martes, 20 de agosto de 2019

Podemos hacer más

Sigo con preocupación el incendio de Gran Canaria. No sé si ha sido fortuito o provocado. (No quiero ni imaginarme cómo me sentiría si algo semejante se hubiera producido en la comarca de Pinares). He sido testigo de algunos incendios menores, pero nunca de uno de la magnitud del que se está produciendo estos días en Gran Canaria. En el caso de que –como sucede con otros muchos– se demostrara que ha sido provocado por algún pirómano, sentiría mucha rabia. Me resulta casi imposible comprender qué puede impulsar a una persona a provocar un incendio, sabiendo las devastadoras consecuencias que tiene para el medio ambiente y el tiempo que se requiere para reforestar la zona afectada. En el pasado se hablaba mucho de oscuros intereses urbanísticos. Ahora la ley no permite recalificar las zonas quemadas, aunque ignoro los plazos y las condiciones. Quemar un bosque de manera intencionada debería ser un crimen gravísimo. El caso de los fuegos provocados es un indicador más –quizá uno de los más llamativos– del incivismo que se respira en nuestra sociedad.  En mis paseos matinales por el bosque veo en las cunetas de la carretera cajetillas de tabaco, latas de refrescos, botellas de plástico, papeles… ¿Cómo un senderista o alguien que ama el bosque puede tener tan poca sensibilidad? ¡Con lo fácil que sería depositar toda esa basura en los contenedores correspondientes y lo difícil y costoso que resulta limpiar un bosque contaminado!

Algo parecido podría decirse de las “pintadas” (graffiti) que ensucian paredes, mobiliario urbano, trenes y edificios. Admiro algunos murales urbanos pintados en superficies limpias, pero detesto ver rayas y dibujos por todas partes, sin ton ni son. Se gasta mucho dinero en limpiar –cuando se limpia– lo que se ensucia de manera irresponsable. ¡Y pensar que todavía hay gente que considera que esta falta de civismo es un signo de libertad de expresión! La desconsideración hacia los demás se extiende al uso de los teléfonos móviles en los transportes públicos, al elevado volumen en las conversaciones, etc. Es probable que con la edad uno se vuelva más quisquilloso e intolerante, pero me parece que, reacciones subjetivas aparte, se trata de un asunto de educación cívica o de incivismo. De hecho, hay países donde la mayoría de sus ciudadanos cuidan el ambiente como suyo y otros en los que todo lo público se descuida y se maltrata. Siguiendo el concepto de “ecología integral” defendido por el papa Francisco en la encíclica Laudato Si’, el cuidado del medio ambiente es una expresión de amor a las personas, especialmente a las más pobres. No soy partidario de sancionar con multas todo comportamiento incívico, pero reconozco que en los avances en la seguridad del tráfico, además de la educación vial, juegan un papel importante las multas con las que se castigan las infracciones. Cada vez que viajo de Roma a España, compruebo la enorme diferencia que hay entre ambos países en relación con algo tan sencillo como el respeto a los pasos de peatones. No hace falta decir dónde se respetan y dónde no.

Volviendo al incendio de Gran Canaria me pregunto cuánto dinero se está gastando para sofocarlo. Hay un gran despliegue de personas y medios técnicos. Es indignante que haya que dedicar fondos que tendrían que destinarse a otras necesidades sociales más acuciantes para paliar los posibles crímenes de un descerebrado. Y eso sin contar el riesgo que el fuego supone para las personas y sus propiedades. Gracias a Dios, me parece que las nuevas generaciones son, en general, mucho más sensibles que las anteriores al respeto al medio ambiente. Se ve tan claro el deterioro del planeta que saben muy bien que, de no hacer una apuesta urgente por su preservación, su futuro es muy incierto. Entre todos debemos promover una educación cívica que haga más justa, segura y agradable la convivencia. A veces, pequeños detalles de respeto (como no tirar desperdicios a la calle, reciclar la basura y ahorrar agua) son los que marcan la diferencia y ayudan a crear una nueva conciencia colectiva.

lunes, 19 de agosto de 2019

Un festín popular

La actualidad ofrece muchos frentes, pero yo prefiero escribir sobre la gran merienda popular en la que participé ayer por la tarde. Hace ya tres años colgué una entrada sobre esta “caldereta ecológica” que se celebra en mi pueblo como colofón de las fiestas patronales. Ahora quiero referirme a ella desde otra perspectiva. Que varios cientos de personas se reúnan en un claro del bosque para comer juntas y que esta tradición no se haya perdido a pesar del individualismo moderno es un gran logro. Más aún: es un precioso símbolo que conecta con algunos de los sueños bíblicos. Estoy recordando ahora el texto del profeta Isaías: “El Señor Todopoderoso ofrece a todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares deliciosos, vinos generosos. Arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones; y aniquilará la muerte para siempre. El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros y alejará de la tierra entera el oprobio de su pueblo –lo ha dicho el Señor–” (Is 25,6-8). El sueño de Dios de una humanidad reconciliada se expresa a través de un gran festín celebrado en el monte. Comer juntos reconcilia a las personas, libera la alegría que llevamos agazapada en nuestro interior, anticipa el final de la historia.

Ayer hizo una tarde deliciosa. La temperatura era suave, la luz era discreta. Los grupos familiares, a modo de tribus bíblicas, se agrupaban en torno a las mesas cubiertas de manteles. Solo unos pocos conservan la antigua tradición de merendar recostados en la hierba. El bosque se convertía en un enorme restaurante popular. Si es posible que todo un pueblo se reúna para comer una vez al año y abra sus mesas a cualquiera que desee unirse a la fiesta, ¿por qué no van a ser posibles otros “milagros” en la vida social? La comunidad romana de Sant’Egidio, por ejemplo, transforma todos los años el día de Navidad la bellísima basílica de Santa Maria in Trastevere en un comedor para los pobres del barrio. Necesitamos multiplicar los signos de comunión antes de que el individualismo nos encierre en la cárcel de nuestra casa y de nuestro propio yo. Necesitamos estar juntos, mirarnos a la cara, hablar, compartir la comida, recrearnos. En el lenguaje monástico se llama “recreación” al tiempo libre que los monjes comparten. Es un término hermoso porque alude al hecho de que, cuando están juntos, renuevan –recrean– los vínculos que los unen. En el lenguaje moderno no se habla de recreación sino de “entretenimiento”. Lo que se persigue con las muchas actividades lúdicas que la sociedad de consumo nos ofrece no es fortalecer los vínculos entre nosotros sino simplemente ayudarnos a matar el tiempo, a vencer el aburrimiento.

Confieso que ayer disfruté mucho. Respiré el aire del pinar, comí saltándome algunas reglas de moderación, conversé con mis familiares y amigos y, sobre todo, vi a las personas relajadas, serenas, sin las prisas con las que solemos hacer casi todo. Fueron cuatro horas de verdadera “recreación”. Al final, como en el caso de la multiplicación de los panes y los peces realizada por Jesús, cada grupo fue recogiendo las sobras en sus bolsas y cestas. Los restos de la merienda servirán para la comida de hoy. Como en toda fiesta que se precie, la abundancia no es señal de despilfarro, sino expresión de un espíritu generoso que no calcula al milímetro, sino que siempre piensa que pueden añadirse nuevas personas al grupo de comensales. Por la serenidad y alegría con que se merienda, por la abundancia de las viandas, por los diálogos sabrosos, por el espíritu fraterno y festivo, esta merienda popular es un antídoto frente a la dispersión y la tristeza que muchas veces amenazan la vida social. ¡Ojalá nunca se pierda este “sacramento” de encuentro, esta especie de eucaristía secular que acomuna naturaleza, seres humanos y Dios!

domingo, 18 de agosto de 2019

Probados a fuego

Este XX Domingo del Tiempo Ordinario viene cargado de energía. Jesús anuncia un fuego sobre la tierra. La imagen es un poco peligrosa en esta época veraniega en la que se multiplican los incendios en los montes. Pero el fuego de Jesús no es un fuego exterminador sino purificador. Es, en definitiva, el fuego del Espíritu Santo que nos ilumina, calienta, abrasa, purifica y cauteriza. Aunque es una energía de paz y reconciliación, va a provocar enfrentamientos y luchas. En tiempos pacifistas como como los nuestros, no estamos para predicciones que rompan nuestra tranquilidad. Si hay que elegir entre verdad y seguridad, solemos quedarnos con la última. Es imposible ser seguidor de Jesús y querer vivir siempre una vida exenta de tensiones y problemas. Tarde o temprano, si ponemos el dedo en la llaga, seremos perseguidos. Hoy no se estila una persecución física, sino mediática. La mejor manera de acabar con una persona es envenenar su fama. Disponemos de muchos medios para hacerlo. Una vez puesto en marcha el proceso, ya no hay nadie que lo pare. Tal vez por eso nos hemos vuelto un poco cobardes. Preferimos callarnos algunas opiniones –sobre todo, las que resultan políticamente incorrectas– para evitar el linchamiento público. Conozco a algunos obispos y sacerdotes que no se atreven a proclamar con claridad el Evangelio para no enfrentarse a las hordas modernas.

No tendríamos que extrañarnos demasiado si somos perseguidos. Jesús nos lo advirtió con claridad. En todas las épocas y lugares los cristianos que han sido consecuentes con el Evangelio han experimentado algún tipo de repulsa. Estar en el mundo sin ser del mundo exige siempre pagar un precio. Si hoy, por ejemplo, defiendes que en el proyecto de Dios el ser humano ha sido concebido como hombre o como mujer –y no como algo neutro, moldeable según la propia voluntad o la cultura ambiental– lo más probable es que los representantes de la llamada “ideología de género” se levanten en armas. Si uno cree que todo ser humano tiene derecho a la libre circulación en busca de una vida mejor, enseguida será tachado de antipatriota o de algo peor. Los ejemplos se pueden multiplicar. Todo lo que cuestione el orden imperante acaba siendo criticado y, si es posible, reprimido. Es obvio que el Evangelio de Jesús tiene muchos aspectos cuestionadores. Los cristianos acentuamos unos y silenciamos otros, a veces según nuestra conveniencia; otras, atendiendo a las circunstancias de tiempos y lugares. En cualquier caso, siempre estamos en el punto de mira. Si todo el mundo habla bien de nosotros es probable que hayamos hecho un Evangelio a nuestra medida. O a la medida de quienes nos escuchan.

En los últimos años hemos insistido tanto en la necesidad de dialogar con las culturas y las religiones que nos hemos olvidado de que el cristianismo es siempre –en una medida variable– “contracultural”.  Si Jesús se hubiera limitado a congraciarse con la cultura judía, helenista o romana, no hubiera acabado como acabó. La verdad es siempre muy arriesgada. Vivimos en un mundo demasiado corrompido como para creer que el Evangelio puede abrirse camino de manera triunfal. Lo que está sucediendo con el papa Francisco es un claro ejemplo. Muchos de los que lo aplaudían con entusiasmo al comienzo de su pontificado han comenzado ya a criticarlo con dureza porque el Papa no sintoniza siempre con sus postulados. Los adversarios vienen de dentro y de fuera de la Iglesia. Son conservadores y progresistas. Admiro mucho la templanza del papa Francisco. Consciente de que es muy criticado, no pierde el buen humor y, sobre todo, no claudica de algunas convicciones que él entiende que son evangélicas. Algunas son compartidas por la mayoría (por ejemplo, la necesidad de cuidar el planeta, nuestra casa común). Otras (como la defensa a ultranza del derecho a la vida o la actitud de apertura hacia los emigrantes) encuentran posturas muy diversas que van desde el aplauso al rechazo completo. Podemos aprender de él a ser coherentes y tolerantes, radicales y flexibles.

sábado, 17 de agosto de 2019

Vacaciones y asuntos pendientes

El barco Open Arms se ha convertido en símbolo de un problema para que el que no acabamos de encontrar la solución. 134 inmigrantes –aunque Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, dice que deben ser llamados migrantes– navegan a la deriva por el Mediterráneo. Salvini, el ministro italiano del Interior, se niega –no sé con qué base legal– a que el barco atraque en un puerto italiano para que todos puedan desembarcar y luego ser repartidos por diversos países de la Unión. La imagen de los inmigrantes exhaustos no casa con los excesos veraniegos. Mientras media Europa está de vacaciones, unas decenas de hombres y mujeres esperan que alguien los salve de una muerte probable. ¿Por qué llegamos a estas situaciones extremas? Salvini y los de su cuerda argumentan que se trata de una inmigración ilegal, promovida y explotada por mafias esclavistas, y que Europa no puede fomentar este tráfico de seres humanos. No le falta parte de razón. La ONG Open Arms sostiene que, más allá de las cuestiones legales, estamos ante un problema humano que debe ser resuelto sin tardanza. Es evidente. La cuestión es de tal envergadura que exigiría una cumbre al más alto nivel entre la Unión Europea y la Unión Africana para concordar una política común. Lo que ocurre es que si se toca el asunto de las migraciones aparece una ristra de otros asuntos “olvidados” que envenenan el acuerdo.

Durante mis vacaciones, alterno el descanso con la preparación de mi viaje a la India. No es fácil sentarse a trabajar cuando la mayoría está de fiesta. Confieso que uno de mis pensamientos recurrentes en tiempo de vacaciones es pensar en las personas que nunca pueden disfrutar de un tiempo de descanso fuera de sus hogares o en quienes tienen que trabajar durante este período para que otros nos entretengamos. Hay muchos empleados de agencias de viajes, hoteles, restaurantes, bares, aeropuertos y estaciones de tren y autobuses que tienen que soportar jornadas agotadoras a veces con salarios miserables. Es triste pensar que el bienestar de unos pocos casi siempre se basa en el trabajo de muchos, como si fuera imposible un reparto equitativo de cargas y disfrutes. Formar parte del grupo de privilegiados que tienen sus necesidades cubiertas se convierte en un imperativo moral para hacer algo concreto por quienes no disponen de lo mínimo para vivir. En vez de tantos impuestos inútiles o malgastados, no estaría mal una especie de “impuesto vacacional” para subvenir a las necesidades de quienes no se pueden permitir ni una semana de ocio.

Estamos ya en la segunda quincena de agosto. Muchas personas e instituciones se preparan para la rentrée, para la vuelta al trabajo. Tengo la impresión de que cada año se adelanta un poco. Hace ya mucho que terminaron aquellos veranos interminables en los que algunas personas podían permitirse dos o tres meses de vacaciones. Ya ni siquiera el famoso “mes de vacaciones”. Los días libres se reparten a lo largo del año para hacer más llevadero el ritmo laboral y quizá también para no concentrar demasiados gastos en un solo periodo. Aunque la palabra “vacaciones” se asocia al descanso, la verdad es que en muchos casos se necesita un tiempo posterior para “descansar” de los muchos excesos cometidos durante el tiempo oficial de descanso. Hay personas que organizan viajes estresantes o cargan su agenda con muchos eventos sociales. Al final, tienen que confesarse a sí mismas que comienzan el nuevo curso laboral más cansadas de como lo terminaron. Tranquilos, pronto llegarán los puentes del otoño.


viernes, 16 de agosto de 2019

Los remansos de la vida

Me gusta encontrarme con personas que veo de año en año. A veces, no pasamos de un saludo cordial, pero otras nos enfrascamos en conversaciones más íntimas. Rara es la persona que no está atravesando alguna situación problemática. Los matrimonios jóvenes suelen tener problemas laborales y dificultades en la educación de los hijos. Los mayores tienen que hacer frente a sus achaques y a veces a su incierto futuro. Cada vez se hace más difícil el cuidado de los ancianos. A los niños los encuentro hiperestimulados. Les cuesta mucho fijar la atención en algún objetivo y seguir las pautas de comportamiento que sus padres les sugieren. Se saben los “reyes del mambo” y ejercen con desparpajo su autoridad omnímoda. La mayoría de los padres claudican para no enemistarse con ellos y sentirse culpables de sus posibles traumas. Los curas rurales están sobrecargados de trabajo y al mismo tiempo tienen la impresión de que su siembra es casi inútil. En el mismo campo crecen otras hierbas que poco tienen que ver con la fe. Les resulta muy difícil conectar con los jóvenes. Es como si habitaran planetas paralelos. Las fiestas patronales que tanto se prodigan en estas fechas pueden parecer un espejismo en medio de un desierto de insatisfacción. La gente come y bebe, algunos bailan, pero no es fácil encontrar personas felices. Nos hemos puesto unas metas tan artificialmente altas que es casi imposible alcanzarlas. La frustración está asegurada. Y en algunos casos la depresión.

¿Cómo redescubrir el valor de la vida sencilla? ¿Cómo caer en la cuenta de que para ser felices no necesitamos muchas cosas sino razones para vivir, personas a las que amar y causas por las que luchar? Un coche de mayor cilindrada no proporciona una felicidad mayor. Tampoco los metros cuadrados de la vivienda o el número de países visitados. La sociedad del consumo nos pone constantemente metas externas y “comprables”. Nos asegura que ingiriendo algunos alimentos y comprando determinados productos de belleza y moda, además de un bronceado perfecto, seremos sanos, bellos y felices. Y nosotros nos lo creemos y pagamos religiosamente lo que haya que pagar. Todo sea en pro de una felicidad que se ha convertido en el dogma contemporáneo. Todos tenemos que ser felices por real decreto. No podemos estar tristes, ni experimentar fracasos y frustraciones, ni sufrir achaques, ni sorber de vez en cuando el cáliz de la soledad. Tenemos que estar siempre como unas castañuelas. Y si con los productos ordinarios no lo conseguimos, siempre podemos recurrir a consumos extraordinarios: la “casa de sus sueños”, unas vacaciones en el Caribe o una operación de cirugía estética que nos quita diez años de encima.

Anoche lucía una preciosa luna llena. Acabado el rosario cantado por las calles del pueblo, subí al coro de la iglesia y me incorporé al grupo de personas de todas las edades que cada año canta con entusiasmo la Salve Regina de Hilarión Eslava. Me la sé de memoria, así que no necesito ninguna partitura. Anoche tuve la sensación de que se cantaba con un entusiasmo especial. Por alguna razón misteriosa, muchas personas se sienten atrapadas por la melodía. Quienes la escuchan dicen que, durante los diez minutos que dura su ejecución, desempolvan recuerdos y emociones que permanecen escondidos durante el resto del año. Después, acompañé a la cofradía de la Virgen del Pino a la casa del capitán. En el jardín del lugar donde se sirve el tradicional “refresco” –que en los últimos años se ha convertido en una verdadera cena– estuve hasta la medianoche hablando con unos y con otros, sintiendo que no se necesita mucho para una vida serena. La Virgen Madre y su fiesta tienen el poder de reunir a las personas, de hacer que se sientan comunidad, de sacar de la bodega interior los mejores sentimientos de aceptación mutua y de aprecio. Regresé a mi casa caminando y sin dejar de mirar de soslayo a la luna oronda que se alzaba por encima de las aguas del embalse. No tardé mucho en dormirme con un sentimiento profundo de gratitud y de alegría serena. El río de la vida tiene sus remansos en medio de todas sus turbulencias. Necesitamos experiencias como estas para caer en la cuenta de que los problemas no son la última palabra en la vida de las personas. Descubrir lo positivo y soñar lo nuevo son dos actividades que nos dan vida.

jueves, 15 de agosto de 2019

Mirar hacia arriba

Anoche, como cuando era niño, me emocioné viendo cómo el pueblo de Vinuesa entregaba una vela a su “excelsa patrona” la Virgen del Pino y cómo cantaba la Salve Regina en una de las versiones de Hilarión Eslava. Hoy celebraremos la solemnidad de la Asunción de la Virgen María. En mi pueblo natal nadie se refiere a este día con su denominación litúrgica oficial. Todos hablan del “día de la Virgen” o a lo más de la fiesta de Nuestra Señora del Pino. El dogma de la asunción queda como subsumido en la fiesta de la Virgen. La leyenda que hay detrás de esta denominación es hermosa y comparte los rasgos esenciales de otras historias y leyendas de hallazgos de imágenes marianas escondidas en parajes muy diversos: a veces, por motivo de la invasión mora; otras, por razones varias. El denominador común es que, una vez hallada la imagen, los pueblos comienzan (o prosiguen) su veneración con entusiasmo. El liturgista Casiano Floristán, que estudió a fondo las numerosas advocaciones marianas de España y Portugal, concluyó que casi se puede reconstruir la rica flora ibérica atendiendo a los nombres que el pueblo ha ido dando a la Virgen. Los títulos son casi incontables: Virgen del Camino, de las Viñas, del Espino, de la Fuencisla, del Prado, de la Montaña, del Valle, del Henar, del Rocío… Y, por supuesto, Virgen del Pino. Vinuesa y Canarias comparten esta advocación.

Para un Misionero Hijo del Inmaculado Corazón de María, hablar de la Madre es siempre una gracia. La celebración de su asunción me invita a pensar en la necesidad de promover en nuestro mundo un poco romo una espiritualidad “hacia arriba”. Se ha insistido tanto en los últimos 50 años en una espiritualidad “hacia abajo”, con los pies en la tierra, encarnada, inculturada, liberadora, que siento que ha llegado la hora de acentuar el otro polo para no romper la armonía de la fe. Hoy el problema no es tanto reducir el cristianismo a un camino “hacia el cielo”, cuanto convertirlo en una mera ética del cambio social. Pareciera que –escépticos como somos respecto del “cielo nuevo y la tierra nueva”– nos interesara solo construir una especie de cielo en la tierra por aquello de que “más vale pájaro en mano que ciento volando”. Un cuerpo bien alimentado y una mente instruida son más tangibles que una existencia celeste de la que apenas sabemos decir una palabra coherente. El mensaje de Jesús solo resulta atractivo para muchas personas en cuanto motor de cambio social. Todos sus otros armónicos (sobre todo los que nos lanzan a una dimensión trascendente) quedan como en sordina o incorporados al acorde principal. Consciente o inconscientemente, estamos transmitiendo un mensaje parecido a este: “En realidad no creemos que exista un cielo más allá de esta realidad física. El cielo (y el infierno) son situaciones históricas que tienen que ver con el mayor o menor compromiso de lucha por un mundo más justo”. En este contexto, el dogma de la asunción de la Virgen María es casi superfluo. Queda reducido a una especie de símbolo que nos habla de su vida en Dios y de su sueño de un mundo nuevo.

Creo, sin embargo, que la fe de la Iglesia es neta al respecto, por más contracultural que resulte. Confesar la asunción de María significa afirmar que ella está gozando de la vida plena en Dios y que todos los que creemos en Jesús estamos llamados, como ella, a una vida que va “más allá” de todas las posibles realizaciones mundanas. Creer en nuestra “vocación de cielo” no significa minimizar nuestro compromiso histórico en la tierra; ayuda a darle su verdadero horizonte de sentido. La Virgen del Pino nos invita a mirar a lo alto, a saber que nuestra vida está llamada a la plena comunión con Dios, a no hundirnos en los fracasos de la vida, a luchar con fuerza como si todo dependiera de nosotros pero sabiendo que la historia está en manos de Dios, a anhelar el cielo, a no dejarnos seducir por las falsas promesas de “cielos” terrenales (sean políticos, económicos, sexuales, lúdicos, etc.), a relativizar todo sin despreciar nada verdaderamente humano… Quisiera compartir hoy con mis paisanos algunos de estos pensamientos mientras disfruto del encuentro de todos en torno a la Madre. La fiesta rompe muros y estrecha manos. ¿Qué poder de atracción tiene la Madre que congrega incluso a aquellos que apenas creen en ella o a quienes se encuentran distanciados? Con las palabras del canto vespertino de ayer, le digo: “Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre”.



miércoles, 14 de agosto de 2019

Aprender a comunicar

La figura de san Maximiliano Kolbe domina este día de agosto. Su vida es muy conocida. Incluso ha saltado al cine y a la pequeña pantalla. Se entregó como voluntario en el campo de concentración de Auswitchz a cambio de un padre de familia. Su ofrecimiento fue aceptado. En realidad, no supuso nada nuevo con respecto a su consagración religiosa, sino, más bien, una de sus posibles consecuencias. Cuando hizo sus votos se entregó a Dios para su servicio, aceptó ser “expropiado” para el bien común. A partir de ese momento, ya había muerto a sí mismo y a sus propios intereses. Como escribí ayer a propósito de los mártires claretianos de Barbastro, historias como estas parecen de otros tiempos y, sin embargo, se produjeron en el corazón del siglo XX. Algunas saltan a la fama, pero la gran mayoría permanecen en el anonimato. La Iglesia está formada por millones de personas que entregan su vida a diario, que contribuyen a hacer un poco mejor nuestro mundo, que multiplican los detalles de amor, que son competentes y honradas en sus profesiones. Sin embargo, como tuve ocasión de comprobar ayer en una conversación informal, lo que les preocupa a muchas personas es lo que los medios repiten una y otra vez por razones varias, algunas inconfesables: los metros cuadrados del apartamento del cardenal Bertone en Roma o del cardenal Rouco en Madrid, las inmatriculaciones de algunos bienes inmuebles por parte de las diócesis españolas, la cuestión del pago del IBI, el posible enterramiento de Franco en la cripta de la catedral de La Almudena y, por supuesto, los casos de abuso sexual por parte de algunos miembros del clero. No seré yo quien niegue importancia a estos asuntos. Sobre algunos de ellos, en particular sobre los abusos, me he pronunciado varias veces en este blog. Lo que empieza a agotarme es la imagen maniquea que muchas personas tienen de la Iglesia y que se reduce a dos polos: el polo negativo (formado por la curia vaticana y, en general, por la jerarquía eclesiástica) y el polo positivo (formado por los misioneros y la gente de Cáritas). En medio parece existir una masa amorfa, sin importancia, que casi no cuenta. La simplificación no puede ser más burda, pero funciona. Muchos cristianos contribuyen a reforzarla con sus opiniones triviales y sesgadas.

En el curso de la conversación, uno de mis amigos me dijo que, en realidad, la Iglesia no sabe “vender su producto”, no sabe comunicar todo el bien que hace. Y que por eso se difunde tanto su imagen negativa. Lo mismo dijo el periodista Carlos Herrera en una conferencia a la que asistí hace un año. Creo que, en buena medida, es verdad. La política de comunicación de la Iglesia es, en general, pobre y descuidada, aunque hay honrosas excepciones. No acabamos de ver la importancia de informar con transparencia y oportunidad de lo que sucede, quizá porque tememos la lógica manipuladora de los medios. Tenemos el producto mejor de todos los tiempos, pero no sabemos bien cómo codificarlo. Nos cuesta saltar a la arena informativa a pecho descubierto, con la suficiente dosis de buena preparación, creatividad y audacia. Pero hay otra razón que está escondida en el subconsciente colectivo y que yo valoro mucho. Se inspira en el dicho evangélico “que no sepa tu mano derecha lo que hace la izquierda”. Jesús nos invita a ser sal y luz del mundo –es verdad–, a anunciar el Evangelio desde las azoteas, pero de una manera discreta, sin ir por la vida tocando las trompetas de la prensa, la televisión o internet para que todo el mundo aplauda lo que hacemos y nos dé una palmada en la espalda. El bien se difunde por sí mismo, no hay por qué amplificarlo siguiendo las leyes de la publicidad. Creo que entre una actitud vergonzante y otra exhibicionista, hay que encontrar un punto medio de información objetiva, cordial, adaptada a los códigos comunicativos de cada tiempo y cultura. De todos modos, ya se sabe que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Una vez que un prejuicio ha tomado cuerpo y se convierte en “dogma social” es muy difícil superarlo, por más datos objetivos que lo desmientan.

No suelo perder mucho tiempo en explicar lo que la otra persona se niega a considerar, aunque no lo comparta al cien por cien. Me he encontrado con bastantes casos a lo largo de mi vida misionera, sobre todo en España. La diferencia con respecto a otros países es abismal. Puedo presumir de haber estudiado obras de pensadores agnósticos o ateos para comprender sus posturas, leo habitualmente periódicos que son descaradamente antieclesiales con objeto de comprender también sus razones de fondo, procuro tener una actitud abierta ante cualquier opinión –incluso las más críticas contra la fe y contra la Iglesia– para aprender todo lo posible. En este blog me hago eco con frecuencia. Por desgracia, no observo el mismo grado de información e interés en muchos de los que critican sin piedad a la Iglesia. A menudo, su ignorancia sobre la religión y el cristianismo es proporcional a su odio. En el mejor de los casos, la frase tópica suele ser parecida a esta: “La religión está pasada de moda, no es más que una manipulación de las conciencias, aunque yo tengo un cura amigo que es muy buena persona”. Reconozco que la adversativa final, aunque a veces se refiera a mí, me incomoda mucho. Aquí no se trata de salvar un caso individual de las aguas contaminadas de la institución, sino de hacer un esfuerzo por tener una mirada lo más objetiva y desapasionada posible sobre un fenómeno social cuya próxima defunción se decretó hace un par de siglos, pero sigue más vivo que nunca. A veces pienso que este ejercicio de objetividad es metafísicamente imposible para el carácter ibérico que –como decía tristemente Antonio Machado– “desprecia cuanto ignora”.