cuoco per l'umanità affamata"(La cocina del Resucitado. Jesús, cocinero para la humanidad hambrienta). Dar el salto de aquí a la Eucaristía no resulta difícil.
En español solemos llamar “comedor”
al lugar donde la familia se reúne para ingerir los alimentos. En el lenguaje
monástico, este lugar se llama “refectorio” porque –aunque, de hecho, mucho monjes
comen aprisa y sin hablar– la comida es, sobre todo, un lugar de encuentroen
el que rehacemos no solo el cuerpo sino el espíritu. Por eso, una de las
mayores urgencias que hoy observo no es solo “dar de comer a los hambrientos”
(gracias a Dios existen, al menos en nuestro contexto, multitud de iniciativas)
sino redescubrir el sentido de comer juntos en tiempos en los que se impone el
autoservicio. Son pocas las familias que consiguen reunirse siquiera una vez al
día para compartir la comida. Y, a
menudo, este tiempo se emplea para wasapear
mientras se devoran a toda prisa los alimentos. Cada uno está a su rollo. En realidad, los satisfechos del estómago son los
primeros “hambrientos” de comunicación y encuentro. También aquí llega la obra de misericordia: dar de comer al hambriento de relación y de escucha.
Manos Unidas-Campaña contra el hambre lleva más
de 50 años trabajando por combatir el hambre en el mundo. Este año su mensaje es directo: Plántale cara al hambre.
Os dejo con él. Siempre nos despierta y estimula.